Que los intereses privados se empeñen en reducir la cultura a una industria subordinada a la rentabilidad y a dictados del mercado, sustituyéndola con espectáculos efímeros y entretenimientos, quizás pueda explicarse aunque no justificarse. Pero que el Estado se pliegue a la moda de la cultura espectáculo para obtener réditos, no ya económicos sino políticos, sometiéndola a manipulaciones propagandística e imponiendo contenidos de un sector político, es entendible pero nunca aceptable.
Una política cultural, entendida como política de Estado de largo plazo, es lo contrario a politizar la cultura. “La cultura nunca puede ser estatal, puede ser infraestatal o paraestatal. El Estado puede hacer instituciones, pero cultura es difícil que haga”, afirma Fernando Savater.
Lo que ha sido frecuente, y lo sigue siendo, es que se intente hacerlo. En el fondo de esta ambición no hay un ideal democrático ni republicano. Lo que está latente allí es el deseo de imitar a las monarquías absolutas, pródigas al momento de beneficiar cortesanos.
En 1637 el Cardenal Richelieu fundó la Academia Francesa que controló y monopolizó los organismos culturales. No sólo bajo la monarquía, también lo hizo desde el Estado cuando éste vistió ropajes republicanos o socialistas con Jack Lang, ministro de Mitterrand.
Aunque Lang defienda aquella gestión en la que, por el camino trazado por Malraux, ministro de De Gaulle, duplicó el presupuesto asignado a actividades culturales, los críticos dicen que ambos expandieron la intervención del Estado en la cultura y abrieron la puerta a la irrupción del espectáculo como sucedáneo de la cultura.
Las advertencias sobre la degradación de la cultura como espectáculo y entretenimiento, tema reactualizado por Vargas Llosa en “La civilización del espectáculo”, vienen de lejos. La Escuela de Frankfurt temió la caída de la estética en lo cotidiano lo que, unido a la pérdida de valores, que quedaría condenada ser un consumo perecedero.
En 1954, Albert Camus observó la ruptura de la solidaridad y el divorcio entre el artista y el trabajador. “Las tiranías como las democracias del dinero saben que, para reinar, hay que separar el trabajo y la cultura. Con respecto al trabajo, la opresión económica basta, junto con la conjugada fabricación de un simulacro de cultura”. Camus advirtió el papel que jugaría la imagen en esa fabricación.
“En cuanto la cultura, la corrupción y la vulgaridad hacen su obra. La sociedad “mercantil cubre de oro y de privilegios a los entretenedores decorados con el nombre de artistas y los empuja a todas las concesiones”, instando a los artistas de oficio a renunciar a ellas, añadió Camus. El precio en dinero está desalojado a los valores.
MacLuhan llamó la atención sobre la capacidad de los medios portadores de imágenes de crear un mundo donde la simulación desplazaría a la realidad. Jean Dubufett criticó el estatismo cultural que impulsó Malraux el que, si bien logró se admitiera la responsabilidad del Estado en la financiación de la cultura, amplió la injerencia del Estado en esa esfera.
Debray señaló que en 1968, en Francia había concluido el predominio de los escritores y comenzó un ciclo donde la hegemonía la tendrían los medios de comunicación electrónicos y los famosos. La crítica cultural sería desplazada por la publicidad, que impondría gustos y modas.
En “El Estado cultural” (1992) Marc Fumaroli, acusado de elitista y defensor de las academias francesas, criticó el papel del Estado como mecenas y desnudó los mecanismos del mercado. En su opinión, el papel del Estado en la cultura era represivo y bufonesco a la vez.
La “democratización de la cultura” no aumentó la participación popular. Aunque esos funcionarios hayan criticado la mercantilización de la cultura, la promoción de mega festivales, los espectáculos banales y los entretenimientos masivos, el resultado terminó por parecerse a las parodias de Las Vegas o Wollywood.
Fumaroli cuestiona con dureza los diez años de la gestión de Malraux y la década de Lang. Con ellos “creció una nueva religión totalitaria de la cultura”, se alimentó el monopolio cultural estatal, se “vulgarizó y manipuló políticamente la herencia cultural francesa”, otorgando prioridad a la financiación de formas de creación que podían desarrollarse por sí mismas: música rock o videos juegos bélicos.
Malraux y Lang habrían utilizado la “democratización de la cultura”, como eufemismo para disimular el uso político de la cultura. Al Ministerio se añadió la “Dirección de democratización cultural” y se crearon “Casas de la Cultura”, invento soviético. Elitismo y populismo no son términos contrapuestos: pueden coexistir y complementarse.
Más allá de retórica y buenas intenciones, lo que define una política es la asignación de los recursos. Hasta en pequeños municipios, las insuficientes partidas presupuestarias para cultura están siendo utilizadas con criterios clientelísticos para pagar costosos espectáculos, dejando sin recursos a las tareas de preservación del patrimonio.
Un gobierno de provincia pobre destinó medio millón de pesos para un espectáculo deportivo. Municipios que no tienen infraestructura cultural y tampoco bibliotecas populares, no apoyan a los artesanos ni protegen el patrimonio cultural, vuelcan enormes recursos en festivales de folclore inauténtico y baja calidad.
Un informe de la Auditoría General de la Nación, señala que “la mayoría de los sitios argentinos declarados Patrimonio Mundial por la Unesco tienen problemas de conservación que podrían afectar su valor excepcional”.
Reemplazar la cultura por el espectáculo y relegar al abandono al patrimonio cultural, más que producto de una falta de claridad en los conceptos es una de esas llamadas “decisiones políticas” dictadas por prioridades políticas de corto plazo y por visiones de corto vuelo.
El espectáculo efímero insume recursos que se sustraen de la atención del patrimonio cultural, cimiento de la tradición y la cultura, sustento y continuidad a una identidad regional, dotado de alto valor material. “A mí no me interesa lo viejo. Quiero dar alegría y diversión a la gente”, me dijo un intendente justificando el pedido dinero para un festival.
No interesa la cultura, sino simular y aparentar. Toda simulación es fraude. Define María Moliner: “Hacer parecer que existe una cosa que no existe o no ocurre”. Se confunden las expresiones culturales reales y auténticas con simulacros, acciones fingidas que son “sólo la apariencia de lo que se expresa sin serlo en realidad”.
Aunque finja diferenciarse de criterios mercantilistas, el estatismo cultural cultiva una cultura efímera, del espectáculo, dominada por criterios asistencialistas: bolsón de entretenimientos para unos, y subsidios para amigos.
No se trata de contraponer público y privado. Estatismo y privatismo cultural no deberían contraponerse. Tampoco desplegarse condicionando, manipulando o a expensas de la libertad de los creadores, la que todo mecenazgo debe respetar.
- Gregorio A. Caro Figueroa
gregoriocaro@hotmail.com
Editorial de “Todo es Historia” que se publicará en Septiembre.