Domingo Faustino Sarmiento, nacido en la ciudad de San Juan un 15 de febrero de 1811, no había cumplido aún los treinta y seis años de edad cuando, el 2 de enero de 1847, dirigió a su amigo el jurista, diplomático y poeta Juan Thompson (1809-1873) -hijo de Martín Jacobo Thompson y de María Sánchez, la patricia argentina conocida como Mariquita Sánchez-, su carta-relato datada en la argelina Orán después incluida en el libro “Viajes Europa-África-América” (1849).
Tal vez esa misma juventud, sumada al carácter que movilizó siempre su genio abierto y no retraído, batallador y no perplejo, exaltado y no sumiso, le permitieron aunque amoldándose a disgusto, afrontar las muchas incomodidades del peregrinaje emprendido por las tierras del norte del Continente Africano.
Otros argentinos ya en el siglo XX, transitaron y dejaron también testimonio de la exótica y legendaria región magrebí próxima a la del curioso itinerario sarmientino. Pero lo hicieron casi cien años después, lapso que hace sustancial la diferencia con cualquier anterior perspectiva y prejuicio civilizador; como que habría sido el colmo entrado el 1900 pedir a Dios al comprobar la presunta “barbarie” de los pobladores, “que afiance la dominación europea” en aquellas comarcas, según lo hizo el sanjuanino en la Argelia conquistada por Francia en 1830 luego de usar como pretexto para la invasión, la llamada “Humillación de Argel”.
En su concepción liberal-capitalista devota de la propiedad privada, resulta coherente que entendiera como muestra de falta de civilización, en primer lugar, la idiosincrasia nómada del árabe: “el árabe -anota- no toma posesión de la tierra, y gracias si en la vecindad de Orán, arroja algunos puñados de trigo sobre la tierra más bien rasguñada que arada, y dejando crecer con la simiente los matorrales y plantas tuberculosas de que ha descuidado limpiar el suelo”.
Claro que otros no lo vieron así varias décadas después y tomaron en consideración los efectos y las inhumanas condiciones de la colonización, patentes en la deficiente calidad de vida de los pueblos subyugados por los imperios europeos. Los habrá advertido Roberto Arlt con su sensibilidad social e instinto literario de aguafuertista, cuando anduvo por Marruecos hacia 1935, ocasión en que se fotografió vestido con albornoz. Sin duda su cuento “El hombre del turbante” tuvo que ver con la experiencia vivida o con las expectativas de llevarla a cabo. Y más aún el poeta Alfredo L. Bufano, que llegó procedente de España en 1947 al territorio del entonces Protectorado Marroquí instaurado por el Tratado de Fez de 1912, para recorrer Tánger, ciudad internacional por el Estatuto de 1923, y Tetuán, Lareche, Ceuta y Melilla bajo administración española, todas fuentes de inspiración para su libro póstumo “Marruecos” publicado en 1951, trece meses después de su muerte, el 31 de octubre de 1950 en la mendocina localidad de San Rafael.
Ese poemario tiene menos signos descriptivos que expresiones de ternura y solidaridad para con el sufrimiento de los naturales; a punto tal que en unos versos Bufano se conduele ante la presencia de un niño leproso. Curiosamente en su viaje por el Magreb justo un siglo antes, también Sarmiento advirtió que “las enfermedades cutáneas roen a este pueblo, como la mugre carcome sus vestidos”. Sólo que lo expresa con aire de cronista neutral y tomando el hecho como argumento para desprender de él una conclusión previsible dentro de su ideología basada en la lógica del progreso: “amo demasiado la civilización para no desear desde ahora el triunfo definitivo en África de los pueblos civilizados.”
Por supuesto no puede achacársele mala fe, ni siquiera ingenuidad. ¿Por qué la civilizada Francia abanderada desde la Revolución de 1789 de los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad, no iba a trasmitir a manos llenas sus dones culturales y sus valores morales en los dominios de África? ¿Era de suponer para alguien que debido a la rapiña colonialista, el Continente Negro entero podría adjudicarse para sí y con sobrado derecho, aquella definición con la que Joseph Conrad tituló su novela sobre el Congo Belga: “El corazón de las tinieblas”?
