Se puede entender que haya gente que critique al actual gobierno nacional, que no esté de acuerdo con algunas medidas gubernamentales, que piense que hay falencias, que crea que falta mucho por hacer, que se preocupe, por ejemplo, de la precariedad laboral, de los focos de supuesta corrupción que pudieren habitar, como en todo gobierno de esta tierra, en algún sector de la administración, etc.
La crítica siempre es bienvenida y necesaria en un sistema democrático y la oposición tiene la función fundamental de controlar y observar el desempeño de los gobiernos, ya que el exceso de poder estatal suele desembocar muchas veces en el autoritarismo y la tiranía, así como la ausencia del estado, y la reducción de la política a la función de mera gestora de los negocios neoliberales, instala la tiranía del mercado, ubicando a éste por sobre todas las otras consideraciones humanas.
Todo esto se entiende, se entiende la crítica, el disenso, las funciones de la oposición, etc. Lo que cuesta entender es el rechazo visceral e irracional de un sector de la clase media hacia la figura de la presidenta Cristina de Kirchner, rechazo paradójico porque proviene precisamente de aquellos mismos sectores que en la época menemista no decían nada cuando las políticas del neoliberalismo realizaban los grandes negociados en perjuicio del país, malvendían las empresas públicas, remataban YPF, sepultaban los ferrocarriles, destruían las funciones del Estado, dilapidaban el patrimonio público y ponían a la nación de rodillas frente a los organismos de crédito internacional.
Ese sector de la clase media argentina que hoy denosta a la presidenta es el mismo que callaba cuando la fiesta neoliberal del menemismo enviaba a muchos de sus miembros a engrosar las filas de las villas miserias de la República y los dejaba en Pampa y la vía, sin trabajo, sin jubilaciones, sin esperanza, sin futuro. Recordemos aquel dibujo cómico aparecido en uno de los grandes diarios argentinos, que mostraba una villa miseria en cuya entrada un pasacalle decía: “bienvenidos los de la clase media”. Es ese mismo sector de la clase media argentina que decía “por algo será” cuando la dictadura militar, encargada de barrer la cancha para que las políticas neoliberales pudieran moverse a sus anchas, hacía desaparecer a treinta mil argentinos, la mayoría de ellos pertenecientes a esa misma clase media.
Es esa misma clase media que durante buena parte del siglo XX vio cómo, cada dos o tres años, se sucedían inevitablemente las devaluaciones, los cambios de moneda, las quitas de ceros de los billetes, las consignas de “hay que ajustarse el cinturón ” y “hay que pasar el invierno”, los planes austral, los corralitos y los corralones, la confiscación de los ahorros y, por supuesto, los golpes de Estado, la que ahora sale a defenestrar al actual gobierno luego de ocho años de relativa tranquilidad monetaria y crecimiento económico.
El encono actual que algún segmento de la clase media profesa hacia la figura presidencial quizá sólo pueda entenderse por el lado de las identificaciones imaginarias. Es curioso advertir, por ejemplo, cómo algunos individuos de ese sector social comienzan a odiar a “Cristina” no cuando les va mal económicamente, sino paradójicamente cuando empiezan a estar un poco mejor en ese sentido. Es frecuente observar a personas, que en los últimos años han logrado construir su casa, comprar un automóvil nuevo, realizar algún viaje de vacaciones, etc., despotricar abiertamente contra del gobierno sin más argumentos que un par de frasecitas extraídas de las tapas de los diarios neoliberales que hoy ejercen un terrorismo mediático en función de sus apetencias especulativas y no una oposición responsable.
Es que muchos sujetos de la clase media se identificaron y se identifican siempre con la clase alta, quieren parecerse a ella, tratan de imitar sus modos de goce, adquirir sus costumbres, consumir sus objetos, ir a los mismos lugares, etc. Y en el momento en que empiezan a estar en una mejor posición económica es cuando más se identifican, por supuesto, con los intereses de los de arriba.
