En Salta se confunde crítica con insulto. La confunden aquellos que se adjudican el papel de críticos cuando, en realidad, practican la queja común y, en el peor de los casos, ejercen el vil oficio de la injuria. También la confunden quienes atribuyen ánimo insultante a toda crítica social argumentada y razonada.
La crítica reflexiva está estrangulada por irascibles que insultan, y por susceptibles que ven en esa crítica un ataque personal.
Usando este sistema de pinzas, en Salta se intenta ahogar toda la crítica social. Esta pinza está movida por la acción conjunta de profesionales de la queja, el enojo y el agravio, y de quienes equiparan crítica social a resentimiento e insulto. No hay términos medios. En un extremo, se idealizan realidades y personas, se veneran lugares comunes y mitos. En el otro, entra en combustión una indignación que lapida, “saca el cuero”, y levanta patíbulos donde se sacrifican honras.
El enojo puede, y suele ser, la primera manifestación de un descontento personal frente a situaciones particulares. Pero ese solo impulso no alcanza la categoría de crítica. El crítico debe procurar ver más allá del árbol blanco y negro: tiene que captar los matices y la complejidad del bosque. La crítica no es el simple ejercicio cotidiano del malhumor. Tampoco la gimnasia del ataque personal lanzado como piedra desde el anonimato.
Padecer una experiencia desagradable, desata la indignación, previa a la formulación de la crítica. Esa indignación es “un primer movimiento emotivo”, primario, casi sentimental, sin el cual “ninguna crítica puede emprender vuelo”. Mas esta indignación, no solo “no conduce automáticamente a una crítica articulada”, reflexiva y argumentada, sino que la impide.
En comunidades pequeñas o tradicionales la queja común forma parte del entramado de relaciones personales. Asume formas de enojo, murmuración, chisme, o se reduce a “sacar el cuero”. Aunque esa queja se comienza a manifestar en la esfera íntima y privada, fingiendo intención de limitarse a ella, rápidamente pasa esos límites y se desplaza al ámbito público, donde su contenido se agranda, se deforma y resulta imposible de controlar.
En sociedades tradicionales prevalecen las descripciones simples, las visiones míticas, inmóviles, localistas y autocomplacientes. No se practica “ninguna comparación, clasificación, análisis y abstracción habitual y no habitual”. No se plantean dudas, opciones morales, sociales y personales.
“El problema de la opción es esencial para el hombre moderno. Ser moderno significa ver la vida como un conjunto de preferencias alternativas y opciones”. La crítica caracteriza la modernidad: es una de sus condiciones. “La modernidad es el reino de la crítica”, afirma Octavio Paz.
A diferencia del “indignado” temperamental y localista, el crítico incita a la reflexión pero -al hacerlo- no busca imponer “la verdad”, dice Todorov. A diferencia del “chismoso”, el crítico no se nutre de supersticiones y mitos, ni los realimenta. El crítico cuestiona “tabúes y afirma principios universales”, que son los de la razón, explica Morin.
El crítico pertenece a una comunidad pero, para ejercer su trabajo crítico, toma distancia afectiva de ella. Eso no lo hace un extraño, marginal, ni un iluminado que, empinado en lo alto de una colina de moral, se cree dueño de principios o ideas inventadas y ajenas a su medio.
Para Walzer, la clave de la crítica social está en ese distanciamiento y en la conexión del crítico con su medio y su época. Michelet decía que amaba a Francia sin distinguir sus virtudes y defectos. El historiador Braudel dijo que él hablaba de Francia “como si se tratara de otro país, de otra patria, de otra nación”. Recordó a Péguy: había que “mirar a Francia como si uno no estuviera en ella”.
Hay muchos elementos para decir que Joaquín Castellanos fue el primer crítico social de Salta y, por serlo, le cabe también el mérito de ser en Salta precursor de la modernidad. Algunos usaron al Castellanos poetas para ocultar al Castellanos político. Otros rescataron al Castellanos político para opacar al Castellanos pensador.
El propio Castellanos advirtió ese riesgo: “Suele ser una desgracia para un poeta escribir una de esas breves composiciones que se popularizan; a causa de ellas se olvidan las obras de más valor de sus autores”. En reflexión crítica de la sociedad de Salta, Castellanos introdujo herramientas de modernidad. Como político y gobernador de Salta, abrió puertas a cambios que la despiadada lucha política local terminó frustrando.
