Siempre hubo en el mundo (a la par de las acciones más nobles) todo tipo de robos, traiciones y crímenes, desde el momento mismo en que el ser humano puede adelantar mentalmente su acción y poner la razón al servicio del mal.
Pero esos crímenes y esos robos generalmente obedecían a algún motivo, aun cuando ese motivo fuera abyecto: la consecución del dinero ajeno, la apropiación de las pertenencias del otro, la venganza por odio, la reparación de una ofensa, la no aceptación de una pérdida amorosa, la imposición de un poder y un dominio, etc.
En el caso de los ladrones, éstos procuraban, salvo excepciones, alzarse con el botín, evitando, en la medida de lo posible, complicaciones mayores. Lo que querían en definitiva era el dinero, las joyas, los objetos valiosos, y no ser descubiertos. Y en general, si podían y la situación no se les complicaba demasiado, evitaban matar y arriesgar la propia vida. Estaba aquello de la planificación previa, los planos, los túneles, el estudio de las posibilidades.
Hoy algo de eso ha cambiado (y no es que nos pongamos nostálgicos por los delincuentes de antaño ni que pensemos que los crímenes de otras épocas eran menos repudiables que los actuales). Los últimos acontecimientos de violencia en el país; las salideras bancarias, los robos de automóviles, los arrebatos en la vía pública, vendrían a señalar una nueva modalidad delictiva donde el móvil ya no es simplemente la sustracción de los bienes del otro, sino el goce de matarlo por matarlo, el riesgo de trasponer todos los límites, el vértigo inclusive de encontrar la propia muerte en el ínterin del hecho.
De lo que se trata es de la absolutización de la pulsión de muerte, de la presencia de un más allá del principio del placer que comienza a cubrir el conjunto de la superficie contemporánea. No se puede pensar que alguien que roba un automóvil al “boleo”, que encañona al propietario cuando éste ingresa con el vehículo al garage de su casa (y que se arriesga a que ese automovilista saque un arma y lo mate), quiera efectivamente vivir. No se puede pensar que el motochorro que arrebata la cartera de una mujer embarazada y que a pesar de lograr su objetivo, le dispara con su arma de fuego innecesariamente, quiera sólo el dinero. Lo que hay es goce mortífero, exacerbación de la pulsión de muerte, pasaje directo al acto.
Y si bien la mayoría de la gente trata de conducirse dentro de las “normas”, es decir, trabaja, se esfuerza, estudia, cría sus hijos y aporta al “bien común”, el problema de la inseguridad no se reduce simplemente a un grupo de ovejas descarriadas que no dejan vivir en paz y armonía a ciudadanos probos y honestos (“que pagan sus impuestos”), sino que comienza a involucrar a los más diversos sectores sociales.
Los motochorros, los arrebatadores, los secuestradores, la vasta galería de “malvivientes” que azuelan las calles de las ciudades, no son sino la formación sintomática de la misma sociedad que los repudia, la consecuencia, el efecto de una cierta descomposición social y van, aunque con diferencias de grados, en la misma dirección que las peleas violentas entre los automovilistas, la prepotencia extrema de los conductores, la creciente violencia de género, los accidentes de tránsito por exceso de velocidad (y de psicopatía), el desprecio por la vida, etc.
Todos esos hechos violentos no muestran sino la rotura del lazo social, el pasaje al acto, la descarga directa, la falta de tolerancia a la frustración, la imposibilidad actual de tramitar el malestar por la vía de la reflexión y el lenguaje, la tendencia a la caída de los ordenamientos simbólicos, la instalación de las relaciones paranoides entre los vecinos, en síntesis, el progresivo descenso a niveles de primitivismo y de salvajismo que se creían superados.
La posible implementación de mano dura, la modificación de las leyes penales, el aumento de las condenas, la disminución de las edades de imputabilidad, la judicialización de los menores, incluida la pena de muerte, no garantizan que su aplicación pueda hacer disminuir los niveles de inseguridad y violencia.
