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La senaduría: de representación provincial a patrimonio personal

Romero, senador en los '90
Romero, senador en los ’90
Que los gobernadores cesantes se convirtieran en senadores nacionales y que éstos pasaran a ocupar el sitio de aquellos era frecuente a fines del siglo pasado y comienzos del actual, durante el apogeo del régimen conservador. Pero que un senador nacional renunciara a su banca para sucederse a sí mismo era, hasta la Asamblea Legislativa salteña del 31 de agosto de 1992, un caso no registrado en la rica historia de argucias parlamentarias.


El sistema de elección de los senadores nacionales y la duración de sus mandatos son factores que, combinados, están reinstalando las peores prácticas que contribuyeron a la oligarquización del Senado durante el llamado “orden conservador”. La representación senatorial se desvincula de la voluntad de los ciudadanos de las provincias, pierde progresivamente su carácter de garante del interés local para adquirir el de bien patrimonial y vitalicio. Este sistema permite que, en virtud de arreglos de cúpulas y control de las legislaturas provinciales, un senador pueda apoltronarse en la banca durante casi treinta años, con sólo lograr tres mandatos.

Una diferencia entre aquella época y la actual – favorable a la primera- está en que durante el régimen conservador se elevaban voces denunciando tales vicios, mientras que ahora algunos personajes con patente de constitucionalistas intentan bendecirlos. En 1874 durante un célebre debate, el senador por Buenos Aires, Manuel Quintana, alertó sobre los peligros de estas maniobras que desembocarían -señaló- en el descrédito de las instituciones republicanas cuando el Senado haya dejado de ser “el asiento de los verdaderos elegidos del pueblo para convertirse en el asilo de los gobernadores y ministros cesantes de todas las provincias de la República”.

Hoy por mí, mañana por ti

Años después un cronista parlamentario de afilada pluma, por eso mismo firmaba como Escalpelo, volvió sobre el tema que preocupaba a Quintana. En 1890, en pleno auge del régimen del “unicato”, sostuvo que el Senado se había transformado en “una invernada de gobernadores”. Natalio Botana hizo números y llegó a la conclusión que sobre 143 senadores registrados entre 1880 y 1916, 62 habían sido antes gobernadores.

Escalpelo describió de modo simple y veraz el mecanismo montado y aceitado por aquel sistema: “Basta ser gobernador de provincia para tener asegurada la banca en el Senado, y basta como consecuencia tener una banca en el Senado para aspirar con éxito a las gobernaciones de provincias. Es un juego de niños. Simple cambio de asientos: yo bajo, tú sabes –guárdame esa banca, yo te reservo esta gobernación-, bríndame con esta gobernación, yo te obsequio con esta banca”.

Pero esas prácticas ni eran normales, ni correctas o acordes con el sistema republicano. El diputado alsogaraísta y ex interventor federal en Corrientes, Francisco de Durañona y Vedia, consorte de la aspirante a camarista Ana María Capolupo, descargó todo el peso de su sapiencia en la materia para santificar la elección en Salta de Juan Carlos Romero. En la edición del 30 de agosto, Durañona sostuvo que esa elección -renuncia a la banca mediante, para ocuparla enseguida pero durante nueve años- no contenía “ninguna ilicitud, ni está reñido con el legítimo sistema republicano”. Lo que veremos a continuación es un extraño fenómeno de desdoblamiento intelectual y político pues el mismo Durañona dijo todo lo contrario en una extensa nota en “La Nación” del 19 de marzo de 1986.

Lo malo es ahora bueno

Esta doblez doctrinaria tiene, al menos, una explicación fuera de la historia parlamentaria: Durañona necesitaba socorrer con argumentos de “experto” la designación de Romero pues por el Senado pasaría el acuerdo de la abogada Capolupo. Entre lo declarado a “El Tribuno” el 30 de agosto pasado página 43- y lo escrito en “La Nación” en 1986, se abre un abismo por donde se despeñan las contradicciones.

Durañona sostuvo entonces que los manejos para designación de senadores en la época conservadora pura constituían “prácticas constantes y viciosas del sistema republicano”. Ellas, reitera, estaban “reñidas con las verdaderas prácticas del régimen republicano y representativo de gobierno”. Les llama “argucias”, “vicios” que llevaban al “desprestigio de las instituciones republicanas”. Los ejemplos sacados de la historia parlamentaria cubren una página íntegra -la 9- del diario “La Nación” de esa fecha.

