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Con la historia en la sangre

Felix Luna
Felix Luna
Que Félix Luna tenía la historia en la sangre lo prueba su compromiso de vida con ella, visible en su vasta obra y explícita en su propia ratificación: “A veces se me da por creer que llevo la historia en la sangre”, escribió en aquel libro que tituló Encuentros, eludiendo la solemne y postrera tarea de plasmar recuerdos en “Memorias”.


Remitiendo a pasiones lindantes con la cólera, el torrente sanguíneo resultaría incompatible con el equilibrio, la sensatez y la razón que deben presidir el trabajo del historiador. Dos grandes historiadores franceses, Michelet, en el siglo XIX y Braudel en el XX, admitieron tener pasión por su país.

Al historiador, como ser humano, le está permitido tener una pasión “exigente y complicada” a condición, anotó Braudel, que ella no se cuele y termine por prevalecer en sus libros. “El historiador debe condenarse a una especie de silencio personal. Es necesario purgarse de pasiones”, añadió.

Aquí la pasión se define y despliega como amor: “Hay que amar lo que se hace”, dijo Luna quien, por sinceridad y modestia, señaló que su vocación por la historia era más vital que profesional. Por esos mismos motivos, le faltó admitir que puso su vitalidad al servicio de la tarea de hacer de la orfebrería de la historia un arte y, de éste, una profesión.

Luna pensó que no alcanzaba con tener métodos sino que era necesario también tener una tabla de valores ¿De qué valen en el historiador los marcos teóricos sin tabla de valores y sin honradez profesional?

En Luna la pasión no desplazó a la razón; no se manifestó como fanatismo ni como justificación o idealización de la violencia. “Por temperamento, por formación y convicción, detesto la violencia en todas sus expresiones”, escribió al final de Encuentros.

Sus libros Los caudillos y El 45 fueron, reconoció, “una contribución a la pacificación de los argentinos”. Soy Roca le ayudó “a ser más tolerante”. Para Luna, la tarea del historiador consiste en “intentar comprender el pasado para pacificar el presente y lograr una convivencia madura”.

Luna entendía la historia “como un modo de pensar y reflexionar sobre el país a partir de su pasado” y como una contribución a tener “una cierta idea de país”. Admitiendo juveniles simpatías por la Unión Cívica Radical, no se embarcó en historias ideológicas o de partido en las que Benedetto Croce vio meros excitantes para legitimar facciones y poderes.

Esas historias tendenciosas construyen imágenes amables u odiosas con el deliberado propósito de provocar atracción hacia los amigos y un rechazo negador del enemigo. Esas visiones, destinadas más a “estimular los nervios” que a buscar la verdad, añade Croce, “parecen corruptoras o destructoras de la verdad histórica”.

Aquella pasión de Luna se explica y nutre por su pertenencia a un antiguo linaje criollo que, enraizado en La Rioja a partir de 1620, protagonizó un pasado de luchas, alegrías, duelos y entreveros, hasta finales del siglo XIX.

Ese pasado acumulado y trasmitido confirió a Félix Luna una natural y tranquila seguridad de sus relaciones con el país, inmunizándolo de excesos nacionalistas que suelen ocultar ansiedad por compensar carencias.

Luna no necesitó sobreactuar ni ostentar pasión argentina, la que no confundió con la estrecha visión de un país reducido a Buenos Aires. Interés que, a lo largo de su vida, realimentó con fiel y permanente relación con las provincias, sus comarcas y sus gentes.

“A mí la historia se me fue abriendo como una tipicidad lugareña”, confesó. No sólo eso: comenzó a manifestarse como interés por el núcleo familiar. Antes que llegara la moda de incluir lo pequeño desdeñado y a malditos demonizados en la historia, Luna había incorporado esos temas a sus preocupaciones. En él esa pasión argentina no fue vestimenta adquirida sino congénita piel.

Tiene razón Miguel Bravo Tedín cuando advierte que “Félix Luna fue el historiador más federal que tuvimos. Siempre reconoció el protagonismo a las provincias”. Su provincianismo no se recostaba en el denuesto a Buenos Aires, sino en el abrazo entre el interior y el puerto. Esa visión no se confundía con un federalismo más folklórico y plañidero que maduro y constructivo.

