En el discurso de despedida de los restos mortales de su amigo Rogelio Frigerio, una pieza inscripta en la mejor tradición de las oraciones fúnebres -y al decirlo pienso por ejemplo en las clásicas pronunciadas por Antonio Cánovas del Castillo-, memora Albino Gómez que era regla enseñar a los niños de su tiempo aquella absurda sentencia de que los hombres no deben llorar.
Al leer esta recopilación de su obra poética, se hace evidente que no pudo y que tampoco quiso aprender esa lección colindante con el trastorno de la alexitimia, diría un psicólogo. Porque el polifacético Albino, que en su persistente espacio de poeta viene trabajando desde lejos con el material de la nostalgia, el condimento a emplear con prudencia para evitar el destino de Edith mujer de Lot, la del castigo bíblico, es el mismo autor que en tanto humorista de ley, puede despertar hilaridad y también tristes sonrisas entre los lectores de sus Albinísimas, un personalísimo subgénero de su invención situado entre el aforismo y la greguería ramoniana. Sabe bien, que tras la impavidez y la presumida frialdad ajena se esconden poses de dureza, terquedad contra los sentimientos, autorrepresión que neurotiza y deshumanización al fin.
En toda antología de textos propios está presente -y patente- una mirada absolutoria hacia las páginas reeditadas. Una mirada en la que va implícita la reivindicación de los diferentes momentos que las inspiraron. Y cuánto más si de versos se trata, porque el empeño lírico suele lustrar a nuevo los instantes felices, redimir los amargos, inventar nuevos rumbos al volver a recorrer los solitarios andenes que despertaron ilusiones juveniles y aceptar con paciencia digna de Job la carga de frustraciones sobre las que poco a poco el ayer fue hilando su trama del hoy.
A nuestro amigo no lo abruma el pasado ni inquiere con Verlaine: “recuerdo, recuerdo, para qué me quieres”. Lo desvela sí el anhelo de perseguir y reconquistar en letra, ritmo, intensidad, sentido al fin, sus pasos viajeros por el mundo de la vida; peregrinantes en hondura y superficie, con fuego aventurero y con temor y temblor, desde las barriales calles Yerbal y Caracas donde se erige firme la casona natal en la llamada Mansión de Flores que construyó el arquitecto socialista fabiano Fermín Bereterbide hacia 1924, a los cinco continentes de sus muchos periplos: “Hoy ya no sé/ cual fue el primer recuerdo/ pero así era Flores/ cuando yo era niño:/ con su calle larga/ con su nuevo cine y su vieja plaza,/ Con ese olor de mansiones/ y de trenes/ recordando los corsos/ olvidando las quintas.”
Sin caer en el prejuicio autocrítico de quien en la edad madura se desentiende de la frescura y el ingenuo optimismo o pesimismo de sus primeras creaciones, en “Sólo se trató de vivir y amar” se han recopilado testimonios del pasado, con tantos momentos felizmente compartidos y endulzados por el amor y la amistad en grado de camaradería en las afinidades electivas, que dijera Goethe. Así por ejemplo con antiguos militantes republicanos españoles como el intelectual Ramón Prieto y el compositor Gustavo Durán, con el embajador Jorge Vázquez, con los escritores Marta Lynch y Pablo Palant, con el periodista Ignacio Ezcurra “que se despidió de mí en Washington DC antes de partir para morir en mayo de 1968”, como reza una dedicatoria o con Tito Peralta, aquel exiliado argentino de la última dictadura que murió añorando la patria y al que Albino conoció en Suecia a poco de llegar y ponerse al frente de la representación argentina en Estocolmo. Y lo cuenta emocionado y empático él con el derecho que le confieren los sinsabores padecidos en sus propios desarraigos interiores y ostracismos: “Yo supe/ de muchos exilios./ Casi un experto/ me hice/ en eso/ de exilios/ y exiliados”.
Resulta natural que al volver las páginas, en general autobiográficas de “Sólo se trató de vivir y amar”, aflore en forma recatada y confidente a un tiempo el milagro de una existencia en extensión y sobre todo en tensión. Porque nadie que conozca al autor puede suponerlo recluido en una torre de marfil dándose al esteticista ejercicio de la literatura. En cambio es del caso imaginarlo -porteño universal- escandiendo versos y puliendo prosas mentalmente en sus caminatas por los alrededores de la Plaza San Martín cercana a su actual domicilio, ese rincón cargado de historia y leyendas que inspiró a Borges un poema mucho antes de avecindarse en Maipú y Marcelo T. de Alvear hacia la década del cuarenta y que dictó a Albino líneas como estas: “A veces no podíamos/ creer en tanta paz/ en tanto silencio. /Como si la ciudad/ y hasta la gente/ hubiesen dejado/ de existir”.
