No podría decir ahora qué colectivo me dejó la tarde del miércoles 7 de octubre de 1970, sin duda de clima primaveral, en las proximidades de la Iglesia de Cristo Rey, ubicada en la calle Zamudio 5541 del barrio porteño de Villa Pueyrredón; la parroquia entonces a cargo del sacerdote Francisco Mascialino, religioso de actuación preponderante -en julio de 1965- en el Encuentro de Quilmes, convocado para “ubicar a Dios en la vida de los sacerdotes, en la Iglesia y en el mundo”.
Cuarenta y dos años no pasan en vano y se han ido borroneando muchos detalles de aquella jornada. Sí tengo viva la imagen de unos cuantos bancos ocupados durante la misa vespertina, que celebró el también tercermundista padre Domingo Antonio Bresci -vicario cooperador del templo- por el alma de Fernando Luis Abal Medina y Carlos Gustavo Ramus al cumplirse un mes de la muerte de ambos montoneros, luego de un enfrentamiento sostenido con la policía bonaerense en la hoy desaparecida pizzería La Rueda de la localidad de William Morris.
Yo estrenaba ese año mi libreta de enrolamiento, abrevaba en la Teología de la Liberación y aguardaba ansioso cada bimestre la llegada a casa -con preocupación de mis preconciliares padres- de la revista Cristianismo y Revolución de la que me había hecho suscriptor; la publicación fundada por Juan García Elorrio para enfrentar al onganiato cursillista de las fronteras ideológicas con un discurso de cristianismo comprometido con la opción por los pobres y que luego de la extraña muerte de su fundador en un accidente automovilístico ocurrido en febrero del mismo año 70, continuó apareciendo un tiempo más bajo la dirección de Casiana Ahumada.
Naturalmente pensaba como tantos otros miembros de mi generación que el mundo era muy viejo y muy injusto – no ha variado mi opinión al respecto- y que bastaba con la acción de nuestra juventud para modificarlo, lo cual era ingenuo. Porque la conciencia de edad emergía a flor de piel casi como una conciencia de clase. Y porque nos jugábamos a todo o nada a que nuestra mocedad se hallaba en línea directa con el juvenilismo del septuagenario Perón, que desde Madrid exaltaba el Mayo Francés y el Cordobazo. Así creíamos interpretar como nadie, por de pronto mejor que su moderadísimo y atildado delegado Jorge Daniel Paladino, sus instrucciones y sus guiños, en una sintonía que conformaba una inapelable mayoría absoluta como para disponer de vidas propias y ajenas. Espíritu de sacrificio y martirio dirá alguien y tendrá razón; de refrendar hoy, tal vez sin saberlo, las palabras pronunciadas frente a los cadáveres de Abal Medina y Ramus por el padre Hernán Benítez, el ex confesor de Eva Perón, en la iglesia San Francisco Solano de Mataderos: “Su muerte, ante Dios, es un holocausto”. Fanatismo adolescente hasta el crimen y el suicidio, juzgará algún otro mirando el ayer con ojos actuales y bajo esa perspectiva algo sesgada también tendrá razón.
Lo cierto es que el sentido en el fondo más político que piadoso de los concurrentes a esa ceremonia religiosa, organizada en secreto en un espacio que habilitaba a los sectores del peronismo combativo en la calle Cangallo -hoy Perón-, en pleno Balvanera, el Sindicato FOETRA liderado por Julio Guillán, fue conocido por las autoridades del Ministerio del Interior a cargo del brigadier Eduardo Francisco Mac Loughlin y ocurrió lo inesperado al menos para mí, bastante inexperto en la gimnasia insurreccional de superficie: la Policía Federal con efectivos de la Guardia de Infantería cercó la cuadra e ingresó al templo, palpó de armas a todos los presentes y se llevó detenidos a los asistentes a la misa, incluidos algunos feligreses habituales que debieron acreditar en la Comisaría Seccional 47 su vecindad con la iglesia. Al resto: es decir a los militantes con el sindicalista Andrés Framini a la cabeza, nos trasladaron de allí a la División Asuntos Políticos de Coordinación Federal para la identificación. No se torturó a nadie y al día siguiente fuimos recuperando la libertad luego de ser fichados los que aún carecíamos de antecedentes en los registros policiales. Un acto más de intimidación, preparatorio del terror estatal que mostraría toda su crudeza años después, con las parapoliciales tres A y con el Proceso y sus treinta mil desaparecidos.
Memoro el hecho vivido hace más de cuatro décadas, al leer en los periódicos que el pasado 7 de septiembre se celebró en William Morris el “Día del Militante Montonero” con gran escándalo de La Nación que lo tituló en un editorial “Oprobioso homenaje”. Claro está que el acto que mereció tal calificativo transcurrió con riesgo cero para los concurrentes, de quienes sospecho buscaron más asomarse y “asociarse” al panteón de una mitología revolucionaria, que establecer un hito lejano de posible concatenación con el presente que lejos está –o debería- de abrevar en postulados de violencia.
Descuento pues que los nuevos actores del homenaje a Abal Medina y a Ramus entienden que era muy distinta la realidad de 1970, cuando los montoneros –había ofrendas florales de Perón en su velatorio, tal como informó La Nación del sábado 12 de septiembre de aquel año-, pero no sólo los montoneros actuaban con violencia y a diestra y siniestra se expandía como mancha de aceite la intolerancia. Así por ejemplo el diario La Razón, que en la 5ta. edición del jueves 8 de octubre, en la página 16 dio detalles sobre lo acontecido en la parroquia de Cristo Rey bajo el título: “Un procedimiento en una Iglesia” -la noticia a dos columnas transcribe la lista de los detenidos y allí no será raro hallar hoy el nombre de más de un desaparecido-, dos días antes registró que el obispo Carlos T. Gattinoni, de la Iglesia Evangélica Metodista Argentina, expresó durante la semana de la Biblia organizada por la Sociedad Bíblica Argentina que “La Biblia es revolucionaria. Es la dinamita de Dios”. Es que sino todo, mucho de lo que entonces se decía en voz alta auspiciaba el choque sangriento cuya inevitabilidad tampoco se ponía en duda. Ciertamente las condiciones de la época eran otras, el tuteo verbal con la violencia política que venía de décadas hizo perder respeto por la vida; y la muerte nos fascinaba menos por su misterio ancestral que por el rostro jesucristiano del Che Guevara exhibido al mundo -en octubre de 1967- desde el piletón de lavar del Hospital Nuestro Señor de Malta de Vallegrande en Bolivia.
Pero la historia por fortuna no se repite, al menos cuando las sociedades y sus dirigencias tienen la voluntad y la imaginación de abrir nuevas direcciones, no para distraer o neutralizar demandas sectoriales con ilusorios paisajes de propaganda o meros relatos, sino para permitir poner en acto el mejor ánimo colectivo. Al cabo la contratara del resentimiento y la indignación.-
- Carlos María Romero Sosa, abogado y escritor.
Su último libro es “Destiempo de tranvías”, 2012.-
http://poeta-entredossiglos.blogspot.com.