En esta segunda década del siglo XXI, los países de América latina están marcados por la conmemoración de bicentenarios que no se agotan en aniversarios de los inicios de sus respectivos movimientos emancipadores. Ellos se extienden a batallas y a otros acontecimientos de sus primeros años de vida independiente. Estas celebraciones deberían incluir otros escenarios y otros hechos relevantes. Entre ellos, los de aquella España que se debatía entre la invasión napoleónica, el derrumbe de su monarquía y la promulgación, en marzo de 1812, de la Constitución de Cádiz impregnada de principios liberales y de rechazo al absolutismo.
Parece que, excepto ámbitos académicos, el Bicentenario de la Constitución de Cádiz pasará desapercibido en América latina, olvidando que 60 de los poco más de 300 diputados eran americanos, e ignorando que la revolución española y las americanas “no son más que un mismo y único fenómeno”, según François-Xavier Guerra.
Estos y otros olvidos quizás no se explican sólo por la distancia geográfica, sino por el actual clima de época en el que predominan el rechazo a los principios del liberalismo político, los enclaustramientos localistas, las visiones sesgadas y bipolares, además de las devociones patrióticas por ciertos protagonistas.
Resulta paradójico que hoy, cuando por primera vez desde hace casi treinta años, la mayoría de nuestros países tiene gobiernos surgidos de elecciones, no haya interés en recordar la Constitución de Cádiz, punto de partida no sólo del constitucionalismo y el parlamentarismo modernos, sino también de la libertad individual, la opinión pública, la vida política y la ciudadanía.
Recargada de sentido peyorativo, recusada por algunos empeñados en equipararla con derecha conservadora y reaccionaria, indiferente a lo social y hostil a la democracia, la palabra liberalismo es utilizada hoy como rótulo infamante.
También se olvida que la palabra liberalismo fue acuñada en idioma castellano pero que, de igual modo, fue denostada durante casi cuarenta años, en esa misma lengua, por la dictadura de Francisco Franco.
“La palabra liberal en realidad era una palabra muy española. En la literatura clásica cervantina, liberal significaba magnánimo, generoso, gentil, bien dispuesto. Por esto en España aunque parezca mentira no era una palabra extraña”, observa Dolores Masana Argüelles.
En Cádiz se multiplicaron debates y periódicos y esta palabra adquirió gran importancia, pues ser liberal pasó a significar “defensor del cambio”. Dos siglos antes, Cervantes había escrito: “Aunque pusieron silencio a las lenguas, no le pudieron poner a las plumas, las cuales con más libertad que las lenguas, suelen dar a entender a quien quieren lo que en el alma está encerrado”.
En los años de ese régimen dictatorial, al denunciar los efectos del desprecio a la libertad política y a los principios políticos liberales por parte del franquismo, Julián Marías recordó que “las palabras con más frecuencia condenadas oficial y oficiosamente eran democracia y liberalismo”, usando constantemente la despectiva contracción “demoliberal”.
Que haya sido elaborada en plena crisis de legitimidad y que su vigencia fuera intermitente y accidentada, no disminuye los méritos de esta Constitución de avanzada que estableció el sufragio universal masculino e indirecto, proclamó la soberanía nacional, la monarquía constitucional, la separación e independencia de poderes, la libertad de imprenta, de comercio e industria, y el reparto de tierras.
Aquella cláusula sobre la libertad de imprenta aprobada en Cádiz, marcó el paso del ejercicio de hecho de esa libertad a otro respaldado por la ley. Ella se nutrió de un estado de ánimo y de ideas que comenzaron a abrirse paso con más fuerza en sociedades, clubes y tertulias a partir de la invasión de las tropas napoleónicas. Esos grupos consideraban que la prensa era un necesario orientador de la opinión pública.
