Silvia solía evocar, asimismo, a su bisabuelo Sixto Ovejero, también gobernador de Salta desde 1867 a 1869; y acercando el tiempo de los afectos hablaba de su bien leído pariente jujeño Daniel Ovejero, abogado, profesor universitario de Derecho Civil y cuentista, autor entre otras obras de “El terruño” y cuñado de Juan Carlos Dávalos.
En una residencia de la calle Juncal a la altura del 1200, de la que su moradora tomó posesión definitiva en un soneto: “Yo estoy aquí y aquí me moriré”. Allí precisamente, a pasos de las Cinco Esquinas, un tradicional encuentro de calles donde es posible recuperarse de los apuros del Centro si uno se enfrasca en la lectura del poema de Borges “Barrio Norte”, escrito en una placa colocada al comienzo de la Avenida Quintana, Silvia Ovejero, poeta, abogada, diplomática, solía recordar con unción a su padre, el jurista y magistrado David Víctor Ovejero; a su madre, la actriz cinematográfica natural de la provincia de Córdoba Tulia Ciampoli; a su abuelo paterno, David Ovejero Zerda, gobernador constitucional de Salta entre 1904 y 1906, año en que renunció para ocupar una banca en el Senado de la Nación; alguien que además fue un próspero empresario que hizo edificar en sociedad con Alberto San Miguel la Galería Güemes inaugurada en 1915, una construcción de estilo ecléctico modernista que con sus 87 metros fue por años el edificio más alto de Buenos Aires.
Tiempo de afectos
Silvia solía evocar, asimismo, a su bisabuelo Sixto Ovejero, también gobernador de Salta desde 1867 a 1869; y acercando el tiempo de los afectos hablaba de su bien leído pariente jujeño Daniel Ovejero, abogado, profesor universitario de Derecho Civil y cuentista, autor entre otras obras de “El terruño” y cuñado de Juan Carlos Dávalos.
Aunque porteña por nacimiento eran reconocibles en su personalidad y en sus modales la hidalguía provinciana heredada. Evidenciaba esa tradición en el trato amable y delicado, en una cultura no sólo libresca, en el innato refinamiento y el talento para crear el clima mágico de las tertulias y encender y sostener la llama amena del diálogo porque ella nunca monologaba distante.
Sin embargo se la escuchaba con creciente interés y su palabra ingeniosa y amena era digna de ganar ecos, más que entre paredes de ladrillos huecos de una propiedad horizontal, en aquellas señoriales galerías de adobe con arcadas que parecen copiar el lomo de las serranías.
Esta mujer con un extenso desempeño en embajadas y consulados del Viejo y el Nuevo Mundo como que cumplió funciones plenipotenciarias en Austria, Uruguay, Chile, Puerto Rico, Colombia y Rumania, era una localista universal, valga el oxímoron. Vivió bajo el sino de añorar terruños y anduvo por los caminos del mundo, dispuesta a hacer cabecera de playa aprovechando cualquier distracción de la distancia.
Su primer poemario
No por nada titulo “Itaca” a su primer poemario de 1974, nombre que suena a imagen y casi alegoría de un regreso a todo lo posible y sin duda a lo más sentido e íntimo de su biografía: a su ciudad cantada hasta el final; a la niñez, esa única patria del ser humano; a las ilusiones primeras y a los afectos definitivos. Claro está que debido a la característica de su profesión de diplomática fue el suyo un regreso lento, “pleno de aventuras, pleno de conocimientos”, tal como lo aconsejó Konstantino Kavafis en su poema escrito en 1911 que no casualmente también se llama “Itaca” y que nuestra escritora admiraba y recitaba.
En el segundo libro publicado en 1988, Silvia Ovejero suplantó en algo la nostalgia y la ansiedad del retorno por el asombro y el desafío juvenil de descubrir la novedad cotidiana de los dones -su hijo David Lafuente Ovejero, en primer término- que a manos llenas se le ofrecían aquí y allá, “Bajo este sol”.
Pero es en “Último tren a Galilea” (1995) donde su lirismo alcanzó quizá la madurez expresiva, donde las formas métricas como el soneto y el sugerente haiku se le rindieron con docilidad, donde el exotismo –nunca el esnobismo- dio paso a la vivencia empática de otros paisajes principalmente espirituales, religiosos y hasta ascéticos en tránsito por momentos al misticismo.
