Como si por algún arcano, se trasmitiera más allá de los abismos generacionales la antorcha de la mejor salteñidad, el 17 de junio de 1910, cuando se cumplían ochenta y nueve años de la muerte del General Martín Miguel de Güemes, nacía en la capital de la Provincia Augusto Raúl Cortazar, fallecido en Buenos Aires en junio 1974. Niño aún, se trasladó con su familia a la Capital Federal donde se recibió de bachiller en el Colegio Nacional Central y se graduó como abogado, bibliotecario, profesor en Letras y doctor en Filosofía y Letras en la UBA.
Su árbol genealógico lo enraíza a la tierra natal: a los Lozano Valdez antepasados de doña Irene, su madre, y entroncados con los Gorostiaga e Isasmendi Gorostiaga, entre paréntesis también mis familiares. Y por la línea paterna a los Arias; en tanto por los Cortazar era primo de Julio, quien agregó un acento al apellido original. De allí que cuando el cronopio ejercía la docencia en la Escuela Normal de Chivilcoy -a partir de 1939-, gustara conversar sobre sus parientes salteños con los colegas profesores y amigos Domingo Zerpa, el poeta jujeño, y José María Gallo Mendoza, novelista tucumano radicado en Salta desde la infancia.
No por casualidad entonces, Augusto Raúl se dio a abrazar en forma rigurosa y apasionada el estudio de la tradición como raíz y esencia del hecho folklórico, que no nace como tal sino que llega a serlo por decantación. En ese convencimiento develó con método las marcas de lo telúrico y supo poner entre paréntesis las coloraturas. Se impuso el objetivo de universalizar hasta la dimensión cósmica los datos culturales locales, las voces y las costumbres nativas que el progreso deshilachó en ecos a captar y recuperar por el investigador. “Estudio metódico de la ciencia folklórica y apasionada vocación que aflora sin duda de estratos ancestrales, soterrados en cuatro o más generaciones de ascendientes salteños, entremezclaron en mi vida sus caudales. A la voz de la sangre sumó acaso la misma tierra su misterioso reclamo. Por algo me conmueve aquel paisaje cerril y sus gentes rústicas hacen fluir de mi corazón una cálida y comprensiva simpatía”, confesó en una disertación pronunciada en 1948 en el Instituto Popular de Conferencias de La Prensa sobre el tema “El folklore y su estudio integral”.
Actuaron en el ánimo de Cortazar y decidieron su vocación, tanto esa responsabilidad y no carga por las “cuatro o más generaciones de ascendientes salteños”: “Le agradezco en el alma sus alentadoras palabras sobre mi ‘Carnaval…’ y lo buenos recuerdos de su tío, el Canónigo Gorriti; todo se debe a que nos gusta leer cosas del terruño, a las que nuestro cariño por él embellece y mejora”-escribió a Carlos Gregorio Romero Sosa en febrero de 1950, desde su hogar porteño establecido en la calle Doblas 381-, cuanto la íntima nostalgia, nunca apagada, por los cerros al alcance de las correrías infantiles y adolescentes: “un viaje al Valle Calchaquí -recordó en aquella misma exposición en La Prensa- como gozosa vacación de bachiller, fue como un reencuentro con otro yo que hubiera estado aguardando mi regreso apegado a las montañas tutelares”.
Fue un pionero en la temática de la “Populalia”, como propuso llamar sin éxito a la disciplina Rafael Jijena Sánchez, en ponencia presentada al Congreso Mundial de Folklore reunido en Buenos Aires en 1960, si bien es cierto que ya mucho antes aquí se habían asomado a su estudio Samuel Lafone Quevedo, Juan Bautista Ambrosetti, Adán Quiroga y después Roberto Lehmann Nitsche, Ricardo Rojas, Juan Alfonso Carrizo, Juan Carlos Dávalos, el médico neuquino Gregorio Álvarez, que rastreó la toponimia y las leyendas populares de la región sureña, el novelista jujeño Julio Aramburu, asomado al folklore infantil y el musicólogo Carlos Vega. Pero ciertamente fue Cortazar un adelantado y un forjador de la ciencia folklórica, autónoma de la arqueología y la etnografía.