Quienes formulan este tipo de propuestas parten en realidad de la idea de que el que delinque persigue todavía su bien y su autoconservación, es decir, que quiere vivir. No tienen en cuenta que en realidad hay sujetos que, llegados a ciertos niveles de deterioro y descomposición psíquica, lejos de tender a su salvación y a su bienestar, buscan conciente o inconscientemente el goce en la propia aniquilación y en la aniquilación del otro, con lo cual, toda iniciativa de mano dura o aumento de las condenas, podría llegar a representar más un incentivo para delinquir que un límite al delito.
La implementación de la pena de muerte en varios estados de los Estados Unidos, no ha significado necesariamente la reducción de los índices del delito. Y en la Argentina se escucha a algunos decir, por ejemplo, que directamente hay que matar a los delincuentes, instaurar la pena de muerte en el país.
En realidad este tipo de pedidos de límites y de control al desborde de la inseguridad actual, no deja de constituir una ética paradójica y se realiza desde las mismas posiciones subjetivas que dan origen a los mismos males que se pretende desterrar.
No se puede combatir la violencia desde posiciones violentas; no se puede luchar contra el delito a partir de acciones ilegales que en sí mismas implican, de hecho, la continuidad del delito; no podemos reclamar contra la marginalidad desde el desprecio, la segregación, la discriminación, etc. es decir, desde las posiciones subjetivas que contribuyen a generarla. Es como creer que se puede, como dice una conocida frase, terminar con el canibalismo comiéndonos al caníbal.
La Modernidad, el “proyecto ilustrado”, instalaron en su momento (a partir de la valoración de la razón y la ciencia) la fe en el futuro y la esperanza de un progreso moral y de un mundo mejor y más justo que superara ese resto de barbarie y salvajismo que aún pervivía en las sociedades humanas. La tesis sarmientina de civilización y barbarie iba en esa dirección, representaba, en estas latitudes, el paradigma de la ideología moderna. Pero ese “proyecto civilizatorio” fracasó en cierto modo, aun cuando más no fuere parcialmente.
Lo que ponía afuera no era sino parte de su propia estructura. Las dos guerras mundiales, por ejemplo, no se originaron en las sociedades atrasadas y primitivas sino en el centro de la Europa civilizada y vinieron a indicar que en el seno mismo de la civilización, en el corazón mismo de la razón moderna, habitaba un punto paradójico e inexplicable.
La división ya no sería entonces entre razón e irracionalidad o entre civilización y barbarie, sino dentro de la misma estructura civilizatoria. Era la razón moderna la que paradójicamente llevaba, en un punto, por un rodeo, a aquello mismo que creía superar: la barbarie y el primitivismo.
Pero a pesar de esa caída parcial de los ideales modernos, aun pervivía en el espíritu, quizá hasta los años 60 del siglo XX, la convicción de un límite y de un sentido para el devenir humano. Hoy en cambio la embarcación moderna se ha sincerado; ha dado directamente una vuelta de campana dejando al descubierto lo menos presentable de un casco que anteriormente se trataba de ocultar de la vista de las almas más tiernas.
El neoliberalismo, la especulación financiera, la fase actual del capitalismo, el imperio absoluto e incondicional del mercado y sus vastos estragos mundiales, no son sino parte del mismo movimiento moderno que llegado a un punto de su evolución, y a partir de una vuelta sobre su propio eje, muestra actualmente su contracara, su lado menos armónico y pacificador.
Lo que se produce entonces es el fenómeno de la exclusión, la creciente marginalidad de vastos sectores poblacionales, la tragedia educativa, en definitiva, una crisis civilizatoria de la cual la creciente violencia, incluidas las salideras bancarias, los secuestros expres y los motochorros que matan a embarazadas por el sólo hecho de matarlas, no son sino su más claros representantes.
- Antonio Gutiérrez
Escritor – Psicoanalista
Especial para Salta Libre