¿Juan Carlos Romero, Senador vitalicio? (clic para agrandar)
¿Juan Carlos Romero, Senador vitalicio? (clic para agrandar)
De modo que lo que antes eran vicios y argucias se han convertido con el tiempo en prácticas lícitas “no reñidas con el sistema republicano”. Decía un pensador francés que “El hombre que sostenga en una reunión opiniones que no puede sostener en otra que frecuente, no es un hombre honesto”. El caso de Durañona lo sitúa dentro de lo intelectual y políticamente no honesto. ¿En virtud de qué los vicios devienen virtudes? ¿Acaso inaugurar la modalidad de la auto-sucesión en la banca, renuncia mediante a la misma banca, no constituye un caso más lesivo al espíritu republicano que las componendas de gobernadores para quedarse con las bancas, y de senadores para sentarse en los gobiernos de provincia? Creemos que sí.

Una patente de sospecha

Manuel Quintana, que no era precisamente un jacobino, reclamó en junio de 1902 que se estudiaran “con la mayor prolijidad posible los diplomas” de aquellos senadores que acaban de deja sus sillones de gobernadores”. En tales casos (el de las maniobras de canje de puestos), basta la duda para que sus diplomas no sean admitidos, como no se admite a la libre práctica los buques que exhiben patente sospechosa”, sostuvo.

De no cortar esa práctica se seguirá produciendo, “como consecuencia fatal, que el ex gobernador se convierta en senador y el ex ministro en diputado”, remataba Quintana. Lo curioso es que este precioso documento extraído del Diario de Sesiones sirve como argumento que apuntala las opiniones contrarias a estos manejos del Durañona y Vedia de 1986. Se discutía en esa sesión la situación del gobernador mendocino Arístides Villanueva. Dejaba ese cargo para incorporarse a la Legislatura local en donde presidió la sesión “en la que él mismo fue electo y firmó su propio diploma” como senador. El mismo notifica al gobierno de la provincia su designación como senador por esa misma Legislatura que presidió.

Otro caso que mencionó Durañona en 1986 fue el del gobernador de San Juan, Ángel D. Rojas, que renunció a su cargo para aceptar una postulación como senador. La legislatura sanjuanina, con diferencia de horas, consistió en la renuncia y practicó la elección.

Rojas, un jurista reconocido, fue impugnado por el senador correntino Pedro Numa Soto, quien dijo que es diploma del senador por San Juan era fruto de “modalidades de una política de transacción o imposiciones de una escuela cívica un tanto reñida con las verdaderas prácticas del régimen republicano y representativo de gobierno”.

Numa Soto fue más lejos cuando señaló que ese diploma era “resultado de un acomodo que se presenta con todos los visos de la más auténtica inmoralidad política”. Otros consideraron esas prácticas como una violación a preceptos constitucionales, tan “nocivas” como “repugnantes” a sus principios. Mientras que el Durañona de 1992 dijo que la elección salteña tenía un claro “sentido republicano”. Aquella auto-sucesión le parece ahora “correcta” y sin contradicción alguna con la legalidad.

Recurrir a un doctrinario como Durañona, que entona la melodía que se quiere oír a gusto del solicitante, no es pues apelar a una autoridad en la materia. Del mismo modo que justificar el 3 por 9 en las prácticas de la señora Thatcher o el español Felipe González, tiene tanta inconsistencia y pobreza intelectual como el primer recurso.

“Prejuicios del periodismo”, calificó a las críticas del senador saliente y entrante Juan Carlos Romero. Más allá de este episodio que sienta un gravísimo precedente y lesiona las prácticas republicanas y la moral política, importa plantear hacia adelante la necesidad de que los senadores sean producto de la elección de los ciudadanos de las provincias y respondan a los intereses de las provincias.

Elección por voto directo y mandato por cuatro años parecen ser los remedios a esta letal enfermedad que amenaza la vida misma del sistema representativo, republicano y federal que debería regirnos.

  • Escrito por Gregorio A. Caro Figueroa, periodista e historiador

    gregoriocaro@hotmail.com
  • Artículo publicado en la revista “Claves”, en noviembre de 1992. Firmado con el seudónimo Miguel Ángel Domínguez. Reproducción textual.

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