Si se mira bien, lo superficial y lo formal pueden revelar lo profundo. En la construcción, conservación y extensión del poder político, las formalidades tienen más importancia de lo que se cree. Al fijar y hacer visibles roles y jerarquías, la etiqueta y el ceremonial articularon el poder político de la sociedad cortesana, y hoy siguen influyendo en las estructuras políticas.
Estas estructuras que no se entienden sino se profundiza en la vida y comportamiento de los hombres concretos de una sociedad particular.
Acceder a los espacios exclusivos del poder, sentándose en primeras filas, colocándose al lado de los gobernantes para la foto, integrando la “mesa chica” en reuniones y banquetes o asistiendo al besamanos de actos oficiales: son señales tienen que ser captadas e interpretadas con miradas más potentes que con ojos frívolos de revistas del corazón. Etiqueta, ceremonial y rituales de las cortes reales no desaparecieron: existen, transformados y adaptados a los tiempos, como herramientas del poder. El lunfardo tiene un sinónimo criollo para definir al cortesano servil: “chupamedias.”
Esa recargada etiqueta y ceremonial de la Corte española no quedaron encerrados en los gruesos y altos muros de los palacios y sitios reales: se trasladaron a los virreinatos de la América española y se dispersaron hasta los más remotos y modestos rincones del Imperio español en estas tierras. De tales reglas, de la etiqueta y de conflictos producidos por ella, no quedaron al margen esos pequeños núcleos poblados que, pese a su pobreza y fragilidad, se denominaron “ciudades”.
Salta fue uno de los escenarios de esas apasionadas disputas por esas formalidades que eran la señal más visible del lugar que instituciones coloniales y personas ocupaban en la sociedad. El virreinato de Lima se miraba, e imitaba, a la Corte de Madrid, de la cual recibía el poder en nombre del rey, y también sus destellos cortesanos. Esa obsesión por el recargado ceremonial contagió a gobernadores, cabildantes y miembros del clero en aquella pequeña aldea que era Salta.
En Lima, el marqués del Risco escribió textos sobre el modo en que debían comportarse los virreyes del Perú. En 1544, ya debía existir una minuciosa etiqueta en Lima, de acuerdo a la cual había que comportarse para imitar al rey de España, dice el historiador Alfredo Morales. Alrededor del espacio de poder del virrey del Perú, “la repetición de las normas contribuía a dotar de solemnidad a los actos, a destacar la calidad personal del propio virrey y, sobre todo, de aquel a quien representaba”.
A esa obsesión por remarcar las diferencias de rango dentro de la sociedad estamental habrá que atribuir, en parte, la puntillosa preocupación por la observancia de los complicados y rígidos códigos de una etiqueta cortesana que algunos pretendían trasplantar e imponer, exagerándola, a la modesta vida social de la América española.
En su trabajo “Conflictos y simbolismos en el ceremonial colonial”,
Eduardo Saguier, uno de los más importantes investigadores de nuestra historia colonial, señala que “La discriminación de los honores civiles y religiosos se superponía a otras discriminaciones gobernadas por la pertenencia étnica o clánica, que impedían sin duda transitar el camino desde una sociedad estamental hacia una sociedad de clases”.
Esas pretensiones de grandeza, esa gesticulación afectada y esa ostentación ceremonial contrastaban, y actuaban como compensación, con las limitaciones y debilidades de los grupos principales empeñados en remedar el estilo cortesano en este modesto contexto y en diferenciarse de “la plebe”. El cumplimiento de esos códigos constituía un eficaz mecanismo defensivo y una garantía de ese orden estamental.
Llama la atención que despertara tanto apasionado interés el estricto cumplimiento de las normas del protocolo en una sociedad donde el no cumplimiento de la ley corría de la mano con el desinterés en luchar por su vigencia. Aunque sin la fuerza de la verdadera sociedad cortesana, de ese protocolo dependían, en parte, el rango y el prestigio.
A falta de poder y de corte real, el énfasis se trasladó a un conjunto de símbolos que, al operar fuera de su contexto, eran origen de enrevesadas y grotescas disputas. Este reforzamiento del sistema señorial, a partir de la acentuación de sus ideales nobiliarios y distinguidos del siglo XVII, constituye una respuesta a la crisis española, explica José Antonio Maravall. El Barroco, y el estilo de vida que da lugar, aparecen como una “reacción nobiliaria”, señala Domínguez Ortiz.
A propósito de la sociedad cortesana Norbert Elias dice que: “la posibilidad de preceder a alguien o de sentarse, cuando otro debía permanecer de pie, la afabilidad de los saludos que uno recibía, la amabilidad con que otros le acogía, etc., no constituían en absoluto nimiedades (…) sino identificaciones directas de la existencia social, a saber, del lugar que uno ocupaba efectivamente en la jerarquía de la sociedad cortesana”.