Dicho de otra manera, la clase media se avergüenza en un punto de su condición, no quiere parecerse a sí misma, se vuelve en alguna medida contra sus propios logros. El auto nuevo, el departamento, la posibilidad de un mayor consumo, les hace a muchos fantasear y creer imaginariamente que ya pertenecen a los sectores pudientes de la sociedad y que por consiguiente tienen la obligación, en función de sus ideales del Yo, de imitar lo fundamental de los ricos en general: el lógico sentimiento de autosuficiencia, el rechazo hacia los sectores más humildes de la población, la tendencia a la insensibilidad social, la indiferencia y principalmente la aversión a todo gobierno que tenga algún atisbo de índole popular.
Ese fenómeno identificatorio logró su punto más alto en ocasión de la crisis política con el campo en el año 2009. Fue en momento en que muchos individuos de la clase media, que no tenían tierras ni en la maceta de la ventana, pegaban las calcomanías “yo estoy con el campo” en las lunetas de sus modestos automóviles o salían a las calles disfrazados con ropas campestres.
De lo que se trata es que las clases sociales no toleran que otros les usurpen sus modos de goce y quieran en un punto parecérseles, que los de “abajo” pretendan acceder a sus formas de satisfacción. En este momento en que los sectores humildes de la población empiezan en algunos casos a acceder lentamente a cierto consumo, a comprar automóviles, a viajar, a ocupar de a poco los espacios públicos que anteriormente les eran vedados, es decir, a ser integrados en un universo simbólico, es cuando la clase media, o al menos una parte de esa clase media, reacciona con horror ante la proximidad y la posibilidad de que se pueda producir un achicamiento de las diferencias.
Es que el odio no es ante lo distinto y disímil, sino más bien ante lo semejante y frente a todo aquel que por estar demasiado próximo pueda devolvernos nuestra propia imagen en el espejo, la parte proyectada de nosotros mismos que no queremos ver reflejada en el otro. Es la tensión agresiva del Yo, la reacción paranoide, el creer que el otro se quiere apropiar o quitarnos lo que nos pertenece, quedarse con lo que es nuestro. Esa reacción paranoide, de ese sector de la clase media que ve hoy cómo los pobres pretenden adueñarse de sus maneras de gozar, encuentra sus formas de expresión en el rechazo al “subsidio universal por hijo”, los planes sociales, los piquetes, etc.
Esa clase media, que idealiza al llamado “primer mundo” y que habla de “países serios”, olvida que esos supuestos “países serios” siempre tuvieron planes sociales, subsidios, pensiones para los desocupados, ayudas para los “parados”, etc. Además esa aversión a la presidenta encuentra su manifestación fundamentalmente en las mujeres de ese segmento de la clase media que ven, y rechazan en la figura presidencial femenina, todo aquello que ellas hubieran querido para sí: el triunfo, los logros, la belleza, el reconocimiento social, la obtención de un lugar de dominio, etc.
Pero es lo económico lo que introduce un punto de coherencia y abrocha un sentido de realidad, aquello que todavía nos liga de algún modo a lo simbólico y al lazo social, es decir, lo económico es, en el mundo actual, el último punto de ligazón de una significación. Es probable que muchos de aquellos mismos que rechazan ideológicamente a la presidenta hayan votado curiosamente al kirchnerismo el 14 de agosto. Porque sino no se explica cómo Cristina Kirchner pudo ganar hasta en aquellos bastiones antikirchneristas de la pampa húmeda, en las localidades de donde son oriundos los dirigentes de la Sociedad Rural y hasta en el mismísimo Puerto Madero en la ciudad de Buenos Aires.
Es que parece que alguna gente cuando habla lo hace generalmente desde la ideología y el goce de las identificaciones, pero que en el cuarto oscuro vota desde el bolsillo bien concreto, recobrando así, por un instante, la pulsión de vida y la autoconservación. Al menos esta vez no quisieron saltar al vacío.
- Antonio Guitiérrez
Escritor y Periodista