- Editorial de “Todo Historia”
Si esta tendencia se acentúa es probable que aquella identidad nacional sea paulatinamente sustituida por la multiplicación de identidades de parajes y caseríos. Lo hará, no como expresión de nuestra diversidad ni para enriquecer la identidad superior, sino para afirmar identidades locales inmovilistas, mutuamente antagónicas y excluyentes, y a expensas de la identidad nacional.
Este recurso suele ser usado para confrontar con el “centralismo porteño”. Hacia el interior del país, a él se adjudica la responsabilidad del “colonialismo interno” que reproduciría objetivos, rasgos y prácticas del colonialismo externo y de una mentalidad foránea, denunciada como la cara cultural del enemigo.
A la búsqueda del “ser nacional”, reemprendida en los años ’60 con herramientas populistas y clasistas, como parte del combate a lo foráneo y extranjerizante, se están añadiendo exploraciones para desentrañar un “ser local” asociado al tradicionalismo. Éste es percibido no como matiz singular enriquecedora del “ser nacional”, sino dotado de una esencia original, impermeable e inmodificable.
A ambas, se suma ahora un empeñoso pero superficial rastreo del “ser” de pueblos y parajes, empeñado en confundir la valoración de lo auténtico y propio con la invención de un estereotipo que les permita jactarse de lo que carecen. Lo obsesivo de esta búsqueda se puede explicar más por frustraciones de una comunidad, que por sus logros.
Hace un cuarto de siglo, tres provincias gobernadas por notorios caudillos locales, dotaron a sus Estados de banderas propias e impusieron la reelección indefinida. Esos caudillos se oponían al gobierno nacional y confrontaban con él agitando reivindicaciones federalistas.
Esta afirmación del orgullo local anclado en la tradición, fue ratificada por leyes que oficializaron tales símbolos. Pero al poco tiempo de adoptados, éstos resultaron insuficientes para satisfacer la demanda de este tipo de bienes por parte de los grupos que controlaban el poder en esas pequeñas comunidades con una mezcla de arbitrario personalismo, de clientelismo y de desprecio por la “democracia formal”.
Como consecuencia de ese apetito insatisfecho, lo que fue un vasto e impreciso territorio de identidad nacional se está transformando en un archipiélago de micro, forzadas, anémicas y pintorescas identidades locales manipuladas desde el poder para lavar agravios y para compensar, con bienes simbólicos, agudas carencias materiales.
Tenemos que preguntarnos si la expansión de esta tendencia puede explicarse por lo que Alfonso Pérez-Agote llama “la paradoja del rasgo”: que ciertos rasgos “se pueden hacer socialmente relevantes” cuando desaparecen. Según él, “la conciencia nacionalista periférica es la conciencia traumática de la pérdida de algún pretendido rasgo”.
No creamos estar en presencia de un típico anacronismo argentino. No se trata de otra expresión de subdesarrollo cultural, pues algo parecido está ocurriendo ahora en algunos países de Europa. El historiador español Rafael Núnez Florencio acaba de advertir sobre el reverdecer de esas expresiones en su país.
Núñez Florencio vincula esta tendencia al neo caciquismo de unas castas dirigentes regionales que, en los últimos años, se presentaron como víctimas del poder central. Quejosas y envueltas en banderas de patrias chicas, esos caciques ampliaron sus parcelas de poder “acaparando estatus, privilegios y funciones a ojos vista”.
“Hasta en los lugares más insólitos -¡en el mismo Madrid!- se inventaron banderas ad hoc, himnos, festividades específicas y señas de identidad propias. ¡Que nadie se quede atrás en la diferencia!, parecía ser la consigna”, señala Núnez Florencio.
Pero también cometeríamos un error inverso, además de una injusticia, si adjudicáramos únicamente a las provincias rasgos negativos comunes y una misma vocación por enclaustrarse en el espacio y congelarse en tiempo cultivando un tradicionalismo complaciente, no crítico.
Pese a este clima, a los intentos por imponer un pensamiento único, a un talante no republicano y a una crisis cuya profundidad no registran los indicadores convencionales, hay que admitir que en las provincias hoy se escuchan otras voces claras que dan cuenta de un compromiso con la reflexión y el pensamiento crítico.
Uno de estos casos es el reciente aporte que Lucía Piossek Prebisch de Zucchi entrega en Argentina: identidad y utopía, oportuno y excelente libro de ensayos editado en vísperas del Bicentenario de Alberdi, a quien la autora consagra la primera parte esta obra.
Aunque para algunos, la identidad es una ficción, “una palabra antipática” y un concepto tan discutible como rígido, superando sus “escrúpulos anteriores” sobre el tema, Piossek lo aborda desde la perspectiva de Paul Ricoeur, quien habla de identidad en dos sentidos.
Por una parte, como persistencia –que se manifiesta en la memoria-. Por otra, como proyección al futuro, que se manifiesta como fidelidad, como cumplimiento de una promesa. En el caso de un pueblo, la fidelidad puede ser entendida como acatamiento y cumplimiento de la Constitución.
“Creo que sería muy fructífero pensar la identidad como la necesidad de cumplir con eso que hemos prometido que cumpliríamos. Muchas veces que se piensa la identidad, se la piensa en el sentido de persistencia, y no de proyecto”, añade Piossek.
En este caso estaríamos frente a una visión republicana de una identidad, tan afín al patriotismo constitucional que pone el acento en la adhesión a valores comunes democráticos, como distante del concepto histórico-cultural, étnico o vernáculo de identidad.
“No pensemos ya si somos herencia indígena, si nos envolvemos en la bandera azul y blanca, sino, más bien, cumplir con eso que hemos prometido que cumpliríamos”, explica.
Si Alberdi se empeñó en desentrañar el enigma de la personalidad del país a partir de la “doble armonía” de los rasgos locales específicos –esa “sagrada individualidad”- con lo universal, un siglo después, otros se propusieron definir esa identidad afirmando lo propio a partir de un enfático rechazo de lo universal.
Seguiremos instalados en la declinación mientras prevalezcan las demandas por retazos de una identidad impuesta, monolítica, hostil a la libertad, teñida de ideologías y divorciada de los valores republicanos. Una identidad enemistada con el mundo y con los cambios, de espaldas al futuro, anclada en el pasado y confundida con el abuso de rituales cada vez más huecos, más vacíos de valores y carentes de sentido.
- Gregorio Caro Figueroa
- Este texto se publicó como carta editorial del número de abril de 2010,
de la revista “Todo es Historia”.