Como no lo inquietan las formas ni hace alarde de deconstrucciones, gana sus horas en decir lo suyo internándose a campo traviesa por la enternecida añoranza, convocada al papel con un resabio de cadenciosa oralidad. Sin cortar camino a la belleza con desatención a las normas canónicas de la preceptiva, su verso libre a veces epigramático es directo siempre, claro y no por eso menos imaginativo, revelándose en cada página la fortuna del poseedor de la carta ganadora, pese a recordarnos en una hoja del libro que “Se acabaron los trucos”.
Será por eso que no presume de su buena fortuna como escritor, presa de cierto escepticismo o del elegante esplín con que se anticipa al irremediable silencio: “después de las flores/ después de los discursos/ después de los adioses”. Una posición realista que en nada lo aleja de los dominios metafísicos de la integración: “Y son tantos/ los hombres/ que todavía/ no han visto/ realmente/ un árbol”. Y aun de experimentar la atracción cósmica a lo Carl Sandburg: “Mi cabeza golpea las estrellas” escribió el norteamericano; pero más en su caso con vértigo frente a los ritmos imperturbables del universo: “La luz/ evapora el oxígeno/ el día la noche/ la muerte la vida/ el tiempo/ el amor”, turbación que resuelve juguetonamente al cabo con impactantes metáforas de reminiscencias nerudianas: “¿Tus pecas eran estrellas?
Sin preciarse de prodigioso y arrollador, torrentoso corre su mensaje, crea nuevos cauces, anega fertilizando territorios improbables de poesía y cuando y donde retira sus caudales deja latencias, instiga ecos, contagia inquietudes de hondo humanismo y humanitarismo: “A Grecia llegué/ dos mil años/ después de lo debido./ Y a Sudáfrica/ dos mil años antes/ de lo oportuno. O bien: “Lucha muchacho negro/ trabaja fuerte/ y estudia si puedes./ No te emborraches/ esfuérzate mucho/ y no te importen/ los sacrificios/ que debas hacer/ Y cuando culmine tu lucha/ y llegues eventualmente a ser/ el mejor hombre/ de Africa del Sur/ aun así/ el último de los blancos/ el más imbécil/ el más cretino/ tendrá todavía/ más derechos que tú.”, tal escribió con santa furia en Sudáfrica en 1966.
¡Y pensar que cumplía funciones diplomáticas en el país del apartheid, la tierra que se negó a besar Juan Pablo II en cierta escala técnica obligada! Aplaudo yo en este ámbito académico de las relaciones internacionales su falta de diplomacia, su decir nada elíptico ni condescendiente, su sabiduría del corazón que lo ha movido a llamar al pan pan y al vino vino, reafirmando la exactitud del pasaje de Tomás de Kempis: “Aquel a quien las cosas le saben como son y no como se dice de ellas es el verdadero sabio”.
A este Albino ávido de justicia, de solidaridad, de verdad y de belleza; a este Albino sin resignación ante las tropelías de los poderosos del mundo y de probado compromiso para con sus semejantes, el oficiante de la projimidad y el exorcista del “afán de novedades” que analizó Heidegger; a este Albino en nada versificador y en mucho poeta de cosas de fundamento, con justeza le advirtió Juan Gelman en una carta fechada en París en septiembre de 1987: “si dejaras de escribir poesía, mostrarías una falta de valor”.
Propiamente el ejercicio del “valor” es uno de sus hábitos que ejercita según varias de las acepciones que al término le atribuye el Diccionario de Autoridades: en tanto cualidad del alma que mueve a acometer grandes empresas y como aptitud para proporcionar deleite, para el caso mediante sus creaciones. Ese es en plenitud su valor: cívico y literario, dimensiones ambas activadas con virtuosismo no extendido en rectas paralelas, sino en líneas encontradas en el punto de la mejor actitud ciudadana y la responsabilidad autoral. Las de las convicciones éticas y estéticas de Albino Gómez, en las que tanto ha perseverado para satisfacción de sus lectores y orgullo de sus compatriotas.
- Carlos María Romero Sosa, escritor
camaroso2002@yahoo.com.ar
- Reseña de Romero Sosa sobre obra poética «Sólo se trató de vivir y amar», del embajador Albino Gómez. La presentación de su libro se realizó el 7 de agosto de 2014 en la sede del CARI (Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales), en la CABA.