Las noticias sobre la proliferación de linchamientos a ladrones, “motochorros” y carteristas, llevados a cabo por vecinos enfurecidos, que dicen estar hartos de la inseguridad y la violencia, inundan hoy las pantallas televisivas en la Argentina. En el análisis de esos acontecimientos, se corre el riesgo de descontextualizar las cosas y creer que la violencia y la inseguridad se reducen a los robos y arrebatos, sin tener en cuenta que estos flagelos se inscriben en una serie más amplia donde también habitan otros tipos de violencia, incluidos, por supuesto, los linchamientos.
La violencia de género, la violencia en el fútbol, la violencia en el tránsito, las peleas entre vecinos, los homicidios en riña y las más diversas formas de psicopatías e intolerancias que pululan en la superficie contemporánea van en la misma dirección que aquellas violencias de las que hoy los vecinos se quejan y por las cuales reaccionan linchando. Paradójicamente, los reclamos contra la violencia se efectúan desde las mismas posiciones subjetivas que dan origen a la violencia de la cual nos quejamos, es decir, desde posiciones en sí mismas violentas y desenfrenadas.
Matar a un ladrón a patadas no sólo es consustancial y armónico a la violencia que se intenta desterrar, sino que implica un desenfreno de la agresividad y de la pulsión muerte, es decir, una modalidad de goce en la destrucción y en el aniquilamiento del otro, una abolición de los límites y ordenamientos simbólicos. En realidad lo que se pone en juego en el linchamiento es la propia tensión agresiva que es proyectada en el espejo del otro, en este caso el ladrón, desde donde retorna a partir de un fenómeno de identificación imaginaria con el congénere. La propia agresividad y la propia violencia son reactualizadas en el espejo del semejante, desencadenándose de este modo la furia y el descontrol agresivo. Es lo que se lama la relación paranoide.
Pero la atención puesta exclusivamente en hechos aberrantes y repudiables, pueden hacernos perder de vista las condiciones profundas, esa otra violencia estructural, que instala la base para que se produzca la violencia visible y que hace que los crímenes, los robos violentos, los ajustes de cuenta, el narcotráfico, la desaparición y la trata de personas tengan un aumento considerable en el mundo contemporáneo.
El filósofo esloveno, Slavoj Zizek, habla de tres tipos de violencia que es necesario diferenciar: la “violencia subjetiva”, visible, que constatamos a diario en las calles, ejercida por toda una caterva de delincuentes y personalidades psicopáticas que producen inseguridad y temor, pero que no son ajenos al mismo cuerpo social que los repudia. Dice Zizek que el horror sobrecogedor de los actos violentos y la empatía con las víctimas funcionan como un señuelo que nos impide pensar y avizorar el problema. Muchas veces pedimos un control y una regulación del desborde contemporáneo desde posiciones subjetivas que facilitan la instalación de aquello mismo que se pretende controlar.
La indignación centrada en las formas de la “violencia subjetiva”, visible, distrae nuestra atención del auténtico problema, tapando otras formas de violencia y haciéndonos participar por lo tanto de ellas. Dice Slovan Zizek: “La lección es, pues, que debemos resistirnos a la fascinación de la violencia subjetiva, de la violencia ejercida por los agentes sociales, por los individuos malvados y las multitudes fanáticas: la “violencia subjetiva” es, simplemente, la más visibles de las tres”. Otro tipo de violencia es la que ya de por sí conlleva el lenguaje, la “violencia simbólica”, no sólo porque los discursos dominantes dirigen en cierto modo el curso de la subjetividad e imponen un universo de sentido y una masificación de las conciencias, sino también por lo que implica de por sí la imposición misma del código de la lengua, la aceptación de la convención, eso que Heidegger llama “la casa del ser”, el sometimiento del sujeto humano a una arbitrariedad sobre la que se edifica la cultura. Este tipo de “violencia” simbólica es, desde luego, inevitable e inherente a la condición humana.
La tercera violencia, que es la que aquí nos interesa, es la “violencia sistémica”, aquella violencia no visible, subterránea, que subyace a toda “violencia subjetiva” y que tiene que ver con el funcionamiento mismo de los sistemas económicos y políticos, es decir, con las condiciones actuales del capitalismo en su fase financiera-especulativa, con su estructura circular, como un discurso sin pérdida.
Por ejemplo, es sabido que el narcotráfico no deja de ser consustancial a las lógicas del mercado y que constituye, al igual que el tráfico de armas, uno de los pilares estructurales sobre los que se asienta la actual economía neoliberal, entidad que produce la caída de toda consideración humana que no sea el beneficio económico a cualquier precio, sin contemplación alguna por la vida o la muerte. La caída del sentido es estructural a esa lógica neoliberal donde el único “amo” a la vista es un “amo” impredecible y errático, el mercado, incapaz de abrochar una significación y una razón en el acontecer humano. Esa falta de un significante que imponga un orden de sentido, es lo que Alain Badiou llama “mundos atonales”.
El actual crimen organizado, las bandas delictivas, las mafias del narcotráfico, los focos de corrupción reinante en las administraciones de los gobiernos de los países, la trata de personas, el negocio de la guerra, los homicidios, etc., son hoy la consecuencia lógica de esa violencia sistémica que instala las condiciones para que la violencia subjetiva se produzca.
Afirma Zizek: “Es la danza metafísica autopropulsada del capital lo que hace funcionar el espectáculo, lo que proporciona la clave de los procesos y las catástrofes de la vida real. Es ahí donde reside la violencia sistémica fundamental del capitalismo, mucho más extraña que cualquier violencia directa socio-ideológica precapitalista”.
Claro que ningún poderoso de la tierra se siente partícipe o artífice de esa violencia sistémica. Dice Zizek: “hoy en día las figuras ejemplares del mal no son los consumidores normales que contaminan el medio ambiente y viven en un mundo violento de vínculos sociales en desintegración, sino aquellos que, completamente implicados en la creación de las condiciones de tal devastación y contaminación universal, compran un salvoconducto para huir de las consecuencias de su propia actividad, viviendo en urbanizaciones cercadas, alimentándose con productos macrobióticos, yéndose de vacaciones en reservas de vida salvaje, etc.”. Y si actualmente se invaden países con el sólo propósito de la apropiación del petróleo y otros recursos naturales, ¿cuál es la razón del hombre común para no delinquir?, ¿cuál es el punto de detención al desencadenamiento contemporáneo?, ¿en dónde reside la legitimación de un sentido?
Caen hoy la función de los Estados nacionales, los consensos simbólicos, el sentido de la Política, etc. La violencia, el despliegue del crimen organizado, las bandas mafiosas, el narcotráfico, etc., no dejan de ser el resultado de una lógica dominada por la errancia del mercado, la desregulación, la ausencia de parámetros estables, donde cada cual se siente autorizado a obrar sin consideración alguna por el Otro.
Repudiar y horrorizarnos de los crímenes resonantes que ocupan las tapas de los diarios y de los informativos televisivos, crímenes cometidos por delincuentes comunes, no debe hacernos perder de vista esa otra violencia, la sistémica, que es la causa de que hoy algunas ciudades en el mundo comiencen a volverse inhabitables.
- Antonio Gutiérrez, escritor
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