Luego de 35 años, los hijos del sindicalista José Ignacio Rucci se han presentado ante los tribunales federales exigiendo justicia y piden la reapertura de la investigación de su asesinato, ocurrido el 25 de Septiembre de 1973 a manos de la organización “Montoneros”.
Cuentan con la asistencia jurídica del ex juez y ex diputado nacional Jorge Casanovas, que alguna vez se animó a pedir la instauración de la pena de muerte en Argentina y se arrepintió cuando se consolidó la democracia que festeja 25 años ininterrumpidos. La decisión reinstala una añeja discusión que la justicia no ha podido saldar y que todavía divide a los argentinos. Es que la muerte fue transversal en los ´70 y las verdades no han regurgitado con la plenitud que debieran de herméticos y amarillentos expedientes.
Oportunista, Hugo Moyano se sumó públicamente al pedido. Invoca ser uno de los herederos de sus políticas y parece dispuesto a que se abra la Caja de Pandora que podría enfrentarlo con muchos de los funcionarios que lucharon por el regreso de Perón y también lo cuestionaron hasta su muerte. Los mismos que hoy ocupan lugares relevantes como asesores o funcionarios del kirchnerismo.
Aunque no le importe, los acuerdos con el oficialismo, que lo mantienen a la cabeza de la central obrera, lo acercan peligrosamente al cinismo. La lucha por la verdad exige la hidalguía de asumir errores históricos que tuvo y seguramente tendrá el sindicalismo en Argentina. Una vez que Perón erigió a la CGT como la columna vertebral del Movimiento Justicialista, también hirió de muerte al gremialismo genuino que fue excluido por no compartir las inercias partidarias. Tal vez el jefe camionero tenga razón en reclamar la herencia, pues sus políticas intestinas tienen similitudes con las que alguna vez ejecutaron Augusto Timoteo Vandor, Lorenzo Miguel y José Ignacio Rucci.
Es Vandor el que asesinó a Rosendo García en una pizzería en Avellaneda (Bs.As.) y el que negociaba en la trastienda con los militares del onganiato y el lanussismo. Con Rucci los rasgos violentos de la política sindical metalúrgica se expandieron a todo el contexto gremial. Los aprietes y fraudes, que inicialmente se disponían con matones y boxeadores retirados para imponerse en los ámbitos internos, se insertaron en los esquemas políticos de la derecha con mayor sofisticación y la ferocidad de
profesionales del gatillo.
Integrante del círculo de confianza de Perón, el líder metalúrgico se rodearía de militantes fascistas, de empleados de menor rango de los organismos de información -del Ejército, Armada, Aeronáutica, Policía Federal, Provincial, Prefectura Naval o Gendarmería Nacional- y armonizaría postura con grupos reaccionarios como el Movimiento Federal, la Confederación Nacional Universitaria, la Agrupación 20 de Noviembre, la Alianza Libertadora y los Halcones. Las “patotas” sindicales, junto a comandos clandestinos militares y policiales, fueron el germen de la “Triple A”.
Lorenzo Miguel sería un digno sucesor y fomentaría la conformación de grupos de choque que gozarían de impunidad durante el período que se dio en llamar “La Patria de Metal”, cuando gravitaban en las decisiones de Isabel Perón. Existen testimonios que dan cuenta que luego de que se fugara el “Brujo” López Rega en 1.975, desde la UOM se financió la revista “El Caudillo”, órgano de difusión de la “Triple A” que dirigía Felipe Romeo.
De acogerse este pedido, se abrirá la puerta para juzgar no solamente el crimen de Rucci, sino todos los atentados terroristas ejecutados por diversas facciones de la izquierda nacional. Tal vez, y como efecto no querido de quienes esgrimen ser víctimas del terrorismo militar de la última dictadura, los tribunales actuarán como pesquisidores de otros hechos aberrantes que cobraron la vida de militares como Julio Argentino Larrabure o Humberto Viola, sólo por citar dos casos emblemáticos en donde sus familiares mantienen vivos sus reclamos.
Está claro que en el marco de actuación judicial se encuentra vedada la excusa política o ideológica. Los verdugos castrenses no podrán justificarse en el macarthysmo que expandió la CIA a toda Latinoamérica; ni los militantes del ERP o Montoneros en las estrategias de resistencia clandestina frente a los abusos de las fuerzas de seguridad. La muerte no es de izquierda ni de derecha, sino de todos. Tanto como la ley, que virtualmente debe igualar a los criminales en el castigo.
Algunos casos traducen lisa y llanamente la desmesura. El asesinato de Rucci
obedeció a una decisión cupular de tirarle un cadáver a Perón a dos días del triunfo que lo llevó a la tercera presidencia. Tenían en claro que el defenestramiento de Héctor Cámpora –que duró en la presidencia 49 días- era sólo el filón de una decisión más profunda que involucraba la marginación del PJ de todos aquellos que propiciaban el socialismo en Argentina y que colocaba al líder en riesgo de un nuevo golpe militar, tal como le había ocurrido semanas antes a Salvador Allende en Chile.
El capitán Humberto Viola fue ejecutado el 1º de Diciembre de 1.974 en San Miguel de Tucumán junto a su hija de tres años. El pelotón de “combate” del ERP justificó su accionar en la represalia ordenada por Mario Santucho tras la muerte en Agosto de ese año de 16 guerrilleros, que fueron fusilados a pesar de que se habían rendido luego de intentar asaltar un regimiento en Catamarca. Ya habían asesinado a otros oficiales y el error que adquirió tamaño de tragedia lo obligó a detenerse. Un año después, los militares rendirían tributo al padre de Viola, haciendo explotar un automóvil frente a su casa con siete guerrilleros en su interior. Puedo alguno de ellos arrancarse el rótulo de salvaje?
¿Quién puede elaborar, sin aniquilar a la razón, un mecanismo intelectual que avale la prohibición de alcanzar las verdades escondidas en los cajones judiciales? ¿Acaso pueden marcarse con colores o números o letras los expedientes que tendrán progreso y los que transitarán hacia el archivo? Los familiares de Rucci, Larrabure, Viola, y las 30.000 víctimas de los militares pueden ser discriminados en su dolor? Está claro que la muerte gobierna sobre las personas pero no ha logrado derrotar a la memoria colectiva.
En un período convulsionado muchos se sintieron con autoridad para segar la vida de sus pares. Algunos se equivocaron cuando creyeron que la revolución estaba próxima y que el poder brotaría del fusil o de las bombas. Otros ejercieron intencionadamente la violencia para preservar espacios de poder partidario o sindical. Los peores asesinos, asaltaron el Estado Nacional y diseñaron un plan sistemático de exterminio que enterró a disidentes, tímidos e ingenuos. Ninguno de ellos ha podido enterrar definitivamente los lamentos.
Esta justicia amodorrada es la que permite que el olvido sea selectivo y que se manosee la verdad y el dolor.