Tendremos que admitirlo con dolor y sin rodeos: durante la mayor parte de los dos siglos que conmemoramos, la Argentina fue una casa dividida. Lo sigue siendo. Nuestras antiguas disensiones, discordias y fisuras no desaparecieron: mutaron, adquirieron nuevos rasgos y aún permanecen abiertas como llagas.
No parecemos dispuestos a reconocer un pasado y un destino común ni aún en el momento en que vamos a celebrar nuestra mayoría de edad como país. Preocupa que no podamos ponernos de acuerdo en un balance de la herencia recibida ni en una visión de país compartida. Es grave que tampoco podamos coincidir en pequeños detalles.
Con el Bicentenario echado a andar, no hay coincidencias sobre el sentido de este acontecimiento ni en la fecha en que debe festejarse. Tampoco en el tono, contenido y criterios para organizar la celebración.
No sólo hay dificultades para acordar un programa de festejos no crispado, no sesgado ni excluyente. No podemos siquiera concertar actividades, feriados, protocolos, horarios y escenarios. Llegamos al Bicentenario con un campo minado de confusión y equívocos que provoca creciente indiferencia y perplejidad en la mayor parte de los argentinos.
Erró Roque Sáez Peña cuando, en 1906, dijo que si Europa tenía un gran pasado, la Argentina tenía “un gran futuro”. Equivocó Perón su profecía porque el año 2010 no nos encuentra unidos, sino envueltos en discordias. Tampoco, dominados, porque la pérdida de relevancia internacional de la Argentina se profundizó.
En momentos en el que los antagonismos deberían atemperarse para dar paso al homenaje a los sucesivos forjadores del país, algunos, armados de la dialéctica amigo- enemigo, parecen empeñados en desplegar pasión y energía en profundizar y atizar la división de las dos Argentinas, negando hacer de ella nuestro hogar común.
Por una parte, se escuchan voces más altisonantes que sensatas que, en nombre de antiguos litigios y de reparación de agravios, llaman a no celebrar y a boicotear el Bicentenario con parecidos argumentos a los desplegados en 1992 para rechazar el Quinto Centenario.
Están aquellos que, adjudicando carácter “porteño” a los acontecimientos de 1810, relativizan la importancia de esa fecha para afirmar que la auténtica partida de nacimiento de la Argentina es la fechada en Tucumán en 1816, proponiendo postergar seis años esta celebración, para dedicarla al “verdadero” Bicentenario.
Como si todo esto no fuera suficiente, están los que, con alegatos ideológicos, recusan la Argentina del Centenario en la que ven la expresión decantada del “régimen oligárquico y dependiente”, olvidando que el Centenario fue el pórtico de la mayor reforma política, la que abriendo las puertas al saneamiento de las prácticas electorales, puso fin a la indiferencia electoral del 90% de los ciudadanos.
En 1886, en un relato de ficción, Paul Groussac imaginó pletórica la Argentina de 1910 y dibujó el perfil de un futuro presidente que asociaba “sin mezquindades ni rencores, a todos los partidos y sus hombres (…) en la obra colectiva y el triunfo final”.
Por otra parte, no ya el encono, pero si el silencio, rodea hoy el recuerdo de la conmemoración del Sesquicentenario, en el año 1960 durante la presidencia de Frondizi. A semejanza de la de 1910, aquella conmemoración dejó un vasto y sólido repertorio de textos históricos que incluyó la edición de obras monumentales como la Biblioteca de Mayo y el Mayo Documental.
Ese año Frondizi, acosado por hostilidades cruzadas, al lanzar un mensaje de concordia, expresó que “la Nación está más allá del espíritu faccioso, más allá del interés parcial de los sectores, de las clases sociales y de las regiones que integran su geografía”.
“La Nación es el bien común, el pasado, el presente, el porvenir. Para defender y engrandecer la comunidad nacional, se deben deponer las consideraciones partidistas, perfectamente legítimas, siempre que no pongan en peligro la existencia misma de la Patria”, explicó Frondizi en el momento en que se intensificaban las pugnas sectoriales.
Ya no necesitamos dirimir nuestros pleitos en el campo de batalla, añadió Frondizi quien, quince meses después y en un rebrote de ese siempre latente espíritu faccioso, fue derrocado y encarcelado. Siglo y medio después de Mayo, una de las pocas leyes vigentes era, al decir de Joaquín V. González “la ley fatal de la discordia y la guerra civil”.
Al momento de hacer el balance crítico de esos primeros cien años, Joaquín V. González encontró una constante o “ley histórica”, que atravesó más de la mitad de ese siglo: la del odio, la discordia y las querellas fratricidas, responsables de la despoblación, la pobreza, la incultura, el aislamiento, los personalismos despóticos y del retraso de la cultura y de la prosperidad del país.
Con ese “inventario sistemático”, no se propuso “entonar un canto a la grandeza material ni a la gloria militar”. Tampoco ocultar errores o disimular defectos de una sociedad “donde la libertad tarda en brotar” y en la que odio encuentra tierra fértil. Intentó que aprendiésemos lecciones del pasado no ostentando glorias y méritos pasados para eludir responsabilidades presentes.
Ortega y Gasset en Meditaciones del Quijote, luego de admitir que los españoles ofrecían “a la vida un corazón blindado de rencor”, observó que la “morada íntima” de éstos había sido “tomada hace tiempo por el odio, que permanece allí artillado, moviendo guerra al mundo. Ahora bien: el odio es un afecto que conduce a la aniquilación de valores”.
No se trata de abogar por la equivocada idea de unidad nacional, confundida con unanimidad y hegemonía de una parcialidad política, resultado del predominio de una de las dos Argentinas y de la supresión de la otra. Una democracia no consiste en unirse suprimiendo diferencias, sino “en el arte de saberse dividir”.
Aunque nuestra Constitución proporciona marcos para hacerlo, recordar que el primer acuerdo al que debemos llegar es el referido a las reglas de juego para disentir. “Cuando los ciudadanos se muestran recíprocamente corteses a pesar de sus divergencias, demuestran que ellas son menos importantes que su decisión de seguir siendo conciudadanos.”
Apelando a la parábola de la casa dividida, al comenzar la guerra civil en Estados Unidos, Lincoln advirtió que su país no podría durar mucho tiempo si seguía siendo una sociedad quebrada en dos. “Una casa dividida contra sí misma no puede sostenerse”, es asolada y luego cae, recordó.
Una Argentina hecha de exclusión y encono, de amigos y enemigos, tampoco podrá sostenerse. En este Bicentenario luchan sentimientos e imágenes contradictorias: “el miedo a caer” y “la esperanza de subir”, que Tocqueville consideraba motor de sociedades libres. Para Borges, “el porvenir será obra de nuestra fe”.
A nosotros nos toca, anotó Joaquín V. González, “acaso por un mínimo toque de corrección”, que la esperanza de un país mejor por el cual lucharon nuestros mayores prevalezca sobre esa visión pesimista de una Argentina quebrada, frustrada y abatida.
- El texto “Dos siglos con una casa dividida” se publicó como carta editorial del número del mes de febrero de 2010 de la revista “Todo es Historia”, fundada en 1967 por el doctor Félix Luna y ahora dirigida por María Sáenz Quesada.