Sin embargo, alguna réplica a tales situaciones de injusticia y explotación podría haberse esperado del contradictorio creador de “Recuerdos de Provincia” con sus innegables relámpagos justicieros y proféticos en tantos aspectos, propios de un pensamiento que a similitud de los Andes presenta cumbres y abismos. “Fácil es señalar contradicciones en su teoría y errores en su acción”, acepta su biógrafo -en “El profeta de la pampa”- Ricardo Rojas, esta vez en el prólogo a “El pensamiento vivo de Sarmiento”. Y debido a esas mismas contradicciones que a veces fueron auto rectificaciones, es de lamentar que no hubiera insistido sobre el tema en su vejez, toda vez admitir en esas páginas de 1847 que: “Muchos datos precisos he atesorado en África sobre colonización, los que reservo para un trabajo especial”.
“Argel basta con efecto para darnos una idea de las costumbres y modo de ser orientales”, declara a la vista de otra realidad que admite percibir desde el prisma europeo. En seguida capta al vuelo las etnias que bullen por las calles estrechas: moros, árabes, judíos y turcos a los que agrupa por un lado, y franceses, italianos y españoles por otro, dos grandes conjuntos heterogéneos en sus partes que lejos de confundirse entre sí hacen “más notables sus diferencias de razas y vestiduras.” El futuro y discutible teórico de los conflictos y armonías entre las razas de América iba perfilándose.
Por otra parte la preocupación de Sarmiento por sacar conclusiones sobre las posibilidades humanas para gozar o no de la libertad según las condiciones territoriales en que se desarrollan las existencias, suerte de determinismo geográfico que más tarde desarrollará Hipólito Taine, un tópico por lo demás ya esbozado en el “Facundo” cuya primera edición es de 1845 y donde -en el primer capítulo- coincide con “muchos filósofos (que) han creído también que las llanuras preparan las vías del despotismo”, es una cuestión que se reitera dos años después en esta parte de “Viajes”: “No extrañe a usted que no le describa el país que atravesábamos generalmente llano, accidentado de colinas y variado en el aspecto de algunas villas nacientes”.
Deslumbrado por París: “Acaso no acierte a darle a usted una idea de París tal que pueda presentárselo al espíritu, tocarlo, sentirlo, bullir, hormiguear”, le escribe el 8 de septiembre de 1846 a su comprovinciano Antonino Aberastain, el futuro gobernador de San Juan fusilado en 1861 por orden del coronel Juan Saá. Desengañado de una Madrid provinciana a la que parece reconocerle más características de Villa que esplendores de Corte, apunta: “Hay un café, antes el del Príncipe, hoy el de los Suizos, adonde el extranjero puede ver si aún le queda algún hombre notable de Madrid”.
En cambio se muestra a gusto en la portuaria y más cosmopolita Barcelona, donde “Todas sus empresas respiran grandeza. Están edificando un teatro, que pretende ser el más bello y el más grande de la Europa y del mundo”. En la Ciudad Condal embarcó en el vapor Mallorquín y luego de pasar por las Baleares arribó a Argel, aquel primitivo contador fenicio, la Icosium romana; la ciudad cuya fundación adjudica una leyenda al mitológico Hércules. Curiosamente no deja constancia de haber recordado al autor de Don Quijote, cautivo en su hora allí de Dali Mimmi y preso por cinco meses en las celdas de Los Baños del monarca Assan Bajá, hasta ser rescatado por los religiosos trinitarios.
Pero Sarmiento, poco cervantino como su compañero de exilio en Chile Vicente Fidel López, no piensa en el príncipe de las letras “vencido (…) en la tierra/ tan nombrada en el mundo, que en su seno/ tantos piratas cubre, acoge y cierra”, como se lamenta el propio ex soldado de Lepanto en su “Epístola en verso al Secretario Vázquez”, sino que destaca ciertas modernas influencias arquitectónicas galas que descubre en Argel; que le agrada mucho más que Orán, la antigua perla que sumó el Cardenal Cisneros a la corona de Castilla: el Oranesado, que en su delirio de reconstrucción imperialista exigió Franco a Hitler como una de las condiciones para entrar en la Segunda Guerra Mundial. La población presente en la comedia cervantina “El Gallardo Español” y ya en el siglo XX en la novela “La peste” de Arbert Camus.
