En estos días en la Argentina, los medios informativos dan cuenta de una creciente preocupación por el avance del narcotráfico y el consumo masivo de drogas. Desde los estamentos estatales y políticos se discute sobre las posibles acciones y estrategias por seguir para erradicar el flagelo que asuela al país. La iglesia católica inclusive emitió un comunicado expresando sus preocupaciones al respecto.
Sin embargo ese debate pareciera revelar de entrada su impotencia y estar condenado al fracaso, dado que no va más allá de lo inmediato y queda circunscrito a temas como son la colocación de radares, las incumbencias de la gendarmería, la asignación de recursos, la asistencia a los jueces, el control de las fronteras, etc., que si bien es necesario considerar, no tocan la estructura del problema.
Hasta surgieron proyectos que hablan de derribar los aviones que en forma clandestina invadan el espacio aéreo. Esas acciones en todo caso no pasarían de constituir un paliativo, un remiendo, un parche a un desencadenamiento que trasciende largamente el tema en sí mismo y que se inscribe en una problemática global cuyo análisis no puede quedar reducido a si se emplean menos o más gendarmes o si se derriban o no las narco-aeronaves, porque, mientras se discuten sólo esas cosas, el flagelo de la droga continúa su marcha destructiva imparable.
Y hay que decirlo sin reparos: difícil es combatir al narcotráfico cuando éste y las toxicomanías son consustanciales a las lógicas del mercado, armónicos al mandato neoliberal de consumo, al imperativo de ir hacia un goce irrefrenable (inherente a la pulsión de muerte) consustancial a la actual promesa capitalista de poner “sustancia” al vacío estructural del sujeto. Por eso es un error considerar el problema del narcotráfico y la drogadicción como fenómenos aislados del conjunto de los malestares de la época. La proliferación actual de estos males no deja de obedecer a ese imperativo capitalista que, en articulación con el discurso de la ciencia, promete, a través de los objetos ofrecidos por la tecnología (con efectos de narcóticos), saldar la grieta estructural sobre la que se constituye el sujeto humano.
O sea, lo tóxico no es sólo la droga. En su misma dirección se alinean todos los excesos de este tiempo: el exceso de velocidad, de violencia, de consumo sexual, de viajes de placer, de títulos académicos, de pornografía, de dietas, de psicofármacos, la adicción a la telefonía celular, a las redes sociales de Internet, etc. La dificultad actual para un alojamiento del sujeto en lo simbólico, es “remediada” muchas veces por medio de un alojamiento en las adicciones.
Es que el “discurso del mercado” está, por estructura, imposibilitado de introducir un límite, ya que su esencia es el desplazamiento continuo, la errancia, la desregulación en todos los órdenes de la vida cotidiana. De la mano de las lógicas del mercado lo que hay es caída de los puntos de referencia universal, ausencia de medidas más o menos estables, falta de parámetros y de certidumbres comunes que posibiliten la existencia de un entramado social. En síntesis, la extensión del discurso del mercado a los diversos planos de la vida, ocasiona la desaparición de ese punto que permite el abrochamiento de un sentido y que Jacques Lacan llamó: “significante nombre del padre”. Los resultados de esa caída de la “ley simbólica”, son la exclusión, la brutal desculturación, los océanos de marginalidad, el deterioro educativo y la violencia que se instala en todos los sectores de las sociedades actuales.
O dicho en términos de la psiquiatría: ya no habría hoy un sentido de realidad ni posibilidades de establecer un juicio crítico y todo daría más o menos lo mismo. El psicoanalista francés Jacques Alain Miller lo dice de manera infinitamente mejor: “asistimos a la época del Otro que no existe”.
Y lo habían vaticinado algunos filósofos como Carlos Marx con sentencias como: “todo lo sólido se desvanece en el aire” o Nietzsche con “Dios ha muerto”, etc. La caída del significante “nombre del padre” da por tierra con todo ideal de un sentido y deja el terreno despejado para que cualquier cosa sea posible. La proliferación de las corruptelas, el clientelismo político, la ausencia de convicciones doctrinarias, la prevalencia del hedonismo y de los intereses puramente individuales, los oportunismos electoralistas, la prepotencia ciudadana y la violencia en todas sus formas, el no reconocimiento del otro, etc., se convierten en señales negativas que ofician de fundamento y legitimación para que se abran de par en par las puertas a todos los desmanes y a todas las calamidades inimaginables.
Si hoy el único valor es el dinero, si el ideal moral es el consumo, si el mercado es el que decide unilateralmente sobre la vida y la muerte de todos los seres humanos, si no hay utopías y sueños, en definitiva, si no hay algo que se sitúe por fuera de la ambición económica y si no existe ya un sentido para la travesía humana, tampoco habría en el mundo, lamentablemente, mayores razones para no delinquir y para que el crimen organizado y las grandes mafias de la economía concentrada, incluidas las bandas del narcotráfico, se instalen a sus anchas en los países.
- Antonio Gutiérrez, escritor
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