Pedro Siwak (1937-2016) fue un hombre de prensa que ejerció con ejemplaridad la responsabilidad del arte de informar a sus conciudadanos. Convertido en una voz respetada de aquel “cuarto poder” que dijera Burke, reunió en sí la inicial vocación, que maduró con responsabilidad profesional del periodista de alto nivel.
«“Después de la misa, íbamos a ocupar nuestro puesto en el diario”
André Frossard»
Dio a conocer innumerables artículos noticiosos y formativos; se involucró en la enseñanza de periodismo en el Instituto Grafotécnico de Buenos Aires, del que fue director y participó en entidades de la actividad, como el Club Gente de Prensa, que cofundó en los años sesenta de la pasada centuria. Por su trayectoria le fue concedido en 2013 el premio Santa Clara de Asís. Quizá la mejor reseña biográfica del profesor Siwak sea la aparecida en la revista AICA, el 22 de enero último, escrita por el doctor Jorge Rouillón, su amigo, colega y en la actualidad presidente del Club Gente de Prensa.
Siwak, además de sus notas firmadas en diferentes medios, publicó varios libros: “Mateando con Mamerto Menapace”, “500 años de Evangelización Americana” en tres tomos, “Santos, beatos, venerables y siervos de Dios”, “Mujeres protagonistas en la Iglesia del siglo XX” y “Víctimas y mártires de la década del setenta en la Argentina”.
Fácil es advertir en todas sus páginas hasta qué punto llevó el compromiso con la fe católica que desde la niñez sembraron en su espíritu sus padres, devotos emigrados ucranianos. Fue la suya una fe asumida con un oído en el Evangelio y con otro en el pueblo, según el lema de Monseñor Angelelli. Fiel a ello en el año 2000 dio a conocer el antes mencionado volumen que vio la luz con el sello de la Editorial Guadalupe: “Víctimas y mártires de la década del setenta en la Argentina”, donde estudió la vida y la obra de los religiosos y laicos asesinados por grupos de ultraderecha durante el lopezrreguismo y más tarde por la dictadura; todos inmolados según sus palabras, “después de jugarse para que los pobres no sean tan pobres.”
Partió Siwak desde esa jugada perspectiva, desprendiéndose de ella la justeza y justicia con la que llamó “mártires” a los biografiados, en coincidencia con la visión de varios teólogos actuales en el sentido de que muchos sacrificados de hoy lo son por testimoniar con su sangre la Justicia y la Verdad y no sólo la Fe; o quizá dicho de otro modo al proclamar la Fe en Cristo a través de los valores evangélicos de la Justicia y la Verdad, una estimativa pasada por alto por muchos preconciliares atados a la literalidad del “odium fidei”.
Sin embargo con la óptica que bien destaca el autor, se abren nuevas posibilidades de santificaciones y en ese sentido cabría que el Vaticano reconociera oficialmente la palma así como lo viene haciendo con las víctimas del sectarismo homicida de extrema izquierda durante la Guerra Civil Española: uno de ellos el hermano lasallano argentino San Héctor Valdivielso Sáez -cuya imagen se venera en el templo de San Nicolás de Bari de Buenos Aires, donde fue bautizado-, a los 16 sacerdotes vascos ajusticiados por Franco y al presbítero mallorquí Jeroni Alomar Poquet, fusilado al amanecer de 7 de junio de 1937 por ayudar a escapar hacia Menorca a varios perseguidos políticos.
En tanto en el ámbito Latinoamericano correspondería hacerlo, por ejemplificar sin pretensión taxativa alguna, con el asesinado obispo guatemalteco Monseñor Juan José Gerardi o el jesuita salvadoreño Rutilio Grande, ciertamente éste con proceso de beatificación abierto. Justo es reconocerlo, el papa Francisco ha dado al respecto muestras de iniciar esa senda con la canonización del arzobispo de El Salvador Monseñor Óscar Romero.
Pero volviendo al libro de Siwak, ya el recorrido por los títulos de los sucesivos capítulos encabezados con el nombre de las víctimas, produce un estremecimiento al comprobar el número de sacerdotes, religiosos, seminaristas y laicos -como la joven Mónica Mignone- muertos por obra de la represión ilegal. Esa “lista del horror” expuesta con detalle en las páginas finales de la obra, incluye con encomiable criterio ecuménico el nombre de varios miembros de confesiones evangélicas desaparecidos.