Gabriel René Moreno y Gustavo Adolfo Otero (1942), entre otros, llamaron la atención acerca de los rasgos de la sobrecargada etiqueta y normas protocolarias en los cabildos, la iglesia y las universidades del Alto Perú colonial. Las Constituciones de la Universidad Pontificia de San Xavier son un minucioso catálogo de ceremonias y etiquetas que regían en ese claustro, pretensiones que contrastaban “con la ausencia de comodidades, de vida higiénica y con la pobreza de instalación y el mismo amueblado del Seminario”.
Halperín Donghi vio en la preocupación de la sociedad jerárquica salteña por la rígida etiqueta el sello del estilo de vida barroco. Preocupación origen de numerosos pleitos, como el promovido por un gobernador intendente contra algunos oficiales reacios a presentar saludos dominicales en la casa de aquél. En su fallo, el Virrey “recuerda al Intendente que al fin y al cabo su corte salteña no es la de Madrid”, y sugiere a los oficiales satisfacer el apetito protocolario del gobernador.
Rango y poder se disputaban en ese complicado “laberinto de precedencias, ubicaciones precedentes en procesiones y ceremonias y derechos a usar trajes ornados”. Por evidentes, no era necesario subrayar las diferencias con la “plebe”. Eran más sutiles las diferencias de matices que regían dentro del “grupo principal”. Sus rivalidades en torno al prestigio debían dirimirse mediante ese complicado ritual. De allí la hipersensibilidad frente a las ubicaciones y preferencias.
Consustanciada con la “moral social nobiliaria”, la Iglesia no escapó a esas disputas protocolarias. Si la legislación indiana incluía una serie de normas sobre etiqueta, esmerándose en prevenir disputas entre funcionarios coloniales y la autoridad eclesiástica, a partir de 1597 los sínodos del Tucumán demostraron idéntica preocupación. La etiqueta bien podía convertirse en instrumento de articulación de buenas relaciones entre la Iglesia y esos funcionarios, o transformarse enfrentamientos que culminaban en violencias y excomuniones.
En el primer sínodo, “se distribuyeron los asientos y puestos para todos los asistentes de acuerdo a la más rigurosa etiqueta eclesiástica y civil: en primer término y al frente, la cátedra del obispo y junto a ella la silla del gobernador del Tucumán. En el escaño de la mano derecha el cabildo eclesiástico, los superiores de las órdenes religiosas, los curas y vicarios y algunos sacerdotes más. En el de la izquierda, el teniente de gobernador” y demás funcionarios civiles.
En la ceremonia de ese primer sínodo se puso de manifiesto el cuidado por tales normas. En esa ocasión “se distribuyeron los asientos y puestos para todos los asistentes de acuerdo a la más rigurosa etiqueta eclesiástica y civil: en primer término y al frente, la cátedra del obispo y junto a ella la silla del gobernador del Tucumán. En el escaño de la mano derecha el cabildo eclesiástico, los superiores de las órdenes religiosas, los curas y vicarios y algunos sacerdotes más. En el de la izquierda, el teniente de gobernador” y demás funcionarios civiles.
El segundo sínodo (1606) se discutieron normas que debían regir en la liturgia catedralicia. “La ceremonia de dar la paz en la misa, sobre todo cuando asistía algún personaje de importancia, había hecho discurrir mucho a los rubricistas y maestros de ceremonias y había suscitado más de un pleito enojoso”, dicen Arancibia y Dellaferrera
El enunciado de las pautas del protocolo no evitó los pleitos. Su caprichosa interpretación atizó las rencillas entre funcionarios y eclesiásticos. En 1621, el obispo del Tucumán, dio cuenta al Consejo de Indias de las pretensiones del gobernador Vera y Zárate el que, dijo, “ha metido sitial en la catedral lo que no ha hecho ningún antecesor suyo sino solo una alfombra y cojín…”. Los gobernadores querían “encontrarse con los obispos en todas las ocasiones y jugar de hermanos mayores con ellos…”. No sólo se entregaban a esos asuntos sino que gastaban su tiempo en asegurar el cumplimiento de las normas del ceremonial por parte de obispos, vicarios y curas.
Tales pretensiones chocaban con la tozudez de los religiosos y con la dura realidad. “El estrecho radio de las ciudades aldeas, no estaba en relación con la grandeza de las altas prerrogativas y del exigente ceremonial reclamado por los respetos de los Cabildos”, dedicados al cultivo de “pequeñeces vanidosas”, según Julián Toscano (1907).