No pesan soledades
Aquí ya no hay lejanías sino integraciones; no pesan soledades, resuenan encuentros en el interior del alma que es donde habita la verdad, como enseña San Agustín: “Sólo vivo si en mí Tu te reflejas/ y tu Amor y tu Paz conmigo dejas”. Tampoco hay horror de laberintos y sí una búsqueda esperanzada de la Buena Noticia del Evangelio: “Me mostrarás la senda de la vida”.
Y mucho Amen, porque la obra o gran parte de ella corresponde a una oración cristiana que sin proselitismo cristianiza, no con apelación a ningún temor y temblor de raíz kierkeguiana sino con dulzura franciscana, al participar las composiciones de una inspiración signada por la luz de la Gracia: “Mantenme firme en la palabra: VIDA/ y en el refugio del amor constante.”
¿Y porqué entonces eso de “Último tren a Galilea? Nunca se lo pregunté a la autora, pero puedo afirmar que no habrá sido por despedirse de la Tierra Santa en tren de turista ávido de tocar e irse, dándole al término “tren” la tercera acepción que marca el Diccionario de la Real Academia: “ostentación o pompa en lo perteneciente a la persona o cosa”. No en ese tren –repito- y en cambio, por voluntad o experiencia de confortado –y no confortable- peregrinaje, en vagón expreso hacia lo esencial y sin retorno a ninguna pompa del mundo enemigo del alma.
Datos genealógicos
La conocí en el Palacio San Martín una tarde de enero de 1998, en un ámbito muy poco burocrático y al que identifiqué más propicio para la literatura que para las memorias diplomáticas y los chismes superficiales del mundo de las embajadas que describió Roger Peyrefitte: el Consejo de Embajadores de la Cancillería, organismo que después me enteré era algo así como un cementerio de elefantes durante el menemismo y un depósito de funcionarios “in partibus infidelium”, por poco funcionales al poder político.
Salvaban los papeles formales y creaban aquel ambiente simpático y particularísimo, el presidente del Consejo: Embajador Francisco José Figuerola, un escritor cervantino y hombre de actitudes quijotescas al par que gran orador y autor de varios libros de poemas.
Tomás Alva Negri, poeta, narrador, crítico de arte, erudito lugoniano, bibliófilo consumado y amigo inolvidable. Y por cierto la propia Silvia, quien luego de presentarnos aquel día el Ministro Negri, comenzó a recordar conmigo escritores salteños y a dispararme datos genealógicos sobre su familia y la mía entre las que hallaba entronques, creo que por la rama de los González de Saravia. Por de pronto mencionó entonces a las matronas salteñas del siglo XIX Manuela González de Todd y Florencia González de Ovejero, ambas vinculadas por lazos de sangre y especial afecto a mis antepasados Gregorio Romero González y Cesárea de la Corte de Romero.
No contaba con su muerte
Desde entonces continuamos el diálogo, ahora reparo que moroso. Como siempre ocurre con los seres que queremos, no contaba con su muerte ocurrida el ultimo 20 de noviembre y más bien apostaba a que continuaría ganándole a la enfermedad que la aquejaba desde hacía ocho años. Supe que tenía en mente hasta el final publicar otro libro de poemas, un proyecto capaz de animarla y sostenerla entre agresivas quimioterapias.
Siempre teníamos por delante una visita y nos imponíamos la puntual llamada telefónica, para mutuamente ponernos al tanto sobre el mundillo cultural y sus olímpicos protagonistas locales. No todo puede ser profundidad, seriedad y tensión ante el absoluto; sospecho que Silvia, al distraerse con noticias sociales y cuestiones carentes de intensidad dramática, trataba de aventar temores sobre su futuro y quería alejar de sí el gusto amargo de las injusticias, arbitrariedades y postergaciones sufridas en las postrimerías de su carrera diplomática. Nada menos que configuradas “violencias laborales y de género”, según se las caracterizó en mi presencia María Cristina Giuntoli, experta en el tema.
Sé que hoy vale la pena pasar revista a cada uno de los recuerdos compartidos con Silvia Ovejero y que me cabe inventariar hasta las mínimas anécdotas suyas. Para conmemorarla, que significa memorarla en grande y en plural; porque “el olvido es la forma más pobre del misterio”, tal como lo aprendí hace mucho en el poema de Borges “Barrio Norte”, aquella composición que releí trascripta en una placa colocada al comienzo de la Avenida Quintana, justamente un día que fui a tomar el té a su casa.