Téngase presente que al iniciar él sus investigaciones no había trascurrido todavía un siglo de acuñado el término “Folklore” por el arqueólogo británico William John Thoms, en 1846. Incluso recién en 1960, según lo registraba La Nación de fecha 31 de julio de ese año, la Academia Argentina de Letras presidida por José A. Oría, se expidió sobre dicha palabra, objetada entre otros por Alfredo Poviña, autor de “Sociología del folklore” (1945), al manifestar la entidad que no es un neologismo y subrayar que fue empleada en España desde 1881, cuando Antonio Machado fundó una sociedad para la recopilación y estudio del saber y de las tradiciones populares a la que llamó “El Folklore Español”, a más de observar que en 1925 la incluyó la Real Academia en la decimoquinta edición de su Diccionario. Se asentó igualmente, en la oportunidad, que nada ganaría el vocablo con el cambio de k a c, pues no se españoliza ni se argentiniza la voz por modificar su escritura, dado que la letra k pertenece también a nuestro alfabeto.
De las investigaciones de gabinete y los trabajos de campo llevados a cabo por Augusto Raúl Cortazar –contó algo de las circunstancias de estos últimos en “Andanzas de un folklorista” (1964)-, resultaron sus artículos, opúsculos, comunicaciones académicas y libros tales como “Bosquejo de una introducción al folklore” (1942), “Guía bibliográfica del folklore argentino” (1942), “Confluencias culturales en el folklore argentino” (1944), “El carnaval en el folklore calchaquí (1949), “Folklore argentino: el Noroeste” (1950), “El folklore y sus expresiones en la literatura argentina” (Tesis doctoral, 1953), “Qué es el folklore” (1954), “Esquema del folklore” (1960), “El folklore argentino y los estudios folklóricos: reseña esquemática de su formación y desarrollo” (1965) y el volumen póstumo “Ciencia folklórica aplicada”, títulos todos ineludibles hoy en la bibliografía especializada.
Y qué decir de su labor docente, en especial la cumplida en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y en la Facultad de Letras de la Universidad Católica Argentina. En esos y otros centros de estudio, su magisterio formó discípulos que se honraron de serlo, como Horacio Jorge Becco y la profesora Olga Fernández Latour de Botas, principal referente actual de los estudios folklóricos en el país. “Cortazar sabía mucho, enseñaba mejor y era, al mismo tiempo, el amigo franco y cordial incapaz de desconcertarnos con sorpresas o entrelíneas”, escribió Arturo Berenguer Carisomo en “Logos”, revista de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA fundada por Coriolano Alberini (Nro. 13-14, años 1977-78).
Renglón aparte merece su actuación en el directorio del Fondo Nacional de las Artes. Allí trabajó ajeno a todo conformismo burocrático desechando -sin incumplir los reglamentos- papeleos innecesarios y trabas oficinescas e ingeniándose para sortear la recurrente limitación presupuestaria con el fin de conceder becas y premios que juzgaba merecidos, dando sentido así y no mera inercia administrativa al Organismo autárquico que integraba desde su fundación; lejos estuvo siempre de refugiarse en la torre de marfil y de caer en “la barbarie del especialismo” que advirtió Ortega y Gasset en “La rebelión de las masas”.
No lo conocí en forma personal, aunque varias veces atendí de niño sus llamados telefónicos. Lo hacía para comunicarse con mi padre, mientras éste redactaba su obra sobre la Navidad en Salta, extractada más tarde bajo el título “Cuatro siglos de Navidades en Salta” como capítulo del libro “La Navidad y los Pesebres” que publicó en 1963 la Hermandad del Santo Pesebre.
