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Democracia y hombre común

jpg_El_hombre.jpgEn la Argentina está aflorando una corriente que cuestiona visiones, hasta ahora predominantes, de la violencia que padeció el país en los años ’70. Explicaciones simplistas que -de un lado y otro- idealizaron o condenaron esos años, están siendo cuestionadas por investigaciones más rigurosas y por interpretaciones menos impregnadas de belicismo historiográfico.


No parece plausible explicar esa violencia, menos legitimarla, como ejercicio de una “resistencia a la opresión” o como tardía “justicia popular”, ejercida con supuesto mandato para castigar a los protagonistas de 1955. No lo es, porque los grupos violentos actuaron bajo gobiernos constitucionales: los de Frondizi, Illia y el último Perón.

Tampoco es admisible justificar el terrorismo de Estado que, con el pretexto de “salvar la democracia”, presentó como inevitable hacer tabla rasa del Estado de derecho, implantando la ley de la selva para desarticular a grupos denominados, con eufemismo, “formaciones especiales”, cuyo aislamiento político, a comienzos de 1976, era tan notorio como la pérdida de su capacidad operativa.

Son también insuficientes las explicaciones que enfatizan en el impacto interno de la Guerra Fría; en la prolongación de sus batallas ideológicas; en la encarnizada lucha de facciones; en los “entusiasmos insurreccionales” que despertaba el triunfo del castrismo, o en el surgimiento de una generación de “jóvenes idealistas” comprometidos con la liberación nacional y la redención social.

Aunque cada una de esas visiones pueda arrojar luz sobre el problema, su carácter parcial y fragmentario no permite formular nuevas preguntas, dificulta explorar su complejidad y limita las posibilidades de profundizar críticamente en él.

Llama la atención que aquella corriente, que en sus comienzos empuñó la interpretación materialista–clasista, y el “arma de la crítica”, para desafiar a los poderes constituidos, renunciara al uso de esas herramientas al momento de explicar la deriva violenta de aquel “compromiso político” que se confundió y entrelazó con un militarismo planteado como “única salida” para alcanzar la “liberación”, en la que confluyeron marxismo y teología, clasismo y elitismo.

Los años ’60 no sólo alumbraron una generación. También gestaron una Nueva Clase compuesta de productores de cultura: intelectuales humanistas e intelligentsia técnica, que entraron en conflicto con grupos que controlaban el poder. Más que abolir el Estado, por vía de una insurrección armada “necesaria”, esa Nueva Clase aspiró a fortalecerlo y controlarlo para medrar de él. Antes que suprimir las “clases dominantes”, se propuso ocupar su lugar.

En los ’60, un sector la clase media argentina que vio obstruido su ascenso y frustradas la democracia parlamentaria, el reformismo y el capitalismo liberal, se inclinó con entusiasmo hacia el experimento cubano presentado como modelo a imitar para tomar el poder, controlarlo y ejercerlo de modo dictatorial.

No suele advertirse que, para convertirse en “vanguardia esclarecida”, el primer tramo que recorrió esa Nueva Clase fue el del impiadoso ejercicio de negar su extracción de clase media. Aquel desprecio al “pequeño burgués” apenas encubrió un desdén elitista hacia el hombre común que, según Carl Friedrich, es “la médula del credo democrático”.

Ese desclasamiento fue condición necesaria para ingresar a sectas que se adjudicaron el papel de vanguardia. Esa negación abrió puertas a sucesivas negaciones, hasta llegar a la más radical: la de la vida ajena y de la propia. El rechazo a la legalidad y al poder establecido comenzó por negar la propia condición social, no a partir de un fundamento material sino desde de una diferencia “espiritual”.

Al rastrear fuentes ideológicas en las que abrevaron esos grupos, nos topamos con una confusa combinación de mesianismo religioso, teología de la liberación, marxismo, nacionalismo, revisionismo histórico, explícito descreimiento en la importancia del sufragio universal y rechazo a la democracia liberal. El antiliberalismo fortalecía “las condiciones revolucionarias”.

Quizás haya que retroceder para encontrar otras insospechadas vertientes. Una de ellas es El hombre mediocre, libro que, por reacción al gobierno de entonces, José Ingenieros comenzó a escribir en 1910, cuando tenía 33 años. Fue uno de los textos más leídos en la Argentina de la primera mitad del siglo XX. El hombre mediocre, antes que Marx, fue acceso a cierta izquierda romántica.

Este libro ejerció notable influencia sobre parte de una juventud que cuestionaba lo que consideraba el anquilosamiento de un sistema dominado por el interés material, el utilitarismo, la ausencia de valores y de ideales. Ingenieros apelaba a la sensibilidad -antes que a la racionalidad- de jóvenes “rebeldes a la mediocridad” y portadores de ideales, “ascua sagrada” destinada a templarlos para “grandes acciones”.

El hombre mediocre, contrafigura del super hombre, proporcionaba argumentos para fundar una aristocracia del idealismo y para romper con el paradigma moral de un régimen adocenado, enmohecido y senil.

¿El hombre común puede ser equiparado a ese hombre mediocre que Ingenieros caricaturiza como conformista, práctico, masificado y a la vez individualista, sumiso, servil, amorfo, tibio, moderado, “excesivamente prudente”, rutinario, carente de ideales y de sueños, acomodaticio, ignorante, hipócrita e indiferente a la perfección?

Cargada de imágenes que estimulaban la búsqueda de perfección, el libro de Ingenieros alimentó un elitismo y fanatismo moral que, quizás sin proponérselo, tendía puentes a otros fanatismos. “Todo idealista es exagerado”. “Todo idealismo es, instintivamente extremoso”. “Santos y héroes jamás fueron tibios”. “La exageración de los idealistas es una verdad apasionada”, predicaba.

Una delgada capa parece separar el rigorismo moral, del fanatismo dispuesto a matar o a morir. Han sido idealistas los que más sangre han derramado, señala Javaloy. Idealistas y justicieros son “los más radicales y crueles porque alegan no tener motivaciones personales”, insistiendo que luchan por ideales del grupo.

Menospreciado, aplastado por grandes hombres, líderes, caudillos y mandones, el hombre común soporta la pesada carga de defender sus libertades frente a la omnipotencia del Estado, de ganarse la vida trabajando, cumpliendo con las normas, practicando virtudes silenciosas sobre las que reposa toda sociedad democrática.

Nuestra democracia no arraigará mientras sigamos esperando la llegada del gran hombre. No echará raíces mientras despreciemos a esos hombres comunes, razonables y de escala humana, que somos nosotros mismos. “La fe en la democracia está en el hombre común” concluyó Friedrich hace sesenta años.

  • Nota editorial publicada esta semana la revista “Todo es Historia”, número 506 de diciembre de 2009.

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