El pronunciamiento por medio de una Carta Abierta de prestigiosos intelectuales sobre los alcances del conflicto entre el Gobierno y el campo ha tenido larga repercusión. Esta vez fue el centro del debate de “Medios de comunicación y lenguajes políticos en el siglo XXI”, que protagonizaron periodistas e intelectuales salteños convocados a fines de julio por el Instituto de Investigación Social, Económica y Política Ciudadana (ISEPCi).
Debido a la profundidad de algunos temas que se tocaron, y porque el debate en que está sumida la Argentina merece trascender los diferentes espacios sociales, me permito traer a consideración algunas reflexiones –ya sea para compartir o disentir– que planteó el historiador Rubén Correa. No pude estar en las intervenciones de Daniel Ávalos y Héctor Alí, los otros integrantes de la mesa.
La intervención del historiador salteño Rubén Correa alumbró con agudeza crítica muchas zonas de las tensiones sociales que están en juego hoy, como el papel de los intelectuales y de los medios de comunicación en la práctica política y social. Sin embargo, en su ánimo de anunciar “malas noticias” para intelectuales, sociólogos y comunicadores sociales, Correa desestimó un aspecto: que el análisis de la realidad a través de la pasión y de un rígido posicionamiento político también es “una mala noticia”.
Recortes de la realidad
No le faltó razón a Correa al exigir que los “intelectuales deben cerrar la brecha entre lo que se dice y lo que se hace”; mucho menos al hablar de los “intelectuales teñidos de modas”, esos que recortan la realidad según los marcos teóricos de un autor de moda casi siempre europeo: Foucault, Bordieu, Marx, etc.
Pero no podemos acompañar estos criterios sin distinción, porque se corre el peligro de una práctica también de moda: el vaciamiento de los conceptos. Al decir intelectual no deberíamos referirnos a los que hacen de las teorías una fórmula, sino a aquellos que introducen los cuestionamientos tangibles a la realidad en la que participan.
Al silenciamiento de los intelectuales hemos ayudado todos en los países latinoamericanos, tanto los gobiernos, como los comunicadores sociales y los mismos intelectuales. Pero no habría que olvidar lo que pensadores como Habermas (hablando de europeos), han discernido: el intelectual puede pecar tanto por su poca participación en lo político como por su demasiada participación.
En este caso, la historia revela que los intelectuales no siempre eligen la más noble tendencia política, se sabe de Heidegger, Schmitt, ligados al nazismo, y de otros encolumnados con Stalin, por ejemplo. Entonces, ¿qué esperamos cuando reclamamos el compromiso de los intelectuales? ¿Desde qué lugar lo hacemos?
Lenguaje político y social
Lo que debería ponerse en juego es la posibilidad de su participación en el debate público; la vinculación de la filosofía en la vida pública, por ejemplo; la posibilidad de iluminar con honestidad y responsabilidad las tensiones sociales a partir de hacer de los lenguajes político y social un espacio plural. Se puede, por supuesto, pedirle mucho más a un intelectual, pero con el riesgo de expulsarlo de su universo disciplinario, o caer en la tentación de borrar los límites entre las esferas del saber y del poder.
Universos disciplinarios, por demás, que no quedan claros; periodistas que hacen de policías, medios que constituyen en las familias una función educativa, o que juegan a las profecías sociales y políticas. Me atrevo a decir que estos y otros motivos fueron las causas de que Rubén Correa anunciara las “malas noticias” para los comunicadores: “los medios de comunicación no crean la realidad y como intelectuales son limitados”, afirmó.
Las malas noticias para los medios
Pero podría existir otra “mala noticia” para Correa, para todos en definitiva, los medios no crean la realidad, pero la condicionan. En este punto siempre está el peligro de hablar de los medios como una entidad abstracta, pero los medios lo son en tanto los discursos y lenguajes que ponen en práctica. Discursos que constantemente están llenando de sentido la realidad colectiva e individual, discursos que van dirigidos –en una suerte de misión mesiánica– a un “sujeto líquido” (si se permite la metáfora) en espera de participar de un suceso sin ser capaz de generarlo él mismo. Y quién no sucumbe a la eficaz fórmula de “más vale hombre informado que hombre pensado”.
