En octubre de 1996 y nada menos que ante la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), Gabriel García Márquez pronunciaba su discurso sobre “el mejor oficio del mundo”, que desde entonces es, o debería ser, de lectura obligatoria para cualquier periodista que se inicia o que quiera preciarse de tal. El autor de “Cien años de soledad” evoca allí las viejas redacciones, los cafés y las parrandas de los viernes donde el periodista no sólo aprendía el oficio, sino también se apropiaba del mínimo bagaje cultural con que debe contar quien desee vivir de escribir noticias.
García Márquez estaba convencido que el periodismo es algo parecido a un arte, un arte realista que consiste en escribir de los hechos, tales como sucedieron. Un arte en el que la primera urgencia del cronista es la de no mentirse a sí mismo. Y la segunda, la de ser creativo, no para inventar la noticia, sino para tejer los datos que obtiene y no convertirse en un mero reproductor de lo que dicen sus fuentes.
Por entonces, García Márquez no había tomado nota de que la SIP era un agente de la CIA, pero sí les reprochó a sus miembros que hayan puesto cada vez más obstáculos para el desarrollo del periodismo que proponía. En las salas de redacción se instalan las últimas novedades tecnológicas, pero el cronista tiene cada vez menos tiempo para obtener datos y escribir su crónica, les dijo.
La grabadora se convirtió para el escritor en símbolo de esa deshumanización del periodismo. Con ella el propio periodista comienza a convertirse en un aparato que sólo guarda y reproduce lo que dice el gobernador o ministro de turno, o la gacetilla oficial, tarea que repite todos los días porque no desea, no quiere, no está capacitado, ni le pagan para otra cosa.
El discurso ante la SIP se había iniciado con el enojo del Nobel ante la postura de profesores de una universidad colombiana que habían mandado a decir que los periodistas no son artistas. Y su desazón por el cambio del nombre humilde que tuvo el oficio, por el de Ciencias de la Comunicación Social.
Tal vez García Márquez no haya advertido en ese momento la transformación que, tras el cambio de la palabra, se había iniciado y que tuvo cabal expresión en un reciente II Congreso de Comunicación Popular realizado en la Universidad Nacional de Salta realizado con abundante aparato oficial nacional y convocado bajo la definición previa de que comunicador popular puede ser la presidenta de la Nación o el cacique de una comunidad originaria en la medida que “defienda o proyecte un proyecto colectivo”.
El tono de la convocatoria armonizó bastante bien con el argumento que usó uno de los panelistas de la jornada inaugural para concluir que cualquier presunción de independencia es una mentira. “Si al fin y al caso todos tenemos ideas e intereses de los que dependemos”, dijo desde un lugar común que se repite en los ámbitos oficiales.
¿Qué queda del comunicador o periodista -o como quiera que se llame- si debe atenerse a “proyectar” un proyecto colectivo, y si cualquier idea propia que concibe es nada más que un signo de su dependencia?
Ambas ideas no pueden afirmarse sin el supuesto -que en general no llega a explicitarse-, de que la última explicación de lo que alguien dice o escribe está en una ideología, en una condición económica o en el sistema de creencias de la comunidad a la que pertenece, nunca en la mente, los deseos, la voluntad, o la experiencia de un individuo.
Así ya no puede hablarse de periodistas, sólo de voceros del Liberalismo, del Comunismo, de la Socialdemocracia, de la Comunidad Originaria, del Capitalismo o del Monopolio. Por eso, para esta corriente del pensamiento, no queda otra cosa que militar, y abandonar cualquier pretensión de autonomía personal. Quienes optan por este último camino son enseguida denunciados por Barone y sus socios como hipócritas, mentirosos, tilingos y lo que le venga en gana.
Habiendo tomado nota de que en los diarios los periodistas se habían empezado a transformar en meros grabadores-reproductores, García Márquez creó sus talleres de nuevo periodismo en Cartagena, con la colaboración de Tomás Eloy Martínez. Pretendía contribuir a un periodismo que se hiciera con los ojos, los nervios, las ideas, y los dedos en el teclado de unos tipos y tipas bien formados, no con el play de la última videograbadora.
En cambio, habiendo denunciado el poder mediático y constatado los intereses políticos y económicos de los medios, la expresión oficial de las ciencias argentinas de la Comunicación se apresura a celebrar los funerales de la figura del periodista, y con ellos, los de toda posibilidad de tener una visión propia, personal, de lo que ocurre.
Según esta corriente sólo cabe comunicar los “proyectos colectivos”, expresión que en boca de algunos de los panelistas que desembarcaron en Salta para la cátedra de inauguración pronto se convirtió en un eufemismo de “movimiento Nacional y Popular”, sino de franco cristinismo. ¿Cuántos pasos más tendrán que dar para terminar afirmando que un periodista-comunicador es en realidad, vocero de este gobierno nacional, a la manera de Télam, cuyos directivos participaron del Congreso?
Es posible, sin embargo, que el periodismo que velan los ideólogos nacionales de las Ciencias de la Comunicación goce de buena salud. Después de todo, en mundo donde son escasos los trabajos atractivos, no será tan fácil que desparezca el “mejor oficio del mundo”.
- Andres Gaufín,
Periodista.
- Especial para Salta Libre