“Estoy en pie de guerra contra la Argentina superior, ya preparada… ¡Mal preparada!”, fustigó Witold Gombrowicz en su “Diario argentino”. Y sí, habría que escribir tratados sobre los “culturosos ídolos” con pies de barro y los especialistas en naderías que van sacando pecho por divagar con voz impostada sobre “cosas que no son”, como dijera Leonardo Castellani.
Sin embargo, gratifica que aun cuando sea escasa, subsista todavía otra especie de compatriotas empeñosos y autoexigentes; dos virtudes del carácter que dirigidas al conocimiento posibilitan que haya en el mundo eruditos y en casos excepcionales hasta sabios que comprenden, filosóficamente, que la vida se sale incluso de los datos y los detalles que trabajosa y silenciosamente reúnen.
Tengo amistad con uno de esos argentinos especiales: con el profesor Mario Tesler, del cual doy fe que es el arquetipo del investigador riguroso, pero no del estudioso aséptico fuera del tiempo y ajeno al país y a sus problemas. Nada de eso, porque sencillamente Mario investiga para que el país tenga tiempos mejores.
Así por ejemplo, preocupado desde siempre por el tema de nuestras Malvinas, supo denunciar en 1979 en un documentadísimo libro un hecho poco conocido: “cómo Estados Unidos provocó la usurpación inglesa”. Y así sus demás investigaciones -más de cuatrocientas editadas- que versan sobre diversas cuestiones históricas, bibliográficas, bibliotecológicas y filológicas, además de la solidez expositiva y de lo irrebatible de las conclusiones por cuenta del graduado universitario en Bibliotecología y Documentación y del Miembro de Número de la Academia Porteña del Lunfardo, obedecen a un objetivo espiritual superior, deducible entre las entrelíneas de sus aportaciones: tender a que la memoria nacional se ejercite y conserve en vez de disgregarse y perderse.
Hace unos días vino a visitarme y me obsequió varios de sus más recientes trabajos. Uno versa sobre “Pedro De Ángelis entre nosotros” y es una original e iluminadora aproximación al humanista napolitano que tanto interesó también a Fermín Chávez.
Otro se refiere a las huelgas telefónicas decretadas entre 1883 y 1907, lo cual habla de la sensibilidad y también del compromiso en materia social de Tesler. No obstante, toma con objetividad y sin prejuicios ideológicos a ciertos exponentes del viejo nacionalismo reaccionario como Gustavo Martínez Zuviría, del que viene reconstruyendo su actuación al frente de la Biblioteca Nacional. Me explica que como Director de ese organismo público la trayectoria del novelista de “Flor de durazno” fue en general constructiva; salvo -le replico- cuando por resolución administrativa canceló en mayo de 1942 la tarjeta de lector de Jacobo Fijman, hecho que recordó el poeta Santiago Sylvester en la revista salteña “Claves” (Nro. 138, junio de 2005), o cuando tenía a maltraer a su subordinado el filólogo Juan B. Selva.
Otro volumen de la cosecha de Tesler que ahora luce en mi biblioteca, el diccionario de “Autores y Seudónimos Porteños”, es una voluminosa obra de consulta que muestra de cuerpo entero al historiador capaz de descubrir las verdaderas identidades tras los nombres de ficción adoptados por compositores, políticos, pintores, periodistas, escritores, sacerdotes, policías, actores, payadores, etcétera. Centenares de incógnitas pues, reveladas por el insomne deshojador y hasta quizás desencantador del misterio de aquellos originales disfraces que resultan ser los seudónimos.
Pero son las cuatrocientas cincuenta y cuatro páginas de su “ABC de la droga y el alcohol” las que me tienen absorbido al presente. En primer lugar destaco la originalidad de componer un diccionario de términos referidos a esos dos vicios o “expansiones”.
