A mediados de junio de 1935, hace 79 años, fracasó en Salta un golpe cívico militar liderado por oficiales y políticos nacionalistas de extrema derecha, opositores al presidente de la República, Agustín P. Justo, y fervientes admiradores del fascismo. En la trama de esta conspiración de cruzaron diversos hilos de organizaciones nacionalistas autodefinidas como “militarizadas y autoritarias” que admitían ejercer “la acción directa y violenta”. Ningún historiador crítico del nacionalismo argentino menciona este significativo episodio.
Su objetivo no era solo derrocar al gobierno Justo, considerado “traidor” al golpe 1930 y al ex dictador Uriburu; tampoco cambiar de gobierno: era suprimir el sistema institucional consagrado en la Constitución Nacional para reemplazarlo por una constitución corporativa fascista. Grupos como la “Liga Republicana” fueron más allá cuando criticaron a Uriburu por su “error inicial” de querer, “ante todo, la paz de la República”.
El plan golpista había previsto que, simultáneamente a la sublevación de los jefes de la guarnición Salta y a la adhesión del presidente y vice de la Cámara de Diputados y de algunos ministros del gobernador Avelino Aráoz, se plegaran oficiales destinados en Corrientes y legisladores del Partido Liberal correntino.
El jefe de esta sublevación sería el coronel Juan Bautista Molina, directo colaborador del general Uriburu y alérgico como este a los “mercaderes políticos”. El intento no sólo fracasó: nació muerto porque había un abismo de distancia entre esos ambiciosos propósitos de la llamada Revolución Militar Nacionalista y el ínfimo apoyo que logró.
A mediados de 1935 esa intentona “era un secreto a voces. Estaba en boca de todo el mundo”, recordó después el abogado Federico Ibarguren, hijo de Carlos Ibarguren y sobrino del general José Félix Uriburu, quien había encabezado el golpe que derrocó al presidente constitucional Hipólito Irigoyen. Primo hermano de Uriburu, Ibarguren había sido designado interventor de Córdoba, donde tomó medidas inspiradas en las ideas corporativas del fascismo italiano.
Entre ellas, la creación de la Junta Ejecutiva Económica y del Consejo Económico de la Provincia, cuya función era el control de precios de los artículos de primera necesidad, el congelamiento de los arrendamientos y los alquileres, estableciendo rígidos controles del Estado sobre la economía. En 1934, un año antes del intento golpista en Salta, Ibarguren publicó su libro “La inquietud de esta hora”, coincidiendo con el avance del fascismo y el nazismo en Europa y el recrudecimiento de los ataques a los gobiernos “demoliberales”. En 1948, matizando ideas pero insistiendo en lo corporativo, Ibarguren hizo propuestas para la reforma de la Constitución de 1949.
Opuesto a las democracias liberales, Ibarguren argumentó y defendió las ideas corporativas que propuso implantar en la Argentina. “Mi plan es hacer una revolución verdadera que cambie muchos aspectos de nuestro régimen institucional, modifique la Constitución y evite que se repita el impero de la demagogia que hoy nos desquicia”, escribió en sus memorias “La historia que he vivido”. Añadió que no se proponía “un motín en beneficio de los políticos para cambiar hombres en el gobierno, sino un levantamiento trascendental y constructivo con prescindencia de los partidos”.
En 1937, dos años después del frustrado golpe, Rodolfo Martínez Espinoza, un escritor tradicionalista y antiliberal amigo de los Ibarguren, redactó un proyecto de Constitución inspirado en las ideas fascistas. En ese texto propuso la duración indefinida del presidente de la Nación, su asesoramiento por un Consejo de Notables integrados por representantes de los patronos, sindicatos, provincias, colegios profesionales, fuerzas armadas y clero, es decir, un organismo corporativo que era la “organización natural y perfecta de la Nación”. Proponía imponer una “estricta selección del inmigrante” y una “fiscalización del Estado” de los inmigrantes judíos.
El año 1935 fue intenso en el mundo, en la Argentina y en Salta. La Unión Cívica Radical se debatía entre no presentar candidatos en las próximas elecciones para no convalidar el fraude, o participar. Manuel Fresco, gobernador conservador de Buenos Aires, fue recibido en Roma por Mussolini, a quien elogió y trató de imitar. En Salta, desde 1932, gobernaba Avelino Aráoz cuyo mandato terminó en mayo de 1936.
