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Sócrates entre periodistas

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Cafe_de_Periodistas.jpgEn algún momento comenzaron a multiplicarse en Salta las salas de conferencias, al tiempo que los cafés se vaciaban de conversaciones y se poblaban de televisores. La creciente producción de saberes académicos y doctorales demandó la construcción de esos ambientes donde frente una mesa con cinco sillas –desde donde hablan doctores y especialistas- se acomoda un público silencioso y deseoso de obtener su certificado de asistencia.


El himno nacional, la mención de las autoridades presentes y una larga sucesión de lugares comunes, pero solemnes, proferidos por la cuidada voz del locutor oficial crean la pompa necesaria para esa escenificación del conocimiento.

Tal clima se ha expandido también al periodismo, convertido desde hace unos años en un saber que se produce y transmite en casas de altos estudios y se comunica en cátedras multitudinarias. No es poco significativo que Gabriel García Márquez se escuche cada vez menos en ese circuito. En “El mejor oficio del mundo”, el colombiano reivindicaba el aprendizaje de los periodistas en el ámbito del café y la tertulia cotidiana de las redacciones, y no tanto en las cátedras de las carreras de Comunicación Social.

Nada nuevo ocurre bajo el sol. En la antigüedad griega, Sócrates practicaba la filosofía en las calles de Atenas, hablando con los jóvenes de esa ciudad. Aunque no lo había puesto en programa alguno, su objetivo era que sus interlocutores se dieran cuenta de que sabían bastante poco de lo que hablaban, porque poco lo habían pensado.

Hasta que su discípulo Platón inventó la Academia, y empezó a encerrar la filosofía en los claustros. El resultado fue la invención del platonismo, es decir, la idea de que lo único que existe realmente es el mundo de las ideas y que lo que vemos y tocamos es un vago reflejo de aquel. .

Hoy los “debates” sobre la comunicación y el periodismo, en realidad, son nada más que un conjunto de monólogos de invitados que desembarcan con el único propósito de no salirse de su libreto. Incluso alguno puede darse el lujo de criticar, magistralmente, el poder que se ejerce desde las cátedras. Su culo, por supuesto, bien apoyado en su propia cátedra platónica.

Esos debates son, en realidad, ceremonias en donde se dispensan ritualmente los dogmas de la propia secta. Enfrente suele haber una feligresía bien dispuesta, a la que se le concede la gracia de expresar una última palabra: amén.

Alguna vez la palabra debate significó controversia, contienda, lucha, combate. Pero la RAE, que lo recoge así, se quedó en el tiempo o no sabe lo que ocurre en Argentina, donde hace tiempo que se la utiliza para designar una sucesión de discursos pronunciados para defender las mismas convicciones, con algunas diferencias de detalle y ante unos espectadores callados, que estallan unánimemente en aplausos cuando se da por finalizado.

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También el clima de enfrentamiento mediático ha hecho que cada periodista apunte y tire –el lenguaje militar parece imponerse- desde su trinchera. Los periodistas militantes sólo hablan del oficio con otros periodistas militantes y lo mismo ocurre con los periodistas independientes. Allí sólo hay lugar para las certezas y convicciones, nunca para la duda y el diálogo.

Más de uno que participa en esas mesas dice que toma posición o que defiende una posición. Parece que sí: repitiendo sus verdades, defiende su posición en la academia, o en el medio para el que trabaja. O cree que la mejorará. Los debates públicos, tal como acostumbramos a verlos, suelen ser exposiciones públicas de lealtad. De lealtad a las instituciones a las que se pertenece, más que lealtad con uno mismo.

Frente a esas prácticas, y con un antecedente tan lejano como Sócrates –que no sabía nada de periodismo, pero que sí estaba al tanto de la calle-, y otro tan cercano como García Márquez, la conversación, el diálogo llano entre periodistas, debería volver a ser un canal de aprendizaje y enriquecimiento de quienes practican este oficio.

No existe el manual del perfecto periodismo. Si algún doctor o periodista de monta lo ha escrito, que organice un curso académico, lo dicte, y otorgue puntaje y/o título habilitante. Abundan, en cambio, las experiencias, las contradicciones, las preguntas, las dudas, los desafíos cotidianos del periodista, sus verdades y mentiras, sus gratificaciones y tensiones. Ningún libro, ninguna conferencia magistral lo pueden transmitir. Sí en cambio, todo aquello los puede enriquecer a través de un arte que los periodistas están dejando de lado: el de la conversación.

Una conversación a la que, se sepa de antemano, no se asista para exponer las propias verdades como dogmas, sino sólo como certezas provisorias, que con gusto se ponen a prueba en ese ámbito público reducido a escala de un par de mesas de café.

Un ámbito donde quien “hace uso de la palabra” detesta el aplauso de rigor y, en cambio, si no agradece por lo menos está bien dispuesto a que le sigan otros periodistas que contradigan su punto de vista. De ese modo podría salir más enriquecido que con un halago que tal vez lo termine sepultando para siempre en su propios errores.

Si todo eso fuera una quimera, también lo sería la figura simple del periodista que piense por sí solo. Nada más, al momento de hablar de periodismo, le quedaría el papel de ser vocero del medio en el que trabaja, del movimiento al que pertenece, o del saber académico que representa: es decir, sólo le cabría hacer grandes discursos.

  • Andrés Gauffín

    Periodista

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