Por otra parte, con respecto al alcance de los medios podríamos aplicar aquello que Ortega y Gasset define como “vigencia” o “dogma social”, referido a la creencia colectiva. Apunta Ortega: “Se dice de una ley que es vigente cuando sus efectos no dependen de que yo la reconozca, sino que actúa y opera prescindiendo de mi adhesión. Pues lo mismo la creencia colectiva para existir y gravitar sobre mí y acaso aplastarme, no necesita que yo, individuo determinado, crea en ella”.
De vuelta al papel de los intelectuales. Es Bernhart Reich, según el Diario de Moscú de Walter Benjamín, quien lo lleva a reflexionar sobre “cómo la intelectualidad francesa, precursora de la Gran Revolución, pudo ser relegada inmediatamente después de 1792 para convertirse en instrumento de la burguesía”. Benjamín trata, por supuesto, de ofrecer una explicación a la luz del marxismo y sopesa la idea de que “la historia de los intelectuales debería ser planteada (…) de un modo funcional, relacionándola estrechamente con una historia de la incultura”. De este modo los “intelectuales no aparecerían siempre como un simple ejército de renegados (…) sino como línea de avanzada de la incultura”.
Dicotomías no perceptibles
Tal vez sea desde esta perspectiva cultural que el intelectual pueda actuar con sinceridad, propiciando, como se ha dicho, el encuentro entre lo heroico y lo cotidiano, lo trascendental y lo frívolo, lo erudito y lo inculto, lo políticamente correcto y lo fuera de juego; dicotomías no tan perceptibles hoy. Por demás, otro borramiento en el que colaboran los medios de comunicación.
La dificultad para generar espacios legítimos de reflexión crítica es un gusano que roe los discursos latinoamericanos. Podríamos, con prisa, explicarlo a partir de lo que José Lezama Lima llama la pereza del hombre americano, en ese complejo de no poder explicarse su procedencia, de ser algo inacabado. Pero lo cierto es que la constitución de un lenguaje político y social americanos, ha sido la ganancia más angustiosa que dejó la transculturación.
Sinceramente, dudo de que los sistemas teóricos o incluso los argumentos puedan definir los cambios sociales, pero sí nos pueden ayudar a comprender una porción de la realidad. Y esto es estar más cerca de la libertad, pero no esa que se gana con fervor y por el mismo fervor se vuelve volátil, sino una más utópica que se descubre a través del tiempo.
“Heces de odio”
Hace muchos años descubrí, entre otras ideas, en un libro de un joven pensador cubano, Emilio Ichikawa, una reflexión de Martí que solo ahora alcanzo a comprender. Pertenece a sus Cuadernos de Apunte y aparece después de esta frase: “Ni una hora de descanso en la tarea de fomentar la patria”. Y aunque tal vez responda al criterio del editor, el espíritu de Martí admite que seguidamente aparezca esta reflexión suya:
“Pero no excitándola, no conmoviéndola estérilmente, no sacudiéndola de las heces de odio que hayan podido dejar en ella sus amarguras, sino transformándolas, por obra de superior virtud política, en los sentimientos de franca concordia y de noble respeto que son indispensables para amasar un pueblo que tiene el tronco en enemistad con las raíces”.
En resumen, me atrevo a decir que las “malas noticias” de Correa, están amparadas por una muy buena noticia: a raíz del llamado conflicto Gobierno-campo, diversos sectores sociales se han visto en el compromiso de reflexionar sobre problemáticas postergadas por los centros de poder. Y aunque hablar de diálogo es todavía un optimismo que no debe abandonarse, al menos son un hecho el debate y la posibilidad de esclarecer los discursos de las prácticas políticas y económicas. Intelectuales o no, la responsabilidad social es una deuda que la democracia da la posibilidad de saldar.
Idangel Betancourt
idangel@gmail.com
- Nota: La Carta Abierta (www.cartaabierta.es.tl), firmada por más de 750 intelectuales, fue presentada en la librería Gandhi de Buenos Aires en el mes de mayo por una mesa conformada por Horacio Verbitsky, Nicolás Casullo, Ricardo Forster y Jaime Sorín. Y la avalan firmas como la de David Viñas, Norberto Galasso, Noé Jitrik, Horacio González, José Pablo Feinmann, entre otros nombres importante de la intelectualidad argentina.