Corremos el riesgo de tramar una historia sin memoria, dibujando un pasado carente de soportes, librado a los abusos de la imaginación personal interesada, o confiado a la manufactura manipulada y politizada de memorias colectivas cortadas a medida y al gusto del poder. El transcurso del tiempo acentúa el contraste entre dos actitudes.
Por un lado, aquella que aborda el pasado con instrumentos más retóricos que rigurosos para tejer textos literariamente amenos y políticamente excitantes. Por otro, una menos estridente que reafirma la importancia de rescatar, preservar, valorizar y hacer uso cuidadoso del documento.
Parece claro que la buena historia no se agota en la compilación, sin pasar por el tamiz de la crítica, de una serie de hechos documentados, de los que se espera hablen por sí mismos. El documento no encierra la objetividad. El documento sin el cruce con otros testimonios, sin preguntas y sin la crítica es un testimonio mutilado.
Aunque también hay que decir que, estimulado por urgencias político – propagandísticas, hay un cada vez menos disimulado y excesivo afán por hacer decir a los documentos aquello que sirve a intereses de sector y se ajusta a la visión ideológica de quienes lo manipulan.
Las escobas de las modas barren sin distinguir el metal noble de la escoria. Del cuestionamiento a la llamada historia oficial o tradicional, por sus limitaciones y su culto fetichista al documento, estamos pasando a una subestimación que está llegando al rechazo en bloque del testimonio documental.
Que, en parte, fueran correctas las crítica a las debilidades de esa corriente, no debería hacer olvidar sus grandes y, muchas veces, monumentales aportes. La nueva noción de documento, superadora de aquella estrechez, antes que simplificar y hacer superficial la historia, tendría que ayudar a abordarla en su complejidad y profundidad.
La caricatura del interés por el documento de esa historia positivista, la simplificó y empobreció, presentando como tontos a grandes historiadores como Ranke, Mommsen o Fustel de Coulanges y facilitando su descalificación integral. Junto con el agua turbia, se tiró la bañera, arrojando al niño que debía protegerse de esas aguas.
Se olvida que fue Fustel de Coulanges quien, en 1862, admitió que allí donde son insuficientes o fallan los documentos escritos, el historiador debe escrutar las fábulas, los mitos, la sensibilidad y las fantasías de los hombres. Para decirlo en el lenguaje de quienes luego lo impugnaron: el imaginario.
De este modo, la historia escrita está quedando expuesta al riesgo de una progresiva pérdida de contacto con las fuentes documentales. A esto se añaden los peligros de una historia divorciada del espacio territorial, y empeñada en dar la espalda a la precisión cronológica.
Lo que abre las puertas de par en par a una historia escrita no documentada, no situada en el espacio y arbitrariamente situada en el tiempo. Lucien Febvre advirtió que el historiador debe evitar “el mayor de todos los pecados; el más irreversible: el anacronismo”.
De este modo, quedamos en los umbrales o en el vestíbulo de una historia privada de sus anclajes principales: el rigor y la ubicación en el espacio y en el tiempo. El desdén por la trama cronológica se explica por la necesidad de subordinar los hechos a intereses políticos.
e olvida, deliberadamente, que la cronología “sostiene la evocación del pasado”. Despreciar la cronología en nombre de las grandes síntesis, más ensayísticas que históricas, es uno de los modos que asume el desprecio al rigor histórico.
La reciente condena a la Argentina del Centenario, presentada como arquetipo del país oligárquico, pastoril, portuario, insensible a lo social y subordinado al Imperio Británico, hace gala de ese rechazo a los datos de la realidad.
A eso se añade otro hecho más grave: ese desconocimiento de la cronología va de la mano de la deliberada alteración de las fechas, no ya de acontecimientos de nuestro pasado lejano, sino de trágicos episodios de la historia argentina de los últimos cincuenta años.
En la Argentina, el ataque al afán erudito y a la “idolatría del documento” impuesta por el positivismo en la segunda mitad del siglo XIX por la llamada historia oficial, fue uno los argumentos más usados para su descalificación.
Los ensayos totalitarios o los poderes totalitarios establecidos necesitan el blindaje de un pensamiento único, uno de cuyos nutrientes es la historia oficial, consagrada como única. Esa visión canónica y sesgada se construye con especulaciones, falta de rigor y alta dosis de arbitrariedad.
Ese tipo de historia al servicio del poder está obsesionada por definir y cercar un territorio reservado al enemigo, recluyéndolo allí en el pasado y en el presente, para luego condenarlo de forma inapelable. El despojo de la memoria precede al despojo de la libertad.
Tal modo de escribir la historia supone que para hacerlo basta recurrir al reciclado de textos precursores de esa historia politizada, que eximen de explorar fuentes primarias y buscar inexploradas vetas documentales.
Pese a este diagnóstico sombrío, aparecen señales de la presencia de una corriente de investigación documental, menos ruidosa y superficial que las de moda, pero más profunda y caudalosa que ellas.
Muestra auspiciosa es la reciente edición, en Buenos Aires y en Sucre, de dos monumentales recopilaciones de impresos publicados desde mediados del siglo XVI hasta mediados del XIX. Ambos continúan trabajos de Gabriel René Moreno, José Toribio Medina, Vargas Ugarte, José Torre Revelo y el padre Guillermo Furlong.
El Instituto Bibliográfico “Antonio Zinny” acaba de publicar los dos primeros volúmenes de la compilación de textos impresos en la Argentina entre 1830 y 1852. La obra abarcará seis tomos. Incluye impresos rescatados de colecciones públicas y privadas.
Esta Historia y bibliografía crítica de las imprentas rioplatenses, dirigida por Jorge Bohdziewicz, comenzó a gestarse hace treinta años y se presenta con la modesta y enorme ambición de ser “una herramienta de consulta”.
La segunda es la Bibliotheca Boliviana Antiqva (1534-1825), gran obra de Joseph M. Barnadas, publicada en Sucre en cuidada edición en dos tomos que totalizan 1770 páginas. El autor se propone aportar “una mirada larga, ancha y profunda” del pasado.
El propósito de este enorme esfuerzo unipersonal, “más allá de los fines pragmáticos que suelen perseguir las bibliografías”, es “contribuir a una mejor relación con el pasado colonial boliviano”.
Añade: “Dejemos de lado las ideologías fáciles y bellas, que siempre han acabado embaucando a la gente, para mejor manipularla”. Su rescate “busca tocar el firme suelo común de la Humanidad, que ni cabe satanizar ni idealizar, pues sólo debemos aceptarlo como fue y como es”.
Aunque quienes niegan el valor del documento lo hacen en nombre de una historia remozada, suelen olvidar que uno de sus mejores exponentes, Lucien Febvre, afirmó: “No hay relato histórico sin documentos”.
Febvre reconoció que “el bibliógrafo está, muy a menudo, habituado a la ingratitud de aquellos a quienes sirve”. Quizás el primer paso para revertir esta tendencia a cultivar historias sin memoria sea agradecer estos monumentos documentales, de los que somos deudores.
- Gregorio A. Caro Figueroa
Editorial de octubre de la revista «Todo es Historia».