Cuando el 26 de julio de 1952, Evita moría de cáncer en le Palacio Unzué, lugar donde actualmente se encuentra la Biblioteca Nacional (Austria y Libertador), en Buenos Aires, Hugo Chávez aún no había nacido. Sin embargo, luego de décadas la historia del martirio se repite: Chávez muere minuciosamente destruido por una enfermedad atroz, igual a la de Evita, en la cima de su gloria, que es la gloria de su pueblo.
Como Eva Perón, el presidente de Venezuela ya había dicho: “Yo no soy yo” y había compartido su identidad con los otros, con los desposeídos y sin nombre de América Latina y el mundo. Eva Perón también había dicho que no quería honores sino el amor de su pueblo (en sus discursos y en “La razón de mi vida”) y que deseaba ser recordada como una humilde mujer llamada Evita que estaba al lado de Perón.
Los dos se vaciaron de identidad, se olvidaron de ellos mismos, descendieron del Yo, esa instancia que anuda el ser, y comenzaron a andar sin ellos mismos, o sea, vaciados ya de las prevenciones y cuidados del yo, de la historia personal y de las ambiciones individuales.
En una entrevista, dice Chávez, que a él no le interesaba ya nada, que él no era él sino su causa, pues Fidel Castro le recomendaba que descansara, que se cuidase. Lo cierto es que el Presidente Chávez, otrora el joven soñador que había entrado en el Colegio Militar, admirador de Simón Bolívar, San Martín y Perón, había partido hacia la historia, había dejado su cuerpo y sus deseos, se había despojado y –era notable- se había metamorfoseado en “algo” indescriptible: un espíritu, un espíritu que era la lucha inclaudicable contra el imperialismo, la defensa de su pueblo y la solidaridad con los otros pueblos del mundo.
Tanto a él como a Evita, los mataron crueles enfermedades, sufrieron un larga agonía, que no es otra cosa que el “agón” de los griegos, una pugna sin cuartel donde la voluntad resiste los embates como si fuese una muralla asediada. Ellos no tenían tiempo, ni para curarse, ni para detenerse, y fueron el blanco de afecciones que parecían alimentarse con el odio de aquellos incapaces de comprender, resguardados en sus intereses mezquinos.
A pesar de las distancias de años y épocas, a pesar de que Evita nunca tuvo un cargo oficial mientras que Chávez se situó como un extraordinario y lúcido estadista, la historia es semejante, porque en ella está implícita la materia de las grandes almas, la mística del deber, el desvelo ante un mandato ético, ubicado más allá de los límites humanos.
Millones de personas desfilaron ante el féretro del Comandante Chávez, bajo el sol impiadoso del Caribe, niños, ancianos, mujeres, todos militantes, dignificados en la palabra y en la acción de su líder, igual a aquellas dolorosa muchedumbre durante semanas del invierno de 1952 cuando las calles de Buenos Aires se poblaron de miles y miles de ciudadanos que querían despedir a Eva Perón, cuyo cuerpo incorruptible gracias a la intervención del doctor Pedro Ara, se exponía en le Congreso de la Nación, bajo una lluvia pertinaz y gélida que duró 16 días enmarcados en montañas de rosas y orquídeas. Salvas de cañonazos los despidieron y las lágrimas de sus pueblos. Los funerales de Evita y Chávez fueron los más grandes funerales de la América del Sur y del mundo.
Evita y Chávez se inmolaron en sus causas, se alejaron de la caravana, del lugar común, del sentido común, del rebaño, vía de la acción por la vida y los demás, arribaron al lugar del sacrificio supremo, el lugar de la no palabra, el lugar del cuerpo sin protecciones, sin ningún reparo, embestido por rayos inclementes, debilitado, sacrificial, como cristos nuevos, dejando de ser ellos, dejando la vestimenta engañosa de su yo, para ser los otros, para ser definitivamente HISTORIA y para triunfar desde la muerte.
- Liliana Bellone
Escritora
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