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Mulato fue el peor insulto que se usó en Salta

Mulatos.jpgHasta hace algunos años, “mulato” era el más grave insulto en el repertorio salteño de injurias. La tenaz persistencia de este prejuicio racial es expresión de nuestro inmovilismo social y cultural. Fruto del pecado, nacido de la unión carnal entre blanco y negra, el mulato fue equiparado a ser inferior y bestial. “Cuídate del pastel recalentao, del viento colao y del mulato acaballerao”: este viejo dicho salteño permanece aún en el inconsciente colectivo.


Bernardo Frías aludía a Bernardino Rivadavia llamándolo “mulato”. En 2005 una revista fascista afirmó que era “bochornoso” que hubiera calles con el nombre “del infame mulato traidor Rivadavia”. ¿Qué lugar en la escala social y qué rasgos morales adjudicó Frías al mulato?: impureza de sangre, soberbia y carácter indócil lo convertían en miembro de una “raza vil”, incluso inferior a la negra. Proclive a perversiones, deslealtades y bajezas, el mulato era el único que no tenía una pizca de “virtud caballeresca”. En Salta “blancos” y mulatos se odiaban “con la más profunda aversión”.

Esa descalificación fue más lejos hasta retroceder a la antigua condena de una mentalidad colonial que atribuyó al mulato carácter “monstruoso”, porque la unión de blanco y negra estaba en su origen. Por esto “se le comparaba a la naturaleza del mulo, de donde viene el nombre de mulato”, afirma John Lynch. La zoología, y no la sociología, deberían ocuparse de él. Buffon sostuvo que el negro “era al hombre lo que el asno al caballo (comparación que se encuentra implícita en el término mulato)”. Para Delacampagne, el término “mulato” data de 1604.

Sarmiento vio en el mulato una “raza inclinada a la civilización, dotada de talento y de los más bellos intentos de civilización”, y un “eslabón que liga al hombre civilizado con el palurdo”, deplorando los prejuicios “decentes” contra los mulatos. Alberdi los ubicó como clase intermedia de donde surgían clérigos, abogados, jueces y médicos. Vestían mejor, “pero siempre son mulatos, aunque la mona…”. Azara descubrió en ellos capacidad de adaptación y trabajo, y los funcionarios españoles, superioridad física y habilidad al ejercer “deshonrosos” oficios manuales.

Para Carlos Octavio Bunge el mulato es “la venganza del negro”. Bunge amplió la lista de defectos del mulato: pretencioso, impulsivo, engreído, cobarde, arribista, parásito, oportunista, enemigo de la familia monogámica, apático, fatalista, rapaz. En suma, un “funesto personaje”. De la hibridez del mulato podía desprenderse un levantisco estamento intermedio capaz de abrir atajos hacia cierta movilidad social. Contra esa visión, Vicente Fidel López percibió adhesión y hasta cariño del mulato en su relación con la “gente principal”. Según López, el desprecio por el mulato era cosa de “la plebe”, no de los “decentes”.

Para Frías, el mulato era “borracho, trápala, tramposo, ocioso, embrollón y sin aspiraciones al progreso sobre la base del ahorro…”. Que el transcurso del tiempo no suavizó esa visión, en extremo negativa, lo prueba la diatriba contra los mulatos que Juan Carlos Dávalos incluyó en su libro “Salta”: “Así es el mulato, la canalla abyecta, bonachona, pechadora, que aprovecha la ocasión política. Son la hez de la ciudad, el desecho de las faenas rurales, el desperdicio de los gremios honrados, la resaca de las pequeñas industrias laboriosas y probas”. En la tabeada tampoco falta “el mulatillo amanerado y compadrón del centro…”.

El uso del término mulato como arma arrojadiza y ferozmente discriminatoria no fue exclusivo de Salta. En la sociedad rioplatense del siglo XVII “mulato” era un terrible insulto “que hacía palidecer de vergüenza a quien se lo lanzara”. Según Raúl Molina fue el epíteto más temido que se arrojaba en medio de una grave pelea. Incluso, más fuerte que el de “hijo de mala madre”. María Rosa Oliver recordó los reniegos de su abuela. “El término mulato, el más despectivo que salía de su boca, lo aplicaba a personas con figuración social y pretenciosas, siempre que no hubiesen caído en gracia (…) a veces mulateaba a familias con apellido conocido, y hasta histórico”.

