Da la sensación de que algunos de los votantes de “cambiemos” no estuvieran tan jubilosos como era de prever. Dicen, por ejemplo: “hay que esperar”, “veremos cómo nos va con el nuevo gobierno”, casi en una actitud de identificación con los derrotados en las urnas, como pidiendo disculpas por adelantado, por las dudas.
Uno quisiera preguntarles entonces: “¿pero, acaso ustedes no votaron a Macri?”. Son por ahora sólo unos pocos pero instalan una especie de remordimiento anticipado, como aquellos adolescentes que sienten nostalgia por amores que aún no han sido, pero que duelen con anticipación, pena por amores que no tuvieron siquiera lugar.
Lo que en otras ocasiones de la historia tardó años en producirse (el arrepentimiento por el antiperonismo o por las campañas de la clase media contra Arturo Illia, la rotura de la alianza en el gobierno de De la Rúa, etc.) hoy se anuncia de algún modo con antelación, antes de que los ganadores asuman el nuevo gobierno, casi como en una aceleración del tiempo relativo donde es posible, por ejemplo, salir de una habitación antes de entrar. Pareciera que algo del mito de “Tótem y tabú”, descrito por Freud, se pusiera en juego en todo esto: cometido el asesinato del padre omnipotente, sobreviene en los integrantes de la horda la culpa retrospectiva por haberlo matado y la identificación con el padre muerto. El auto-reproche inconsciente comienza a sustituir al odio. Si hubiera habido, hagamos un esfuerzo de imaginación, otro ballotage tres días después de haberse realizado el ballotage, seguramente otro sería el resultado.
Resulta que algunos amigos, aunque por el momento sean unos pocos, empiezan a descubrir que el gobierno y la figura de la Presidenta no eran tan despiadadamente terribles y dictatoriales como creían, sino que realizaron “muchas cosas buenas que es necesario preservar”. Es que el triunfo pesa, sobre todo cuando no se vota a favor de un candidato, sino en contra de otro, por odio a una figura en la que se había logrado hacer confluir la suma de los malestares y las más variadas frustraciones personales. Pero el asomo actual de cierta auto-recriminación previa por el cheque en blanco, no hace menos responsables a los responsables. Ahora ya es tarde y habrá que esperar y confiar, por el bienestar de todos, que la nave no será enfilada hacia los acantilados.
Los que sí están sin duda muy contentos y seguros de su elección (los poderosos nunca se equivocan) son los grandes grupos del poder económico y financiero que hoy buscan recuperar la dominación absoluta sobre los países de Latinoamérica e intentan abortar un proyecto nacional que establecía, bien o mal, algún límite al desborde de las aguas del mercado. Ellos no sienten culpa alguna y jamás se arrepienten. La neurosis siempre está del lado de las clases medias. Y para que las ganancias queden en manos de unos pocos, devaluarán y harán caer el costo de los salarios, etc., pero dirán (ya lo dicen) que es por culpa del gobierno saliente, por la “pesada herencia”, por los monstruos amenazantes en los alrededores. Y si no hay “monstruos”, necesitan inventarlos para mantener la cohesión de los aldeanos y hacerles más soportable lo insoportable. Y algunos les creen.
Hoy el discurso capitalista, en su relación con la ciencia, promete engañosamente dar por tierra con la falta constitutiva del sujeto, terminar con la condición del ser castrado, abolir ese punto de imposible, estructural al lenguaje. En esa dirección están hoy muchas de las ofertas del mercado: las cirugías estéticas, el consumo irrefrenable de viajes de placer y relaciones sexuales, el consumismo de dietas, el exceso de gimnasia, las drogas, la acumulación de títulos de postgrado, etc. El asunto es completar el todo, anular la grieta constitutiva. Allí donde está la falta estructural del sujeto, el capitalismo pone hoy los objetos que prometen la completud y la armonía.
Lo dice la oferta marketinera de los aparatos publicitarios del neoliberalismo que quieren convencer a los incautos de que los paraísos existen: «lo imposible es posible», «todo se puede», «haremos la revolución de la alegría», «todos juntos y felices», «una Argentina feliz», «pobreza cero», etc. Pero sabemos por Freud que esa promesa es imposible de cumplir y que la hiancia constitutiva del sujeto es ineliminable y que lo que muchos individuos buscan de manera inconsciente en las ofertas de felicidad, no es precisamente el bienestar, sino la repetición, la vuelta contra sí mismos y contra sus propios logros.
Lo que por estructura no anda, eso que en la civilización no camina, el malestar en la cultura, insiste y aparece a pesar de todas esas promesas. Jacques Lacan decía que una de las tres tareas imposibles, junto con la de educar y psicoanalizar, es la de gobernar.
Dicho de otro modo: la promesa macrista de completud y alegría para todos, es un engaño y llevará inevitablemente a la desilusión. Frases como “la revolución de la alegría”, “se puede, se puede”, etc., deberían hacernos temblar, porque lo que traen indefectiblemente bajo el poncho es la contra-cara. Basta que prometamos alegría, para que aparezcan, como en una banda de Moebius, la tristeza y la repetición. Y ya empiezan a aflorar anticipadamente las primeras desazones y decepciones, no en los anti neoliberales que nunca esperaron nada bueno de esos ofrecimientos del márketing, sino en los esperanzados adherentes al «cambio».
La actitud cándida y beatífica de algunos de los votantes de “cambiemos”, es signo de una inquietud. Tal vez empiezan a darse cuenta, por anticipado, que la oferta de armonía fue un engaño y que siempre habrá algo que por estructura no anda, a pesar de todas las promesas de unión y de mundo feliz, porque, en realidad, en las sociedades no hay armonía ni un “todos felices” bajo la luz de la luna, sino conflictos, tensiones, pujas distributivas, intereses enfrentados, negociaciones, diferencias, medición de fuerzas, reivindicaciones sectoriales, ejercicios de poder, no correspondencia entre las exigencias pulsionales y los preceptos morales, en definitiva, grieta civilizatoria, por estructura.
Terminado el espectáculo preelectoral, está éste real que hoy nos ocupa, el encuentro próximo con una realidad que lógicamente será mucho más compleja que una simple cuestión de pompas y alegrías. Los que compraron la cajita de “La revolución de la alegría”, no tardarán en descubrir que no traía más que globitos de colores.
-*Por Antonio Gutiérrez, psicólogo y escritor
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