Desde la República Dominicana -que en el siglo XX dio a la lengua castellana poetas de la talla de Domingo Moreno Jiménes, pontífice del “postumismo”, Pedro Mir, afirmado e integrado al cosmos desde su país insular, o el universal poeta de la negritud Manuel del Cabral, tan vinculado además con la Argentina donde residió por largo tiempo;
sin olvidar que el otro “Maestro de America”: Pedro Henríquez Ureña, también abordó la poesía con piezas antológicas dignas de su portentoso talento- llega “La fatiga invocada”, última obra poética del escritor mocano y ex Ministro de Cultura de la nación quisqueyana: José Rafael Lantigua.
Quizá lo más llamativo del libro en una primera aproximación, junto al marco lujoso y esmerado de la edición sea otra curiosidad nada accidental, ya que a veces la forma es el fondo y gran parte de las composiciones están estructuradas como capítulos numerados y ascensionales, en tensión dramática, de una historia.
En efecto, recorre las páginas cierto aire narrativo y hasta le prestan densidad vuelos argumentales bien dosificados. Se tendrá entonces que el autor se presenta también en este su cuarto poemario como un creador intuitivo y abarcador, capaz de mover los límites de los distintos géneros.
Ya al comentar en 2004 una anterior entrega suya: “Los júbilos íntimos”, nos referimos a la regla de oro de la intuición poética del dominicano y ahora cabe ratificar lo dicho en esa oportunidad. Sucede que entre otros méritos, Lantigua que jamás confunde prosa con poesía, juega apelando a su cotidiano ejercicio literario -cabe recordar que es un ensayista de fuste, un crítico zahorí y ocasionalmente un narrador ameno-, con las posibles correspondencias entre los géneros para sostener las sutilezas de su lirismo y afianzar las posibilidades estéticas de la inquietud metafísica que lo transita.
Empero aquí, con la fórmula certera de su conmoción interior hecha habla, expresión, tonalidad, balbuceo y hasta silencio cuando lo deja sin respiro la “fatiga invocada” del título como un símil de la poesía –“La poesía, mujer, es una fatiga invocada”-, logra prodigiosamente que todos y que cada uno de los segmentos de la obra correspondan al privativo dominio de aquella musa y ninguno al de la prosa, ni siquiera de la prosa poética.
Porque el secreto de los versos no está dado nunca en las consonancias o asonancias que puedan vincularlos ni en la mayor o menor extensión que exhiban sus renglones, sino en la justa -en tanto ajustada- y mágica ordenación de sus términos, en la tensión dramática ejercitada en función del ritmo interior de las palabras y en la particular inquietud espiritual que trasmiten.
Para el caso una inquietud, una desazón y un “estupor que se mece entre los escombros”, directamente proporcionales al vértigo de José Rafael, cuyo segundo nombre arcangélico condice con su propia función de mensajero del misterio y escriba iniciado y vaticinador -al cabo- de posibilidades y reflejos orientadores entre la hondura y negrura de la realidad que oculta redenciones tras las catástrofes, cuando “una fuerza extraña derriba la noche mirando el renovado abismo de los astros”, y los desajustes sociales que “destroza (n) el azul donde está instalada la fuerza de mi aliento”; contingencias amargas del mundo de la vida donde fragua el yo que es un sistema de enajenaciones como anotó Lacan.
Lantigua se encuentra atareado en reformular como un empecinado alquimista la azarosa proporción de los elementos de la naturaleza que trascurren por sus versos en función de imágenes, metáforas, alegorías. Hay permanentes referencias al fuego, al agua, al viento y a la tierra carnal en sus composiciones. Algo que sugiere un ánimo de reinventarse en esas fuerzas y alimentar con ellas su propia energía, en tanto ser “raíces de todas las cosas” como enseña la doctrina de los cuatro elementos del presocrático filósofo de Agrigento.
Sin caer en la tentación descriptiva frente al paisaje del “tiempo vencido que se comió la huella de su culpa”, y de cara a “un esquema grávido donde la luz regresa a su candidez original ajena a sus destellos”, capta del mundo exterior en interacción con su propio destino, ecos de un orden esencial desatendido por la vorágine de nuestra sociedad “líquida” en acepción de Bauman.
Al hacerlo propone una nueva epifanía de la belleza como posibilidad de revelación e incluso de entristecida evocación: “El hombre que trepitó entre sus garras sabe que su alma se desmorona de hastío”, o bien cerrados los vasos comunicantes del yo-tu: “La historia que construí no ha de pertenecerte nunca”.
Poetiza autobiográficamente situándose más allá o más acá de los cánones académicos y las cambiantes tendencias. No podía seguir otro camino quien –cuenta- oyó decir con férreo voluntarismo una tarde gris a Jack Kerouac: “pégate al auricular de tus deseos”.
Los ecos de la añoranza de una edad de oro resuenan en su voz afinada con el diapasón de un corazón que “fragua su latir en las aturdidas sendas del pasado”. Y así tabletea en diástole y sístole el agobio existencial al experimentar que “hay un ídolo centrado en mi laberinto” sin duda ovillando torbellinos. “Me fui al mar/ a sorprender los vientos del agua/ sumergidos/ como criaturas que se perfilan en las sombras/ en el oscuro bosque de la noche”, canta espontáneo y a la vez con lenguaje preciso y refinado.
Canta con la naturalidad y también con el peso de quien se deja llevar por la corriente de una inspiración que es más una prueba de turbación interior que la respuesta fácil a los enigmas: “quiero decir/ algo/ que mi vuelo/ insolente/ solitario/ no/ alcanza/ a descifrar”.
Y en esas experiencias de real dramatismo y vívido “temor y temblor” kierkegargiano, lejos está de pretender hacerse notar con actitudes vanguardistas ni ufanarse en liderar alguna otra revolución en el Arte que es siempre, en la enseñanza de Borges, como la humilde Itaca que hizo llorar a Ulises al divisarla “de verde eternidad, no de prodigios”.
- Carlos María Romero Sosa
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