Y hablaban sobre todo cuando se preparaba el Congreso Mundial de Folklore que se reunió en Buenos Aires en 1960, en conmemoración del Sesquicentenario de la Revolución de Mayo, un evento del que su interlocutor Romero Sosa dejó testimonio en versos repentistas y humorísticos dirigidos a uno de los participantes, el filólogo y escritor ecuatoriano Justino Cornejo, que los publicó como epílogo a su libro “Animales y plantas en la poesía popular ecuatoriana” (1970). En algún pasaje de la composición se hace referencia a Cortazar, alma de la reunión: Pensé que acaso, /”CORNEJO-LALIA”/ tenga más suerte/ que “POPULALIA”. / (¡Perdón si digo/ torpe palabra! /!Abracadabra/ mi gran señor!/(…) Con mis saludos/ de Navidad; /con los de Becco/ y Cortazar, /recibe el eco! del gran Congreso! de tus amigos! de la Argentina,!donde tu prosa! tan cervantina,! por siempre trina! con efusión.
Algunos años después volvieron a ser habituales los llamados suyos a nuestra casa; fue a partir de encarar el desafío, en su calidad de director literario, de la revista-libro mensual “Selecciones Folklóricas” editada por Codex, cuyo primer número apareció en junio de 1965 y el último -13- en agosto de 1966. Allí colaboraron las más prestigiosas firmas vinculadas con la literatura nativista y la ciencia folklórica. En el número 7, dedicado a la Navidad, aparecieron un par de villancicos de proyección folklórica compuestos por Lía Gómez Langenheim de Romero Sosa.
Lamento que trascurridas tantas décadas, poco registre mi memoria auditiva de su voz grave y cordial adornada por una ligerísima tonada norteña. Sin embargo me basta recorrer la correspondencia que intercambió con mi padre, intensa entre 1949 y 1950 y llena de referencias familiares y recuerdos amistosos del historiador Monseñor Miguel Ángel Vergara y del Canónigo Josué Gorriti, así como las dedicatorias escritas en los trabajos que le obsequió, para reconocer del todo esa bonhomía propia del hombre superior, intuir tras sus finos trazos caligráficos la inteligencia del corazón captadora del espíritu de los semejantes y, en tanto haber sido la existencia del humanista ajena a cualquier egoísmo intelectual, concluir que la vivió desde su fondo humanitario, dando espaldarazos y comprometiéndose con los afanes ajenos: “Todas las cosas suyas relacionadas con el folklore me interesan y ya acudiré en procura de datos”, le precisó y anunció en otra carta. En tanto que en el opúsculo “Panorama y perspectivas de nuestro Folklore” (1942) anotó el 9 de mayo de 1943: “Al amigo Carlos G. Romero Sosa, agradeciéndole sus palabras e incitándolo a llevar adelante sus ideales.” Mientras que en la primera página de “Esquema del folklore”, leo un par de líneas fechadas en diciembre de 1960: “A mi querido amigo y colega Carlos Gregorio, como recuerdo muy cariñoso de nuestro Congreso”.–
Tales muestras de cordialidad y camaradería, a más de su labor científica, releída y anotada según lo advierto al abrir los libros y folletos de Cortazar atesorados por Carlos Gregorio Romero Sosa, siempre despertaron en éste particular afecto y admiración hacia su comprovinciano, sentimientos extensivos a su esposa Celina Sabor, una especialista en literatura española del Siglo de Oro, profesora universitaria y Académica de Letras que murió en 1985, y a las hijas del matrimonio, Laura Isabel y Clara Inés, esta última erudita en música gregoriana y cantante. De allí que si hoy evoco al maestro en el centenario de su nacimiento, estoy seguro de que lo hago cumpliendo un mandato nunca explicitado pero tácito en el ánimo paterno.
- Carlos María Romero Sosa es abogado y escritor.
Su último libro es “Fanales Opacados” (2010).
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