El Instituto Moisés Levensohn y el Centro de Estudiantes de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Salta organizaron unas jornadas por el Bicentenario de la Revolución de Mayo que debieran traducirse en una incitación colectiva. Pensar la refundación de la república, tal como titularon la actividad, es un ejercicio cívico que debiéramos esperar que se reproduzca entre los salteños.
Es necesario recuperar una juventud interesada en el rumbo del país y comprometida con la reconstrucción del Estado. Hace tres décadas, las sombras de la dictadura militar no solamente hicieron desaparecer 30.000 argentinos, sino que el terror instaurado repercutió de manera directa en una juventud que desde temprana edad participaba en la forja de su destino y ganaba las calles propugnando cambios radicales. La obligaron a abandonar el pensamiento.
1.910 contó con la presencia de la española Infanta Isabel de Borbón y prevalece en la memoria de aquella época la idea de un país pujante y con marcado optimismo. No solamente nos desarrollábamos económicamente al compás de los avances europeos, sino que la cultura explotaba con las visitas de Jacinto Benavente, Ramón del Valle Inclán, Georges Clemenceau, Anatole France, Jean Jaures.
La base de participación política se ampliaba. Ese año había asumido con presidente Roque Sáenz Peña, sucesor de Figueroa Alcorta, quien dos años después instauraría el voto universal, secreto y obligatorio y desterraría el fraude conservador. La abstención ética del radicalismo también había contribuido al cambio. Sin embargo,
a un siglo de distancia, algunas exigencias se reproducen. Los argentinos de principios del siglo XX clamaban por que se cumpliera la Constitución Nacional tal como la habían concebido los constituyentes de 1.853.
Argentina representaba en aquella época el 35% del total del PBI de América Latina –hoy no alcanzamos el 13%- y su economía crecía con mayor intensidad que la de Estados Unidos. La inmigración de europeos alcanzaba picos notables por sus mejores salarios y hasta 1.930 fueron casi 5 millones y medio los que arribaron a nuestro
país en búsqueda de nuevos horizontes.
Distintos avatares, económicos e institucionales, provocaron el retraso y dejamos de metas y deseos soñados por promotores ilustres. No es posible pensar en la refundación de Argentina si no ejercitamos la memoria y encontramos las causas de los tropiezos.
El siglo pasado tuvo vértigo inusitado con dos guerras mundiales y transformaciones tecnológicas, políticas y económicas –conocimos así la depresión, el desempleo y la hiperinflación-. Entre la primera y la segunda conflagración vimos nacer al comunismo como sistema de organización social, que ejerció influencia en todo el mundo y provocaría respuestas de occidente.
No es casual que la CIA propiciara el asalto militar a los gobiernos latinoamericanos con la excusa de evitar la expansión del marxismo. Los efectos colaterales de estas estrategias no solamente acarrearon aberrantes violaciones a los derechos humanos sino la devaluación institucional y la implementación de recetas económicas que condujeron a la retracción de la industria y el regreso al modelo agroexportador argentino.
Aún así, no podemos negar que existió auge en el mundo y que este, con matices, se derramó en casi todo el orbe. Incorporamos entonces las industrias que hoy se encuentran jaqueadas por oscilantes decisiones políticas. La estructura social se complejizó para luego detenerse el movimiento social ascendente que permitió el surgimiento de una amplia clase media en los ´50 y ´60.
Es evidente que los niveles de desarrollo se han relativizado y que el conocimiento ha perdido prioridad al momento de diseñar el proceso de refundación. Argentina gozó de un precoz desarrollo de su sistema educativo que generó científicos de fama internacional para luego sumergirse en la mediocridad. Debemos revertir esta inercia negativa permitiendo que cada ciudadano pueda desarrollar sus capacidades hasta alcanzar niveles de excelencia.
La economía mundial ha mostrado inestabilidad hacia finales del milenio. Fenómenos como los efectos “Tequila” o “Arroz” hablan de los condicionamientos a los que nos somete la globalización, y de la necesidad de blindar al país de los efectos de la política exterior potenciando al máximo el crecimiento productivo.
El sistema republicano padece una severa crisis. Los excesos del esquema presidencialista no se han atenuado y el Poder Ejecutivo signa el derrotero del Congreso de la Nación hasta esterilizarlo en su facultad de control de los actos de gobierno. También contamina a la Justicia, que se ha mostrado ineficiente para combatir el alto índice de corrupción que genera inseguridad jurídica.
Tenemos una sola certeza en el diagnóstico: Los beneficios del progreso no llegan a numerosas las poblaciones. Más de 240 millones de personas son pobres en América Latina y la mitad de ellas son indigentes. En Argentina, a excepción de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el promedio de pobreza alcanza el 40% y la indigencia un
15%. Más del 30% carece de obra social y las tasas de empleo y subempleo, acumuladas, trepan al 35%. La ética de la solidaridad es una deuda pendiente y el federalismo también.
Enfrentamos grandes desafíos sociales, económicos y políticos en la alborada del siglo XXI: Fortalecer la institucionalidad, aumentar la competitividad productiva y consolidar la integración regional. Sin embargo, hay uno que resulta excluyente: Debemos atacar con mayor decisión a la pobreza. Cualquier crecimiento que no expanda
las oportunidades a la mayoría de los habitantes habrá fracasado, pues no podrá resolver el problema del desempleo ni absorber productivamente el incremento de trabajadores.
La solución deberá incluir entre sus beneficiarios a los sectores más relegados: mujeres, niños, ancianos, discapacitados y minorías raciales y étnicas. Ninguno de ellos participó del primer grito independista en 1810 y esperan su oportunidad para aportar a la grandeza de Argentina.