Tal apego en nada se parecía al pequeño localismo que exalta raíces y olvida ramas y copas, rindiendo culto a un pasado idealizado, congelado, replegado, temeroso del futuro y del cambio. Tampoco se identificaba con el tradicionalismo defensivo que parasita y empobrece la tradición.

La trayectoria vital e intelectual de Luna se identifica con la divisa que en 1914 adoptó la mediterránea Universidad Nacional de Tucumán: Pedes in terra, ad sidera visus (“los pies en la tierra, la cabeza hacia las estrellas”) Viajero de a caballo y a lomo de mula por los llanos, cantor, guitarrista, poeta, retratista de caudillos, sin cortar esas raíces Luna se abrió a lo nacional y a lo universal.

Esa apertura fue próxima, tangible, visible. De la amplitud del campo que el abrió, o ensanchó como nadie, dan cuenta casi treinta libros editados, cincuenta composiciones musicales, cuarenta y dos años dirigiendo y animando Todo es Historia, miles de artículos, entrevistas, conferencias académicas, charlas en todo el país.

Cuando tuvo que definirse dijo: “Yo he sido un divulgador”. Cuando en 1993 se incorporó como académico de número a la Academia Nacional de la Historia, el tema que eligió para su disertación fue “La historia y su divulgación”. Pensó que rigor, profundidad, claridad y amenidad no están condenados a la enemistad, sino a entenderse y cooperar.

A lo largo de 43 turbulentos años, en Todo es Historia escribieron más de 1.400 autores pertenecientes a un amplio arco historiográfico, ideológico, geográfico y generacional. Aunque la revista apareció en 1967, el tiempo se encargó de mostrar que no se trató de una moda sesentista.

Aunque sensible al clima de época, Luna no cedió a la tentación de la simplificación que reducía la producción historiográfica a gruesas manos de pintura en blanco o en negro, en el que se complace el pensamiento único. Su equilibrio no se construyó sobre el cómodo cimiento del término medio, sino sobre la apertura al debate de opiniones no sólo diferentes, sino antagónicas.

Luna modeló una historia con rostro humano. Se arriesgó en el terreno movedizo de la historia reciente. En sus libros el rigor, la claridad, el equilibrio, la amenidad y lo coloquial se dan la mano. Estudió, escribió y difundió, utilizando casi todas las tecnologías, textos sobre todas las etapas del país, para todos los niveles, para todas las edades, para todos los argentinos.

Sacó la historia nacional a la calle. La puso a la altura de la comprensión y del bolsillo de cualquier argentino: en los kioscos del país, en la portada de diarios y revistas, en fascículos, en la radio, el disco, la televisión, el cine, en el club de barrio y en la cátedra.

En el historiador, de paso fugaz por la abogacía que le aburría, está presente el periodista que durante diez años aprendió en ese oficio “la necesidad de ser sintético”, de ser claro y de respetar la hora de cierre. “He sido un periodista de la historia”, dijo Luna, que se definió como “ex abogado”.

Luna prefirió vivir de acuerdo a sus valores antes que proclamarlos. No predicó republicanismo, pluralismo, autocrítica, respeto a la opinión ajena o igualitarismo: los practicó y cultivo con sobriedad, sin alardes.

No se sintió poseedor de la verdad. Tampoco se creyó infalible. Procuró que el conocimiento de la historia le ayudara a equivocarse menos, aunque admitió haberse equivocado “muchas veces”. El historiador no es juez. Tampoco adivino. “El historiador debe aprender a ser humilde. Él es un guardasellos del tiempo pasado, que pesa y condiciona el presente de modo inevitable”, me explicó en 1987.

Félix Luna no usó la historia para atizar fuegos ni para profundizar conflictos. Sin desconocer el peso de nuestros antiguos y renovados antagonismos, apostó por rescatar y valorar las coincidencias y las armonías.

No hizo de su pasión por la historia una pedagogía del odio. Esa historia que escribió y llevó en su sangre, nunca fue puesta al servicio de odios recurrentes que suelen incitar a perpetuar en el tiempo el derramamiento de otras sangres.

  • Texto: Gregorio Caro Figueroa.

    Historiador y periodista

    Editorial del número 520 de la revista “Todo es Historia”.

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