Siempre se alude a la famosa frase de Ortega y Gasset: “Argentinos a las cosas”, para señalar la falta de conciencia práctica y sentido común. Sin embargo, pareciera que los argentinos a menudo estamos más preocupados por lo inmediato y doméstico que por ideas generales y universales.
Ya Marechal señalaba con una imagen la tendencia miope de los argentinos, que no atisban algo más allá de lo cotidiano, cuando califica a Buenos Aires como “la ciudad de la gallina”, esto es, una ciudad que picotea todo el tiempo mirando hacia el suelo, incapaz de levantar la vista hacia un mundo celeste (mundo muy anhelado por supuesto por el neoplatonismo marechaliano).
Esa domesticidad nos ató a un excesivo provincianismo, a la rutina, a la mediocridad y a la chatura que se denuncian en las páginas más brillantes de nuestra narrativa, desde Mallea, Arlt, Sábato, hasta Cortázar, Puig y Piglia.
Demasiado sentido común conspira contra la necesaria aventura que exigen la ciencia, las ideas, y el arte. Cuando la mediocridad se instala pierde el atractivo de aquella “áurea mediocritas” del mundo clásico para convertirse en el hastío repetitivo, en la falta de compromiso, en la tibieza de opinión que llevan a la indiferencia histórica. Esa mediocridad (que se aleja de la atemperada prudencia, del sabio equilibrio que propone el precepto horaciano) es la que fustiga claramente Eva Perón en “La razón de mi vida”.
Pero tornemos a la cuestión de las cosas. Sin duda, privilegiar lo pragmático y concreto es un imperativo de la acción, pero esa acción sin la guía de ideas rectoras puede significar el colapso y el fracaso. En nuestro país se llevaron adelante demasiadas acciones sin reflexión desde los atroces y criminales golpes de estado hasta la implementación de políticas neoliberales que terminaron en el desastre.
Por lo tanto, la exhortación, muy española por cierto, de Ortega y Gasset, que mueve los resortes más realistas de la concepción del mundo conlleva algo de aquello que puede hacernos fracasar: el exceso de “cosa”, el exceso de materia concreta y cotidiana puede mostrarnos algo que aparece muy bien descrito en la literatura: lo siniestro. Esto es, el apego a lo más cercano que se emparienta con lo cotidiano y doméstico, este movernos entre las “cosas”, a veces se torna insoportable porque en esa esfera surge lo que Freud denomina, precisamente, “lo siniestro”.
De este modo, lo doméstico y realista conlleva ese aspecto de lo negado que retorna extraño y perturbador desde el lugar sereno de la casa y desde el orden cotidiano. Una mirada excesivamente realista puede desembocar en asfixia. Es necesario el oxígeno de las ideas, los sueños y las utopías. Tanta “cosa”nos volvió a los argentinos prosaicos, descreídos, desesperanzados, incapaces de trazar proyectos. Y en esa “cosa”aparece la cara de lo siniestro, la sombra de la frustración y del sinsentido. En suma, los ideales muertos.
Si bien es cierto, vía del idealismo (llamémosle así), puede caerse en la inacción, o en un purismo platónico reñido con todo principio de realidad, también es cierto que vía de una excesiva practicidad puede desembocarse en aquello enrarecido y siniestro a que aludimos antes. Por lo tanto, una dialéctica sostenida de teoría y praxis es la más congruente posición ante la historia y el sentido de la historia.
“¡Argentinos, a las cosas!”, fue y sigue siendo la frase de los sectores más reaccionarios, bástenos recordar que Mariano Grondona la continúa citando. Claro, las ideas deben ser propiedad de la elite, los demás, “¡a las cosas!”…. ¿para qué pensar?…
En el corazón de ese realismo desaforado se situó, tal vez, gran parte del agotamiento y del encierro español, encierro que denuncian los grandes escritores como Lorca, Cernuda, Cela, encierro que experimentamos nosotros también al no ser capaces de levantar los ojos y mirar las ideas que, como transcribe el famoso epígrafe de Sarmiento en su “Facundo”, son las únicas que no mueren.
- Liliana Bellone
Escritora