El culto y el cultivo de los formalismos, más que respeto a la letra y espíritu de las normas, podrían explicarse por la necesidad de compensar la debilidad del aparato administrativo local. Bernardo Canal Feijóo observó (1951) que en la segunda mitad del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII, la función de cabildos como los de Santiago del Estero o Salta, “se reduce al fin al Acta, a un acta cuyo objeto aparente es, a menudo, nada más que dejar documentada de un modo solemne, precisamente…la falta de asunto”. El Acta suplantaba al acto.
Los ejemplos de esas “pequeñeces vanidosas” abundan. En 1773 los cabildantes de Salta se dirigieron al gobernador Matorras para quejarse del trato poco cortés que recibieron en una catedral, a la que ellos aportan para la festividad de Nuestra Señora del Milagro y para Corpus. A juicio de los cabildantes, en vez de ser retribuidos con honores, lo eran con desaires.
Los curas no sólo se apartaron de la etiqueta y la costumbre que los mandaba salir a recibir y despedir a los cabildantes a la puerta de la iglesia, sino que tampoco entregaron a éstos en mano la vela para el oficio, ni siquiera “monigote con sobrepelliz”. Para mayor ofensa, ese acto fue ejecutado “por un secular, cuyo carácter es de los más despreciables, subiendo a tanto esta falta que ha llegado el caso de dar la cera de manos de un mulatillo con tal irrisión de cuantos lo han visto”. Lo cual resultaba intolerable. Solidario con los cabildantes, el gobernador se constituyó “en Maestro de Ceremonias, abrogándose una autoridad sobre materias que se escapan de su jurisdicción”, explicó el vicario e historiador Julián Toscano.
El gobernador mandó a observar en la catedral las siguientes normas: que “en las concurrencias que tuviere en ella el Cabildo secular, acompañándole los señores Curas a la entrada y salida de ella, dándosele la cera en las manos por un acólito con sobrepelliz; y a los gobernadores de esta Provincia la paz con la Patena, el subdiácono, y la vela con arandela por un presbítero con sobrepelliz y estola”. Los curas tronaron de indignación no sólo por la orden del gobernador sino por el “cúmplase” que la encabezaba. La réplica de los curas fue tan inmediata como extensa.
Después de una serie de consideraciones, los religiosos de la catedral, con crudo realismo, ponían freno a las pretensiones del gobernador. Mal se puede pretender que un acólito con sobrepelliz les suministre cera en la mano a los hombres del Cabildo, “porque esta Iglesia no tiene acólitos ni monacillos que la sirvan, ni beneficiados, ni rentas con que mantenerlos, sino único el sacristán menor que sirve al altar, y este no puede verificar por incompatible con su ejercicio y ministerio…”.
En 1773 el Cabildo de Jujuy levantó su voz para protestar por lo que consideraba una descortesía y un apartamiento de los eclesiásticos de la etiqueta. Durante la novena de San Roque, al momento de salir el cura rector y su clerecía a recibir a ese “ilustre cuerpo”, cuando “al tiempo de hacer la correspondiente venia, y alcanzar el hisopo para dar el agua bendita, se ha notado que V.M., faltando a la práctica y obligación de su ministerio, lo ejecutó en su presencia el sacristán mayor…”. Lo cual fue interpretado por el Cabildo no sólo como un abuso y un “desaire público, sino (como) falta y atropellamiento a la autoridad que representa…”.
Los cabildantes terminaban su presentación exigiendo del cura rector un trato acorde con su rango, “sin excusarse a ese acto de coger por sí el hisopo y alcanzar el agua bendita…”. La controversia sobre el hisopo y el agua bendita dio origen a un grueso expediente cargado de reproches.
Otro motivo de disputa fue el referido a la llave de la “Urna del Jueves Santo”, tema que “enardecía año por año el ánimo del Cabildo”. En Jujuy, según costumbre, un miembro del Cabildo compraba una cinta que servía luego para hacer el cordón o cíngulo donde se ataba la llave que, como un acto que confería honor, se le entregaba en guarda el Jueves Santo. Algún alcalde más ostentoso o pudiente reemplazó la cinta por una cadena de oro, la que rescataba luego pagando una determinada suma de dinero.
A su turno, el Cabildo dispuso que, como los alcaldes no podían ser privados de ese honor, tal rescate podía hacerse sin pagar dinero alguno, parecer que produjo una larga controversia. Estas fieras disputas por la precedencia encubrían, pero también descubrían, otras luchas no menos encarnizadas y concretas. Hay muchos casos como éste que, quizás, merezcan un libro. “El estrecho radio de las ciudades aldeas, no estaba en relación con la grandeza de las altas prerrogativas y del exigente ceremonial reclamado por los respetos de los Cabildos”, dedicados al cultivo de “pequeñeces vanidosas”, observó Toscano.
- Gregorio A. Caro Figueroa, periodista e historiador
gregoriocaro@hotmail.com