En la mañana del 23 de noviembre de 1974 –estos días se cumplieron cuarenta años- el cordobés Alejandro Mosquera bajó del avión en el aeropuerto El Aybal apurado por cumplir el mayor encargo que le había hecho el gobierno nacional al nombrarlo interventor de la provincia de Salta: designar al teniente coronel Miguel Gentil como jefe de la Policía provincial.
Mosquera se reconocía públicamente como “verticalista”, eufemismo que le servía para justificar el cumplimiento de cualquier orden de quien conducía entonces el movimiento peronista, la presidente María Estela Martínez de Perón.
Si bien el cordobés ignoraba las razones por las que el gobierno nacional había elegido a Gentil como jefe de la policía salteña, y no a su preferido el teniente coronel Antonio Domingo Navarro, no podía desconocer qué esperaba ese gobierno nacional de Gentil al frente de la policía, lo que el propio interventor compartía.
El ministro del interior Alberto Rocamora se lo había anticipado pocos días antes en Mendoza, y el decreto de intervención a los tres poderes de Salta, que se había dado a conocer el 22 lo había dejado en negro sobre blanco: era la “manifiesta ineficacia represiva” del gobierno provincial lo que justificaba, para el gobierno de Isabelita, que Miguel Ragone, electo con casi el 57% de los votos en marzo de1973, dejara de ser gobernador de Salta.
Así, la policía de Salta, y su jefe iban a cumplir una función clave en la intervención que se inauguraba. Con otras palabras, el gobierno nacional había intervenido Salta para hacer cargo a Gentil de una eficaz política represiva.
No bien ese sábado 23 de noviembre tomó posesión de su cargo en Mitre 23, Mosquera firmó el decreto con que lo designó como jefe de policía salteña. Treinta y siete años más tarde, durante el juicio por el homicidio de Ragone en el que Gentil resultó condenado como autor mediato de ese crimen, Mosquera reactualizó el argumento de la “obediencia debida” para eludir su responsabilidad: insistió que el nombramiento de Gentil había sido un pedido expreso de Rocamora.
Cuando asumió, Gentil no sólo tenía en claro su misión, también sabía que tenía numerosos instrumentos jurídicos y políticos que le iban a facilitar su tarea.
En efecto, menos de tres meses antes, el Congreso Nacional con la aplastante mayoría peronista había sancionado la llamada ley “antisubversiva” 20840, que empezó a permitir una amplia discrecionalidad en la represión, pues imponía penas de prisión a quienes por medios no previstos en la Constitución Nacional atentaran contra la paz social, lo que en concreto significaba que quien fuese encontrado con un volante de Montoneros en su bolsillo, podía ganarse dos años de cárcel.
La ley también penaba con prisión a los periodistas y medios que difundieran esos comportamientos “delictivos”, lo que significaba que a partir de ese momento y en relación a hechos de violencia política, sólo podían difundir los partes de prensa que emitían las fuerzas de seguridad.
Pero fue el estado de sitio – dispuesto el 6 de noviembre de 1974, pocos días antes de la intervención a Salta- fue el instrumento legal que le dio al nueve jefe de la policía salteña los mayores poderes para realizar una “represión eficaz”. El decreto firmado por María Estela Martínez de Perón le permitía detener, a discreción y sin intervención judicial, a sospechosos “subversivos”, y mantenerlos en prisión por tiempo indeterminado, obviamente con acuerdo del Ejecutivo Nacional.
Por si fuera poco, la intervención del Poder Judicial salteño había terminado de impedir cualquier posibilidad de que un magistrado salteño investigase la actuación de los policías provinciales.
Pero además, Gentil iba a contar también con los servicios de todos los oficiales que habían actuado en la represión en la dictadura que había concluido el 25 de mayo del 73, entre ellos Joaquín Guil, director de Seguridad, repuesto en sus funciones en octubre por el ya jaqueado gobierno de Ragone.
Con leyes sancionadas por el Congreso que le habían dado un poder inmenso a las fuerzas de seguridad –hasta el estado de sitio contó con su beneplácito indirecto, pues el Senado rehusó ponerle un límite temporal-, con una prensa a la que se le había prácticamente vedado producir y hacer circular información propia sobre hechos de violencia política, con una Justicia que ya no podía investigar a la policía salteña, Gentil comenzaba su tarea represiva.
Pero si todavía no estaba en claro contra quienes y hasta dónde el gobierno nacional estaba dispuesto a cumplir esa tarea, todo quedó despejado cuando en los primeros días de diciembre llegó a Salta el entonces interventor federal cordobés, Raúl Lacabanne y su jefe de policía, Héctor García Rey. No bien se bajó del avión, el brigadier se reunió largamente con Gentil, y luego almorzó con Mosquera, con Benito Atilio Moya, y otros fervorosos isabelistas, en un restaurante ubicado al lado del monumento a Güemes.
A los postres, el clásico cántico de “ni yanquis ni marquistas, peronistas” precedió a los discursos que, sin embargo, no pudieron escuchar los reporteros, pues un oportuno funcionario los invitó a retirarse antes de que se pronunciasen.
Qué se dijo entonces quedó vedado para siempre, lo mismo que el contenido de la larga conversación entre Lacabanne, García Rey y Gentil, pero algo pudo entreverse ese 3 de diciembre en un nuevo número de El Caudillo, revista que financiaba el ministerio de Bienestar Social de la Nación a pesar de que sus editoriales concluían con la frase “el mejor enemigo, es el enemigo muerto”.
El mismo Lacabanne aparecía entrevistado en esa nueva edición, y la revista le preguntó su opinión respecto de aquella amenazante frase editorial.
«Es evidente que cuando se trata de un enemigo de la Patria, un enemigo de lo más sagrado que es el pueblo, merece estar muerto. Nosotros no queremos la muerte de nadie, pero esto es una guerra y al enemigo hay que aniquilarlo», contestó.
No es posible encontrar algún repudio de funcionario del gobierno nacional, o de un legislador peronista de entonces, a esa declaración. Pero el 8 de enero en la ruta de Lesser apareció acribillado a balazos Eduardo Fronda, a quien muy pronto las mismas fuerzas de seguridad empezaron a calificar como un apátrida marxista –un enemigo- y el viernes 14 de febrero aparecía en El Encón el cuerpo destrozado del periodista de El Intransigente Luciano Jaime, que se había atrevido a informar sobre la muerte de Fronda sin seguir los partes oficiales.
En noviembre de 2014 –a cuarenta años de que se produjeron aquellos hechos- también es imposible encontrar una sola mención de funcionarios o de dirigentes peronistas contemporáneos acerca de la intervención federal al gobierno de Ragone, de la tarea que el gobierno de María Estela Martínez de Perón encomendó a la gestión Mosquera, y de los discursos públicos que, que con anuencia de un gobierno surgido de elecciones, anticiparon la muerte del “enemigo”. ¿No era hora de recordar esa historia?
- Andrés Gauffín, periodista
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