(Colombia, especial para Salta Libre) En Petare, uno de poblados de la más grande de las islas del Rosario –Colombia-, Jason aborda con sus artesanías al visitante que llega por el sendero. Puede mostrarles la más bella y escondida de las playas de la isla. O hablarles, largo, sobre la vida de los 1200 habitantes de ese pedazo de tierra firme de no más de tres kilómetros de largo, rodeada de corales. Hermosas jóvenes morenas se le cruzan en el camino. A todas tiene algo para decirles. Lenguaraz, este hijo de la mujer cristiana del pueblo como gusta describirse, intenta en vano convencerlas de que él es, o hubiera sido, su mejor pareja.
Las chicas sonríen y siguen caminando, descalzas. “Aquí, a los trece o catorce años todas comienzan a tener hijos”, dice como si no les quedara otro horizonte.
Jason ya tuvo pareja, pero a ella le gusta vivir en Cartagena, a 45 minutos en lancha: desde allá viene a veces su hijo a visitarlo. “Yo quiero que tenga una imagen paterna” dice como una reparación: él mismo no conoció a su padre y sólo se crió con su madre, con quien vive ahora.
Un poco por eso, Jason la idolatra. “No hay como el amor de la madre”. Y claro: cuando aún vivía con su mujer, Jasón enfermó y su madre se instaló en su casa para cocinarle. Nadie como ella para prepararle arepas y pescado frito.
Ese día habían llegado desde Cartagena a las islas del Rosario, tres parejas muy desparejas. Ellos, maduros y al borde de la ancianidad, que sólo hablaban inglés. Ellas, chicas morenas que sólo hablaban español del Caribe. Hacía poco, comentaban entre ellas, habían llegado desde Barranquilla. Ellos, ancianos pero con dólares; ellas, jóvenes, bonitas y pobres.
Una imagen que convertía en mera declaración una advertencia que abunda en carteles del aeropuerto de Bogotá: “Sr. Turista, recuerde que la explotación sexual de niñas, niños y adolescentes no es una opción personal, sino un delito”.
En Cartagena la explotación sexual tiene un costado demoníaco. Apenas anochece en el barrio de Getsemaní, a cien metros de la muralla histórica, sale a la calle un grupo de “servidores” –así lo anuncian en sus remeras rojas- con Biblias en las manos. Si una de las mujeres que espera clientes en la puerta de algún hotelucho les da calce, la rodean y rezan, como en un exorcismo.
Otra suerte corre la vendedora de fruta en la plaza frente al Tribunal de la Inquisición, en el centro de la ciudad amurallada. Amarillo, azul y rojo su vestido, como una bandera colombiana. El sol le enciende aún más colores sobre su cabeza, poblada de tajadas de sandías, melones y papayas. Hay una sombra en su rostro, pero las calles de la ciudad histórica y sus balcones se llenan de luz cuando sonríe. Y Colombia se vuelve definitivamente amable.
El diario El Tiempo de Bogotá dedica estos días una contratapa a otra mujer. La periodista mejicana Lidia Cacho presenta su libro “Esclavas del poder”. Amenazada, tuvo que dejar Cancún, donde vivía con su familia. Está convencida de que muchos narcotraficantes –tentados por los dividendos que les deja- se están desplazando a la trata de mujeres. Pero también se necesita, reflexiona, “cambiar algunos patrones culturales sobre el sexismo”.
A pocos metros de la frutera, la iglesia de Santo Domingo abre sus puertas a los turistas. En el interior, los cartageneros católicos veneran la imagen del “Cristo de la expiración”, que acaba de salir por las calles.
Para un salteño, el origen de la devoción le resulta algo conocido: no un terremoto, pero sí una epidemia, hizo que un dominico anunciara que los cartageneros se iban a salvar sólo sacando la imagen por las calles. La imagen había sido encontrada dentro de un cajón que flotaba, milagrosamente, en las aguas del Caribe.
El guión del templo dominico también ensaya una explicación de la Inquisición que podría justificar el retorno de sus oficios: en aquellos tiempos –siglo XVIII- la moral de los cartageneros se había debilitado por las influencias de las costumbres que los negros y las negras habían traído desde África. Así que tuvieron que crear el Tribunal.
Parece que los inquisidores no lograron ganarse las simpatías de los cartageneros. En 1811, no bien gritaron “independencia”, saquearon su edificio e incendiaron sus archivos e instrumentos.
A pocos metros, desde hace unos años también Gertrudis hace su propia rebelión. Es una gorda de Botero recostada, desnuda y plácida, frente a las narices del templo de Santo Domingo. No representa a una madre, como tal vez hubiera querido Jason. Pero se la ve en paz con su cuerpo, y sin culpas. Como diría una rumba que suena estos días en las radios de los taxistas, sólo está vestida de deseo. La leyenda dice que, tocándole uno de los senos, las parejas se aseguran una larga relación amorosa. ¿Quién sabe?
- Por Andrés Gauffin, periodista
afgauffin@hotmail.com
Desde Colombia, especial para Salta Libre