También es de tener en cuenta los necesarios vínculos interdisciplinarios que presupone abordar tales temas, los que aquí no han sido obviados y por el contrario son explicitados en detalle. Vínculos desde ya con la ciencia folclórica, con la lexicografía, con la geografía, con la botánica, con la química, con la medicina, con el derecho penal, con las disciplinas criminológicas y con la crónica policial.
Mario Tesler y sus colaboradores en la tarea, Jorge Labraña y Germán Álvarez, no han pretendido agotar los términos del alcohol y la droga, tarea insensata si alguien se la propusiera, pero sí han dado un rotundo puntapié inicial en la materia, tanto que es de esos que hacen el gol inesperado.
Como no podía ser menos, se recogen voces y expresiones particularmente comunes en Salta: “Acullico”, “Acuyico de coca”, “Coquear”, “Coqueo”, y muchas más; y ya en el prólogo, entre las fuentes consultadas, se menciona a José Vicente Solá, autor del “Diccionario de Regionalismos de Salta”.
Es moneda corriente darse a criticar con suficiencia el trabajo ajeno, advertir erratas y anotar omisiones inevitables en cualquier empresa intelectual y más si es de envergadura. Aquí en cambio intuyo que poco debe quedar por agregar, salvo quizá para el ojo avizor de algún súper-especialista. No obstante, y sin contradecirme de lo dicho, anoto por mi parte la expresión “tomar vino en pelo” o “a pelo”, modo adverbial que escuché decir a gente de cierta edad, con sentido analógico –deduzco- al de “montar un caballo en pelo” o “a pelo”, sin montura, o sea hacerlo sin protección o en ayunas para el caso.
Como entiendo que la terminología que se recoge tiende a ser la actual, no adjudicaré a distracción la ausencia del término “Temulento”, empleado en 1923 por Joaquín Castellanos para titular la segunda versión del poema que dio a conocer inicialmente en 1887 con la denominación de “El Borracho”. Incluso la voz “Temulento“ le fue objetada nada menos que por Leopoldo Lugones, alguien de rebuscada expresión barroca en ocasiones, como en las páginas de “La Guerra Gaucha”. Lo cierto es que Lugones en carta a Castellanos, juzgó la palabra “Temulento”, “erudita, latín puro; en suma paralítica por desuso, debilitada por la sinonimia, cosa de academia, que por ningún lado se adecua a un poema, tan grandemente popular, en el noble sentido de la palabra”. Anotaré que el poema de referencia surgió, cuenta Roberto García Pinto, a partir de una charla del autor con Leandro Alem, quien le reveló el triste final del escritor Matías Behety, consumido por el alcohol lo mismo que Edgar Allan Poe.
Otro tanto, o sea su poca o ninguna vigencia en el habla cotidiana de la Argentina, vale para el adjetivo “Epoto”, proveniente del latín “epotus”, como sinónimo de “bebido” o de “casi ebrio”; un arcaísmo en el que reparó Carlos Gregorio Romero Sosa al analizar la correspondencia cursada por el historiador Juan Canter con Ricardo Levene, a propósito de hechos y figuras de la Revolución de Mayo. Fue a solicitud de César Perdiguero que mi padre escribió una breve noticia informativa al respecto titulada “Un extraño arcaísmo vínico. Apareció en el número 8 de “Anacreonte” (Boletín de la Fundación Carmen Rosa Ulivarri de Etchard, correspondiente a octubre-noviembre de 1985) que dirigía José Ríos.
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“Soy amigo de la Argentina natural, sencilla, cotidiana, popular”, se ufanaba al cabo, oponiéndola a aquella otra “mal preparada”, Gombrowicz. Y ese país, sin poses y en posesión de las riendas de su destino, me parece todavía posible pese a la dirigencia de mala muerte que padecemos, tanto que sigue viva. Lo avizoro reconstruido mediante esfuerzos individuales cumplidos en función colectiva. Briosos esfuerzos como los que día a día, en archivos y bibliotecas, realiza mi amigo Mario Tesler.
- (*) Carlos María Romero Sosa es abogado, escritor y periodista.
Blog: http://poeta-entredossiglos.blogspot.com/