Toda ciudad es un conglomerado de cuerpos, memorias y formas de vida. Se dice que Mar del Plata fue arruinada por el peronismo, que instaló allí sus hoteles sindicales, sus arrebatos de masas y su roña criolla precisamente donde la oligarquía argentina había decidido construir sus palacios de verano (Cannes, tomada por la horda primitiva).
En Mar del Plata, sobreviven todos los conflictos, que son precisamente la persistencia de memorias enemigas: la ciudad de Victoria y de los Anchorena, pero también la de los habitantes permanentes con sus delirios de pertenencia y propiedad y los turistas de otra parte.
La mayoría de quienes aman Mar del Plata prefieren visitarla fuera de temporada, cuando, dicen, «la negrada del interior» todavía no ha desembarcado en sus playas. En esa perspectiva, la horda primitiva sería un mal (económicamente) necesario que mejor es no tener frente a los ojos y las narices.
En Mar del Plata, los playistas, atravesando quién sabe qué rizos temporales desde pasados remotísimos y latitudes insospechadas, se instalan en la playa, hacen campamento, distribuyen viandas, retozan con sus perros y hasta se desnudan en la greda de los acantilados.
No puede decirse de los turistas marplatenses que sean, como Celina, Mauro y sus amigos en «Las puertas del cielo», el cuento de Cortázar, «monstruos». Ojalá pudiera ser así, decirse todavía eso (pero hemos perdido hasta esa posibilidad aristocratizante).
Ellos son el público de los verdaderos monstruos, que son los que atiborran los escenarios marplatenses con sus tics y sus pasos de comedia, sus cirugías compradas por docena, sus implantes a punto de explotar y su incapacidad para ocupar el cielo: el público (lo sepa o no), quisiera sueños y ellos le ofrecen pesadillas.
Frente al mar inmenso, la muchedumbre piensa en las estrellas del cielo, del que sabe que su cuerpo múltiple ha sido expulsado (para trabajar, procrear, y sostener el mundo en sus espaldas).
Lo que a la noche ve el público (lo sepa o no) le quita las ganas de seguir soñando. Mar del Plata ofrece basura como espectáculo teatral y muertos-vivos en lugar de estrellas.
En Mar del Plata, convertida en teatrillo metropolitano durante algunos meses, está todo mezclado y ésa es la gracia: los chetos marplatenses y los negros de provincia, la chata roñosa y la 4×4 de la estancia, la Bajada del Torreón y las playas de la Dictadura (Punta Mogotes), Alem y Constitución, la rambla de La Perla y el nuevo Provincial.
Pero sobre todo las pieles, la superficie mestiza, el derrame corporal sobre la tierra que tiembla de goce, la inelegancia de los cuerpos en uso y prontos para el tacto. Por eso apena y subleva el horror de la noche, los monstruos sueltos sobre el escenario, repitiendo sus acostumbrados gestos sin grandeza, la carne sin gracia, tumefacta, en la que cada centímetro de piel y cada gota de sudor ha sido tasada a precio de saldo: cuerpos-mercancía en los que el valor de cambio ha aniquilado por completo al valor de uso.
Cualquier playa puede tener algún encanto, pero Mar del Plata tiene mucho más, porque lo tiene todo, es excesiva: al cuerpo ciego alejandrino, al cuerpo ascensional carioca, agrega el cuerpo táctil de la horda y el cuerpo-mercancía de los monstruos.
Daniel Link
Revista «Ñ»
Sábado 9 de enero de 2010