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La salteñidad como actitud poética

jpg_Anzoategui2.jpgAunque nació en Buenos Aires en 1935, un día antes de iniciarse la primavera, Ignacio Braulio Anzoátegui (h), fallecido el 20 de julio último, gustaba remontar su biografía y no sólo su árbol genealógico, al Año del Señor de 1721 cuando “portadores de mi apellido/ ingresaron a las Provincias Unidas del Sud/ por la muy bella Provincia de Salta/”, como escribió en un poema.


De ese modo, existencialmente, asumía la “salteñidad” con una actitud mucho más vital que recitativa de detalles históricos, como que cabe adjudicar a una licencia poética lo de “Provincias Unidas del Sud”, inexistentes como tales en la tercera década del Siglo XVIII.

Y esa condición de reafirmado provincianismo, actuó en su espíritu como una cabecera de playa para vincularse con todo el Noroeste Argentino y confundirse con la geografía e idiosincrasia de los pobladores, hasta recibir del medio la inspiración que supo plasmar sin rebajarla al efectista color local.

En viaje iniciático hacia el Arte con mayúscula, anduvo Anzoátegui sorteando con éxito los tropiezos del prosaísmo, del mal gusto estético, de las modas baladíes, de las escuelas sin magisterio valedero y de una reinante superficialidad. Despertó a la belleza -a los quince años- cuando se dio a pintar el paisaje de Maimará, “el ‘patito feo’ de Jujuy comparado con el esplendor de Tilcara”, según decía al evocar -tal vez- antes que el ambiente exterior en sí, su propia impresión adolescente de la población jujeña; poniendo en carne viva una experiencia similar a la de Antonio Machado, quien aseveró: “sólo recuerdo la emoción de las cosas”.

jpg_Anzoategui.jpgPero el artista integral que había en él no sólo reinventó el mundo con trazos y colores sino que con la naturalidad de las evidencias escribió versos hondos y compuso música para acercarlos aún más al corazón de los destinatarios que lo eran también los inspiradores. Hasta supo interpretarlos acompañándose a la guitarra con voz grave y asordinada.

No precisaba levantarla en verdad para nombrar lo esencial de la vida: el amor a la esposa y a los hijos, el emocionado recuerdo paterno, la ternura de las infancias garantizándole cuotas de futuro a su polvo enamorado; la cotidianidad hogareña en fin, tramitada sin beneficio de inventario desde su casa bonaerense de Bella Vista o el departamento porteño que alquiló por un tiempo en la calle Azcuénaga 1745, en el barrio de la Recoleta; decididos por igual el hombre y el poeta a reconocer viejas deudas con el sufrimiento, la inquietud y el intimismo:

“La vida fue cuando me puse triste./ cuando empecé a crecer, pero hacia adentro”. Es que todo armonizaba en su espíritu, nutría su mundo interior, afirmaba ante sí el misterio, ese “plus” de las revelaciones, y sostenía su militancia en las corazonadas.

Sin reproches ni muestras de desánimo escribió en la primera cuarteta de un soneto incorporado a su libro “Sub total” -que publicó en 1995-; una pieza antológica que habría elogiado su padre, escritor, magistrado, antiguo funcionario cultural y reconocido maestro de esa forma poética: “Tiene armonía este dolor que siento/ y lejanas razones lo que lloro;/ no estoy tan solo cuando me demoro/ en estar solo con mi pensamiento”.

A comienzos de los años setenta cuando todo era más romántico, incluso la militancia política juvenil clandestina bajo el onganiato, la que rimaba con ideales de un orden social más justo, Ignacio B. Anzoátegui (h) se hizo conocido por su “Zamba para Javier”.

No por protestar como otros artistas, manteniéndose en eso fiel a fuentes inspiradoras más tradicionales, quizás bajo la influencia del conservadurismo y el rígido catolicismo familiar. Recuerdo que aquella pieza, grabada en un disco simple de 33 revoluciones, giraba en nuestro Wincofón del mismo modo que las estrofas darían vueltas en espiral, hasta tocar el centro emotivo de cierto público de entonces, predispuesto a la delicadeza, y que hasta consentía en hacer un alto en el sentimiento sin deponer el compromiso político:

“Hijo nuestro, por tu cielo ha salido otra luz./ Que ya viene a invitarte a paseo,/ en su burro el Niñito Jesús”. Anzoátegui no estaba solo en la patriada de expresar con niveles de excelencia la afectividad, traducir en palabras y notas los ecos del misterio y participar a sus semejantes del vértigo fugaz del infinito: “A veces siento/ que un corazón canta/ a mi lado/ lejos de aquí”.

Coincidentemente los medios radiofónicos y televisivos de la época solían expandir al aire composiciones de otros puntales del cancionero folclórico argentino como Jaime y Arturo Dávalos, Manuel J. Castilla, César Perdiguero, Hamlet Lima Quintana, Armando Tejada Gómez, León Benarós y por supuesto Atahualpa Yupanqui. Lo hacían cuando la expresión popular, o la proyección folclórica, representaban hechos artísticos a tomar en serio y no fenómenos sociológicos de connotación casi policial como la cumbia villera y otros ritmos actuales. En ese particular contexto Anzoátegui abrió su propio surco, original, personalísimo, trascendente.

Claro que esos también eran tiempos cuando los poetas podían cantarle al ambiente familiar desde la plenitud presencial de cada integrante; recordar los ritos iniciales del amor logrado y establecido más allá de las crisis:

“Ni vos ni yo supimos que caía/ nuestra historia, sencilla, enamorada”; proyectar hacia el futuro la dicha, incluso aquélla por momentos empañada de humana inseguridad: “Cuando quisimos descubrir la esencia/ estaba todo listo para el viaje,/ estaba todo armado por la ausencia”.

Había proximidades que parecían invencibles. Por de pronto no mediaban exilios como después. No había que llorar muertos por el terrorismo de Estado o la violencia guerrillera luctuosa, aunque haya existido un único demonio. Ni se contaban por millares los “desaparecidos” y por centenares los nietos con la identidad robada.

En ese aspecto, no puedo menos que memorar la serena y edificante alabanza hogareña de Ignacio B Anzoátegui (h) y compararla, por ejemplo, con la dolorosa actitud poética de un Sergio Ciocchini frente a la perdida de su hija María Clara, víctima de la “Noche de los lápices”: “Sálvame, martirizada,/ de la crueldad del amor, de los seres humanos/ de su feroz herida. Llévame/ a la serenidad del canto”. O a la empecinada búsqueda del tiempo perdido de Juan Gelman con su ahora reconquistada nieta María Macarena: “Lo que se cuenta es lo/ que no se cuenta, un rayo, una/ interrupción ahí.”

Pienso esto hoy, al repasar los poemas de Ignacio B. Anzoátegui (h), en ocasiones de contenida tristeza aunque sin marcas de angustia o duelo. Mientras, observo su caligrafía en un saludo de cumpleaños que me remitió en febrero de 1995 y que conservo enmarcado sobre un anaquel de la biblioteca. En rigor lo traté poco y cuando charlamos lo hicimos más sobre parientes comunes que de literatura; pero obvio es decir que fui y soy un admirador de su obra.

Quizás otros oyentes y lectores suyos sientan, además de embeleso frente a ella, una sana envidia por lo que la vida le dio al autor y no le fue arrancado.

  • Carlos María Romero Sosa es abogado, periodista y escritor.

    Especial para Salta Libre.

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