El sanjuanino transitó por dunas y oasis del desierto, pero a lo que resulta de sus notas lo hizo sin identificarse con la naturaleza y menos con los pobladores, aunque trabó relación con ciertos representantes de la administración colonial francesa y altos mandos castrenses como el mariscal Bugeaud, duque de Isly, vencedor de Abd el Kader e interesado por la agricultura, que “…me hizo el honor de explicarme detalladamente su sistema de guerra y administración”. A influjo tal vez de la desolación que lo circunda no hay rastros en la comunicación epistolar enviada a Thompson de la “escritura jadeante”, en calificación dada por David Viñas al “racconto” de su “raid” por los Estados Unidos de América, pieza ésta dedicada a Valentín Alsina; ni del “balance cargado de excitaciones” –continúa el nombrado Viñas en su libro “Viajeros argentinos a Estados Unidos” (Sudamericana, Buenos Aires, 1998)- que hará del país del Norte.
Lo cierto es que lo largo de las páginas en cuestión, el romanticismo idealizador del paisaje cede al sociologismo positivista, como que el sanjuanino que venía de París, en su avidez de lecturas habría accedido ya el “Cours de philosofie positive” publicado en 1842 por Auguste Comte y hasta el “Discours sur l’esprit positif”, de 1844, del mismo filósofo. Quizá por ello varios pasajes de “Viajes” dan el aspecto de reflejar el producto de un trabajo de campo etnográfico al asentar con detenimiento las costumbres y describir los alimentos y las formas de utilizarlos de los nativos. En otros prima la subjetividad como cuando se horroriza con razón ante la crueldad de los ajusticiamientos y las represalias: “Una banda de árabes había asesinado en Orleansville dos europeos, y la justicia habiendo capturado algunos de los criminales condena tres a la última pena. Las familias de los ajusticiados se reunieron para deliberar entre sí, y oiga usted la singular decisión moral que siguió su fallo: Tres árabes nos han tomado, se dijeron, por dos cristianos, nos falta uno.”
Muestra de barbarie ciertamente, aunque vaya paradoja de condenarla quién en su hora elogió “por la forma” otros crímenes locales como el del Chacho Peñalosa.
Sin duda por el rigor casi científico del relato no caben allí en general tristezas, nostalgias, ni tampoco muestras de compasión ajena en sus descripciones y sí enumeración de las propias incomodidades sufridas durante la aventura. “Don Yo” no puede disimularse.
Aquí y allá refuerza la información sobre las diferencias de hábitos que lo sacan de quicio y en esa prosa suya escrita “como quien se desangra”, en consideración de Ricardo Güiraldes -juicio al que Leonardo Castellani opuso, entre el sarcasmo y el exabrupto, que a veces lo hacía “como quien vomita”-, puede inferirse lo extranjero que Sarmiento se siente a cada paso, acercando casi pictóricamente al lector a un panorama exótico y descorazonador cuando “pasadas las primeras impresiones, la ilusión empieza a desvanecerse.” Aunque también desintelectualiza todo por momentos y rompe la severidad del inventario de rarezas dando por ejemplo cuenta de la repugnancia muy concreta que le produce beber en una “sucia y abollada vasija de cobre (donde) un árabe se lavó sólo la punta de los dedos”.
“Tiendas de árabe, toldos de indio, ranchos del gaucho: bajo cielos distintos, la misma barbarie”, pareciera completar la idea Aníbal Ponce en “Sarmiento constructor de la Nueva Argentina” (1932). Otra muestra de la despectiva aproximación a lo telúrico proviniere de donde proviniere, de cierta izquierda en ocasiones más reaccionaria o “liberal” en el peor sentido del término que propiamente reformista de las estructuras, económicas, sociales y mentales dominantes. (Más allá de los aciertos en cuanto a la interpretación marxista debidos, sobre todo en su período mexicano final, a un Aníbal Ponce latinoamericanizado como lo fue su maestro Ingenieros, redactor de la proclama antiimperialista de la Unión Latinoamericana que integraron Manuel Ugarte, Carlos Sánchez Viamonte y Alfredo L. Palacios.)
Eso sí, el durísimo crítico del paisanaje argentino, reconoce en pleno desierto sahariano y ante el estrépito de una partida de caballos, el bullir en su sangre de “los instintos gauchos que duermen en nosotros”. Y como se ve hasta va a manifestar el espontáneo sentimiento nativo en un plural abierto e inclusivo de criollismo y no en tono mayestático.
Será de preguntarse para finalizar, quién otro que Domingo Faustino Sarmiento, patriota y europeizante, utópico y realista, receloso de lo popular y demócrata, hubiera podido conjugar de tal modo el vértigo de las distancias físicas y culturales con la permanente disposición espiritual hacia la tierra carnal.
- Carlos María Romero Sosa.
Abogado y escritor.