Días pasados, leí en una carta publicada en el matutino La Nación, cierto aporte del doctor Eduardo Padilla Quirno sobre el posible trastorno psiquiátrico del copiloto que estrelló en forma voluntaria el avión de Germanwings en los Alpes franceses, perturbación que el citado profesional identifica con el “Síndrome de Amok”, ya definido, según explica, por la Organización Mundial de la Salud.
Como una vez más la naturaleza –la humana en este caso- parece haber copiado en forma trágica al arte, es de recordar la novela de Stefan Zweig (1881-1942), precisamente titulada “Amok”. Redactada en Salzburgo, en la residencia de Kapuzinerberg que adquirió en 1918: un pabellón de caza construido en el siglo XVII por uno de los príncipes-arzobispos de la diócesis fundada por San Ruberto, como en su nota “La montaña de los capuchinos” lo ha comentado Mario Vargas Llosa (La Nación, 11 de septiembre de 2004).
“Amok” se dio a conocer por primera vez en 1922 en un periódico vienés y poco después fue publicada en libro. Hasta no hace mucho podía hallarse en las librerías de viejo porteñas algún ejemplar con la traducción castellana de Pedro Salazar Díaz, correspondiente a la edición realizada en Buenos Aires, para la colección “Biblioteca las grandes obras”.
Al igual que el resto de la labor literaria del humanista y pacifista austriaco de origen judío -visitante en dos oportunidades de la Argentina- y en especial sus notables biografías noveladas y sus “Momentos estelares de la humanidad”, también esa historia de un irrefrenable deseo carnal fue muy leída y comentada en su tiempo. Sin duda uno de los atractivos corresponde a los abundantes elementos de cariz psicológico que la nutren y la tornan intensa; y respecto de esto último será de recordar la amistad del autor con Sigmund Freud cuyos restos despidió con expresivas palabras en el crematorio de Londres, el 26 de septiembre de 1939.
El argumento de “Amok” versa sobre las vicisitudes de un médico de Leipzig radicado durante años en las colonias insulares holandesas del sudeste asiático, en la actual Indonesia. Movido por una pasión enfermiza y no correspondida por una mujer inglesa recién llegada a esas latitudes y para mantener el inconfesable secreto: un aborto, que la llevó a la muerte de la que de algún modo se sentía responsable por omisión el protagonista, termina suicidándose.
Aparte del nudo central hay otros aspectos que se desprenden de él y resultan demostrativos de la idiosincrasia de los europeos afincados en las colonias y en especial del desprecio que sentían por los naturales de esas tierras. Así en un parlamento entre el médico y el personaje del narrador, sostenido a bordo del trasatlántico “Oceanía” que en 1912 los conducía de retorno al Viejo Mundo, aquél justificaba su deseo sexual patológico hacia la dama británica manifestando con inocultada soberbia racial que “…las mujeres altivas y aparentemente frías me han dominado siempre…
Pero a ello se sumaba entonces la circunstancia de haber vivido siete años sin ver a una mujer blanca, sin haber conocido la resistencia femenina…ya que las muchachitas de allí, aquellos animalitos gorjeantes, que tiemblan de respeto, cuando las toma en sus brazos algún hombre blanco, que siempre se hallan dispuestas a servir, , con su modestia y su risa, esas muchachitas no cuentan para nada y sólo consiguen satisfacerle a uno el apetito de placer, por sus modales de esclavas”.
En otro pasaje del libro, Stefan Zweig fiel a lo que alguna vez expresó en el sentido de que “en la historia de una vida sólo se cuentan los momentos de tensión, los decisivos” , describe por boca del protagonista la experiencia de haber sentido en carne propia “la especie de acceso comparable con la locura, como de quien corre el amok” ; el síndrome de esa suerte de embriaguez asesina de los malayos que van matando a los que encuentran a su paso: “… una locura, una especie de hidrofobia humana, un ataque de monomanía homicida y loca que no puede compararse al alcoholismo”.
Esa temática de escrutadas pasiones, infamia y efecto devastador del antiguo adulterio de la mujer que culminó con su muerte, sumada al ambiente de exotismo que las despertaban y exacerbaban, constituyó pronto un desafió para el cine y el director gaditano Antonio Momplet realizó en México, en 1944, la versión cinematográfica de la novela con la actuación de María Félix y Julián Soler.
Valga anotar finalmente que Stefan Zweig y su segunda esposa y ex secretaria, Charlotte Elizabeth Altmann, decidieron quitarse la vida en un hotel de la brasileña ciudad de Petrópolis, el 22 de febrero de 1942. Una dramática decisión que tomaron al ser testigos y saberse potenciales víctimas de la otra locura homicida: la del nazismo que derrumbaba ante sus ojos los cimientos culturales y éticos del mundo de la niñez y juventud del escritor, valores ya conmovidos por la Primera Guerra.
Es que al creador de “24 horas en la vida de una mujer” –otra de sus novelas de gran éxito en su tiempo- le tocó presenciar cómo el horizonte previsible y ordenado del imperio Austro-Húngaro había colapsado: “Nací en 1881, en un imperio grande y poderoso –la monarquía de los Habsburgos- pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro” , se lamentó dándose a la tarea de rastrear vivencias.
Todo un duelo por ese orbe sin mayores sobresaltos políticos para la burguesía vienesa a la que pertenecía, previo a la hecatombe moral representada por la violencia bélica desatada por los totalitarismos; propiamente una nostálgica evocación del “El mundo de ayer” llevada a cabo en las páginas de la autobiografía así titulada escrita en el exilio brasileño y que se publicó en forma póstuma con el subtítulo “Memorias de un europeo”.
- Carlos María Romero Sosa, escritor y abogado
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