Más conocidos unos y menos otros por el público argentino, Siwak anotició sobre todos ellos con espíritu no de venganza aunque sí reivindicativo y en ese entendimiento desfilan el padre Carlos Mugica, los padres palotinos, el padre Gabriel Longeville, el padre Carlos Murías, el padre Carlos Bustos, el padre Francisco Soares, los “accidentados” obispos Enrique Angelelli y Carlos Ponce de León, las hermanas Alice Domon y Leonie Duquet, los seminaristas asuncionistas Carlos Di Pietro y Raúl Rodríguez o la citada catequista Mónica Mignone.
De manera inevitable los lectores de la obra se preguntarán porqué la Iglesia Argentina miró hacia otro lado cuando se cocinaba el horror, una omisión criminal salvo honrosas excepciones, tal la del sacerdote Leonardo Castellani pidiendo públicamente a Videla el 19 de mayo de 1976 por Haroldo Conti –un ex seminarista- e interesándose después por la suerte de otros desaparecidos como Antonio Di Benedetto; o el caso de algunas jerarquías que estuvieron a la altura de las circunstancias como los Monseñores Jorge Novak, Miguel Hesayne, Jaime de Nevares, y en buena medida Vicente Zaspe. Justo Laguna y Juan José Iriarte, con quien en su diócesis de Resistencia trabajó a poco de su ordenación Carlos Mugica.
El arzobispo Iriarte, del que Siwak trascribe una carta en defensa de Mugica dirigida en 1986 a José Gobello –poeta, filólogo, gran estudioso del lunfardo y amigo generoso, aunque en materia política abogado de malas causas-, fue acusado en 1977 por los servicios de inteligencia de haber iniciado “una guerra fría hacia las Fuerzas Armadas.”
Frente a esta realidad asombra no sólo la falta de humanidad o más adecuadamente de misericordia de tantos otros pastores que olvidaron en la comodidad de sus despachos y la seguridad de sus contactos oficiales, aquella enseñanza de San Agustín presente en “La Ciudad de Dios”: “Episcopatus nomen est honeris, non honoris”, sino hasta la ausencia de espíritu de cuerpo demostrado para con sus hermanos en el sacerdocio y por supuesto con el resto de los desaparecidos. (Refiere Olga Wornat en su libro “Nuestra Santa Madre”, que en 1979, el Arzobispo de Córdoba, Cardenal Raúl Primatesta, negó un lugar en su diócesis a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para recibir las denuncias por parte de los familiares de los secuestrados. Y Emilio F. Mignone, un católico devoto, en “Iglesia y Dictadura”, su lacerante Yo Acuso, fue sin duda el primero que documentó las complicidades de las jerarquías religiosas con el Proceso).
Trabajos como el presente despiertan solidaridad en grado de comunión espiritual y confianza en grado de esperanza en la Iglesia testimoniante, próxima a los que sufren y ajena a los poderes temporales; aquella Iglesia a la que perteneció el recientemente fallecido Cardenal y antiguo Arzobispo de San Pablo, el brasileño Pablo Evaristo Arns, periodista de ideas también, quien en su libro “La violencia en nuestros días” escribió haciendo caso omiso a las amenazas de los grupos parapoliciales: “La violencia contra la libertad de pensamiento y expresión, es la violencia que afecta al hombre en su expresión más profunda. El ser destinado a pensar, a buscar la verdad y a participar en los ideales más elevados de la humanidad jamás debería ser víctima del terrorismo intelectual o de una violencia que lo disminuyese ante sí mismo y frente a los demás.”
Desde su condición de hombre de prensa asumida como un apostolado, Pedro Siwak, lejos de disminuirse se elevó en vida al llamar a las cosas por su nombre en tiempos de disimulos e interesadas estrategias: “Cuando ustedes digan sí, que sea realmente sí; y, cuando digan no, que sea no. Cualquier otra cosa de más, proviene del maligno”, se lee en Mateo 5: 37. Y sin duda la para él postrera jornada del 12 de octubre de 2016 –al cumplirse el primer mes de su deceso el Cardenal Mario Poli ofició una misa en su memoria en el templo de Santa Catalina de Siena-, los mártires y los santos canonizados que estudió y difundió con devoción en sus libros, obraron la gracia de acompañar su alma a la presencia de Dios.
- Carlos Maria Romero Sosa, abogado y periodista
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