“Sin libertad de palabra, sin libertad de pensamiento, sin libertad de expresión de este pensamiento, no hay libertad”, anota Masana Argüelles. La libertad de prensa era eje, vehículo y garantía de las libertades públicas. Libertades que, para algunos hombres de esa época, no debían trasponer los límites de la religión ni la de los gobiernos.
En la América española, a comienzos del siglo XIX, comenzaron multiplicarse las imprentas y, con ello, los periódicos. Para controlar su expansión y uso debían obtener licencia oficial, restricción que comenzó a ser burlada por las “imprentillas de mano o portátiles” donde se imprimían “pasquines y cedulillas” las que, por ser peligrosas, ordenó confiscar un virrey.
El artículo 371 de la Constitución de Cádiz estableció que: “Todos los españoles tienen la libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes”.
Julio V. González estableció la influencia del espíritu y de la letra de este texto constitucional sobre algunos de los protagonistas que participaron en la redacción de los primeros textos pre-constitucionales argentinos, entre ellos el Deán Funes que hizo suya la idea sobre libertad de prensa.
Si incluir cláusulas que garantizaran la libertad para opinar, expresar y publicar ideas fue una de las primeras preocupaciones de los redactores de Cádiz, su supresión y el restablecimiento, con más rigor, de la censura fueron algunas de las medidas que Fernando VII adoptó tan pronto como dejó el cautiverio y recuperó el trono.
La única idea clara que Fernando VII tenía en materia constitucional era derogar la Constitución de Cádiz, condición imprescindible para restaurar el absolutismo monárquico. Como él y sus consejeros estaban convencidos de que la prensa libre había sido la culpable de las reformas liberales, una de las primeras medidas fue restablecer la censura para silenciar a la prensa.
Aunque para acabar con esas libertades no necesitaba de demasiados argumentos, sus consejeros la justificaron en los peligros que trajo consigo “el abuso que se ha hecho de la imprenta”. No sólo abusos de la imprenta sino también de los panfletos, las representaciones teatrales, las obras y los comentarios satíricos.
La Constitución de Cádiz, y con ella la libertad de imprenta, estuvo sometida a vaivenes políticos. Rigió en algunas regiones españolas desde marzo de 1812 a marzo de 1814. También lo estuvo durante el Trienio Liberal (1820-1823) y entre 1836 y 1837. Durante el siglo XIX español la libertad de imprenta fue excepción y la censura, regla.
Desde 1900 a 1936 “la prensa española creció y se enriqueció hasta un nivel igual al de las naciones más desarrolladas del mundo”, señala Juan Montabes Pereira. Esta libertad no corrió mejor suerte durante los cinco años de la Segunda República Española que dictó una ley que admitió el secuestro y clausura de periódicos, restableció la censura y aumentó las prerrogativas intervencionistas del gobierno.
Tampoco le fue bien bajo la dictadura de Franco que construyó una férrea cadena inspirada en los modelos totalitarios del fascismo, nazismo y estalinismo, a través de un ente -la Prensa del Movimiento- en la que fueron a dar todas las imprentas y periódicos opositores incautados en 1937 por esa dictadura.
A mediados del siglo XIX John Stuart Mill creyó que había pasado el tiempo en que era necesario defender la libertad de prensa frente a gobiernos arbitrarios. Stuart Mill no pudo preveer que, durante los 160 años posteriores, tal necesidad no sólo no desaparecería sino que se haría más frecuente y apremiante. En este punto, la Constitución de Cádiz no está atrás: aún forma parte de nuestro horizonte. Esto es uno de los motivos para mirar hacia su Bicentenario.
- Gregorio A. Caro Figueroa
- Este texto sobre los doscientos años de la Constitución de Cádiz se publica como editorial del reciente número de la revista «Todo es Historia», una de las publicaciones culturales argentinas de mayor pluralismo, circulación y prestigio.
Fundada en mayo de 1967 y dirigida, hasta el 2010, por Félix Luna, en mayo de 2012 «Todo es Historia» cumple 45 años de publicación ininterrumpida.