Se reprochó a Manuel Gálvez haber llamado “mulato canalla” a Leopoldo Lugones. Gálvez no lo negó. Recordó que decir eso de Lugones era “un lugar común”, señalando que Lugones era oscuro de color y acaso tuviese “algo de sangre indígena, pero no negra”. Antes que Lugones, Hilario Ascasubi y Estanislao del Campo fueron insultados de “mulatos”. Llamar “mulato” a alguien era una forma de resentimiento y un modo de ocultar la incapacidad para argumentar.

Frías no tiene la paternidad del uso del término “mulato” para descalificar a Rivadavia. Eso venía de lejos, dice Julio Mafud. Entre 1815 a 1825, la “gente decente” se ensañaba con el general San Martín llamándolo “cholo”, y con Bernardo Monteagudo colocándole el sambenito de “mulato”. En esa época, un viajero inglés dijo: “la palabra mulato se emplea como insulto, lo cual es mezquino”.

En 1816 Tomás de Anchorena, criticando el proyecto de coronar un descendiente del Inca, dijo que sus autores buscaban sentar en el trono a “un monarca de la casta de los chocolates”. En el maltrato a los mestizos, los mulatos soportaron la peor parte. El empleo peyorativo de “mulato” tampoco fue exclusivo de la Argentina: era “un gravísimo insulto en toda América”. No se limitó a ser expresión verbal: estaba en la ley. Para ella, “los mulatos eran reputados infames de derecho”.

Algunas cosas comenzaron a cambiar. En 1913, el salteño Manuel Zorrilla registró esa lenta evolución. Refiriéndose a los comicios salteños de 1870-1890, anotó: “Había allí una rama social conocida con el nombre de mulatos, los cuales no eran precisamente mulatos en el sentido estricto de la palabra (…). Formaban una especie de término medio entre la clase superior y la inferior, y se ocupaban de las profesiones manuales, constituyendo lo que se conoce en otras partes bajo la denominación de artesanos”.

“Eran regularmente educados, vestían con corrección, formaban parte de asociaciones sociales, y se hallaban siempre solicitados para inmiscuirse en las campañas electorales pues eran una verdadera notabilidad en la materia”, siendo capaces de volcar una elección con el peso de su número y de sus gritos. En Salta, la clase media comenzó a surgir a comienzos del siglo XX. La hibridez de origen influyó en la ambigüedad social. Al igual que el mulato peruano de una novela, el mulato salteño estaba a mitad de camino: “para ser blanco le falta color, para ser negro le sobran privilegios”.

¿Cuáles son las raíces históricas del rechazo al mulato y las del uso insultante de su condición?

Primero: su origen, no solo ilegal sino pecaminoso. El solo concubinato o la unión sexual circunstancial entre “blancos” con mujeres negras eran suficientes para justificar la más severa de las tachas infamantes. Segundo: el color de piel, porque les daba una apariencia inquietante de “blancos amoratados”, señaló Alcedo en 1789. Esto dificultó su segregación y permitió múltiples cruces y ramificaciones en las relaciones sexuales.

Tercero: ejercer oficios manuales “deshonrosos” certificaba la falta de hidalguía de quienes se ganaban la vida con ellos. Cuarto: su inclinación a la libertad, atribuida a la herencia de su parte “blanca”, los tornaba indóciles y levantiscos. El temor a los mulatos no parece derivar de su peso numérico ni de su modesta capacidad económica, sino de un empuje que amenazaba alterar la rigidez estamental de una sociedad escindida en dos polos: “decentes” y “plebe”.

Al introducir una cuña y propagar la diversidad, este grupo amenazaba, no con romper, pero sí con atenuar la rigidez de ese orden social donde los “decentes” monopolizaban el poder, a costa de una “plebe” sumisa resignada a permanecer en condición de inferioridad.

La alteración de la “pureza” de sangre, la amenaza de las uniones furtiva e ilegítimas de algunos decentes “blancos” con negras y mulatas sexualmente atractivas, unido al ejercicio de “oficios viles”, y el temor de ver cuestionado el monopolio del poder económico, político y cultural del “grupo principal”, son factores que influyeron en este rechazo ancestral y visceral al mulato.

Aquel “mulato acaballerado” fue percibido como primer esbozo de nuestra incipiente clase media, todavía con escasos vínculos con la inmigración europea, sector que, no sin trabas y dificultades, fue ascendiendo socialmente. Lo hizo aprovechando resquicios de esa sociedad cerrada. Más que romper estructuras y arraigados prejuicios, eligió eludirlos. Algunos de los que luego ascendieron socialmente, cultivaron parecidos prejuicios frente a otros. Quizás, para borrar su propio origen.

  • Gregorio A. Caro Figueroa

    gregoriocaro@hotmail.com

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