El ensayo es el terreno más conocido de la crítica social, pero no el único. La crítica se expresa en el humor, en el teatro, en la poesía. Cuando tenía 18 años, Castellanos, encarcelado por haber participado en una rebelión en Jujuy, escribe en su celda “Cautivo”, primer poema, “fragmentos de un diario íntimo”. En él asoma el crítico que, veinte años después, escribió el ensayo “Salta. El territorio y la raza”, la primera y más lúcida crítica de la sociedad de Salta.
El joven Castellanos dice: “¡Aquí estoy prisionero / mucho más que entre cuatro angostos muros / por las nubes del miasma traicionero, / que se alza y evapora / en los oscuros / rincones de la vida provinciana, / donde extendiendo roedoras caries, / una cultura inánime y mal sana, / se añade a las pretéritas barbaries!”
Castellanos publicó “Salta” como capítulo de su libro “Acción y pensamiento” (1917), donde recoge textos escritos entre 1890 y 1916. Su ensayo “Salta” está dentro de los trabajos anteriores a la sociología académica, lo que no quita su valor y permite situarlo dentro de las corrientes de pensamiento de aquella época.
En la historia política y cultural de Salta, Castellanos destaca con rasgos propios. A partir de 1880 fue protagonista de la política nacional y mantuvo vinculación con Salta. Es uno de los pocos gobernantes salteños que tuvo una formación y producción cultural amplias, y quizá el único que reflexionó sobre la sociedad y la historia de Salta, libre de las ataduras y de la estrechez de “los ideales de campanario”. “No trato de política, sino de sociología”, dijo.
“Salta” comienza con una descripción de las peculiaridades de la geografía local, inserta en la regional y en la andina. A la descripción del suelo y del paisaje, añade referencias a sus recursos naturales, a sus actividades productivas, a su papel en la historia, a la sociedad y a su mentalidad. “Como Buenos Aires en el Sur, Salta en el Norte, fue un centro arquetipo de la vida nacional. Psicológicamente, el de mayor originalidad”.
Salta fue perdiendo importancia, por causas inevitables pero también “por culpa de sus clases dirigentes”. Hasta comienzos del XIX, la importancia de Salta, se explica por su ubicación en la ruta Buenos Aires-Lima.
Señala luego la composición humana, mezcla de pueblos originarios con españoles, a los que se añadieron criollos mestizos y otros grupos. Esa ubicación fue la fuente de bienes y de males, de prosperidad y ruina, de duros desafíos y de meritorias respuestas. Fue también la fragua de “su recia armazón psicológica” templada en la guerra, las largas distancias, el comercio, las penurias.
Alejado esos peligros, el salteño se replegó en su caparazón, se volvió sedentario y precavido. Al revés de lo que sucede en pueblos conquistados, aquí los vencedores no influyeron moralmente sobre los vencidos. Por el contrario, fue el modo de ser de los vencidos que impregnó a los vencedores.
La política local se contagió de esos rasgos. La sociedad se fue apocando, la imaginación creadora se fue apagando, al salteño viajero sucedió el salteño retraído y encerrado como un caracol, las energías innovadoras se paralizaron, los riesgos desataron miedos, se achicó el horizonte geográfico y de expectativas y se ingresó a una progresiva decadencia.
En política se impuso el caciquismo. Al viejo botín de guerra siguió la repartija de “cargos, provechos y distinciones oficiales”. El cacique se transformó en “un jefe de capitanejos” que reconoce su autoridad a condición que garantice la repartija en beneficio de sus seguidores. Salta fue invadida por los miedos: miedo a lo nuevo, miedo a lo desconocido, miedo a la verdad, que es “el miedo mayor”.
El mal que aquejaba a Salta ya no era el fisiológico, sino otro de carácter psicológico: el paludismo moral y cultural, más letal que aquel otro que provocaba el temible “chucho”. Más que el miedo a la muerte, lo que predominaba era otro, “más generalizado y terrible que el miedo a la muerte: es el miedo a la vida”.
- Gregorio A. Caro Figueroa, periodista e historiador
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