Aráoz colocó su gestión dentro de la “obra de reconstrucción nacional” iniciada en 1930; criticó la demagogia radical pero no mencionó los brotes fascistas en Salta. En 1934 el presidente Justo visitó Salta acompañado del senador nacional Robustiano Patrón Costas, que no era querido por los nacionalistas. En abril de 1935 el general retirado Emilio Kinkelin denunció un “complot judío en Tucumán, destinado a controlar la zona azucarera”. A comienzos de 1935 llegó a Salta monseñor Roberto J. Tavella, primer arzobispo de Salta, cuya fuerte influencia se extendió más allá del campo religioso.
La abierta conspiración fascista de Salta contaba con la participación del amplio clan de la familia Uriburu cuyos miembros residían en Salta y en Buenos Aires. Alberto Uriburu, hijo del general golpista, mantuvo relaciones con el coronel Molina en la “Legión Cívica Argentina”, liderada por este militar. En 1935 Molina pedía disolver los tres poderes del Estado, suprimir los partidos políticos, imponer una dictadura militar y la censura de prensa y “arrancar de raíz” la prostitución, la usura, los vestidos “provocativos” de las mujeres y el uso del lunfardo.
Federico Ibarguren dejó un retrato de Molina: “De complexión recia y bajo de estatura, ancho de espaldas, mira a través de los gruesos anteojos de carey con una mirada de niño ingenuo”. Molina tenía “gran dominio de sí mismo”. Era sencillo, simpático, pero no tenía “el aspecto ni el interés que brotan de la inteligencia o de la espiritualidad cultivada del gran señor de estirpe”.
Molina tenía muchas vinculaciones, estaba bien informado, era audaz y, por dogmático, era simplista en sus análisis políticos. En el otoño de 1935, cuando renunciaron los ministros Federico Pinedo y Luis Duhau, Molina vio confirmado su pronóstico de descomposición del gobierno de Justo. Por eso aceleró su plan golpista, al que dijeron adherir algunos políticos, lo que despertó recelos en los nacionalistas más duros que vieron en ese gesto de “políticos infiltrados”, el inicio de una nueva “traición” a sus banderas antiliberales.
Molina decidió enviar a Salta a varios dirigentes de la “Legión” para dar el golpe, luego que se produjera la renuncia del presidente de la Cámara de Diputados de Salta, Carlos (“Cadín”) Patrón Uriburu y la de su vicepresidente, Julián Matorras, a la que se esperaba sumar la del ministro de Hacienda Adolfo (“Abocho”) García Pinto.
Los porteños de la “Liga” llevarían en sus valijas no sólo los textos de los decretos y las leyes a aprobar por el gobierno surgido del golpe, sino también el texto de una Constitución de cuño fascista. Las dudas de los miembros de la “Liga” respecto al papel de los políticos que comenzaron a acercarse al golpe, y la debilidad de la conspiración, ocasionaron su fracaso antes de dar batalla.
Ibarguren admitió que esos enviados también tenían que llevar a Salta un proyecto de Constitución “creando las corporaciones sin destruir, por ahora, el sistema vigente de la Constitución, para implantarlo en Salta”. La sospecha de que los políticos “traicionarían” de nuevo a los nacionalistas de la “Liga”, hizo que estos desistieran de viajar a Salta, donde en esos días un grupo de “legionarios”, portando armas y amenazando, interrumpió un acto en la sede del Partido Socialista de Salta, en calle Güemes 840.
Luego justificaron el asalto como una acción contra “los sicarios de Carlos Marx” en Salta. Además de disparar sus armas, dejando perforación en las paredes del local, los “legionarios” prendieron fuego a los libros donados a esa sede socialista por Robustiano Patrón Costas, libros que habían sido de gran provecho “en la ilustración de la clase obrera” salteña. La sola mención del donante, el político conservador más importante de esa época, y del Partido Socialista salteño que recibió esos libros tiran abajo los esquemas ideológicos.
En 1941, seis años después del fracasado golpe, el coronel Molina fue elegido presidente del “Consejo Superior del Nacionalismo”, pero entonces el prestigio y credibilidad del fascismo criollo eran una sombra. Por el contario, en Europa el totalitarismo nazi y el estalinista desplegaban toda su potencia destructiva y criminal.-
- Gregorio A. Caro Figueroa
gregoriocaro@hotmail.com