Con una frialdad casi obscena, un periódico local ha publicado en sólo tres líneas que el señor Ernesto Corbalán de 45 años de edad apareció muerto en el Parque San Martín y que su cadáver fue trasladado a la morgue del hospital público. Se lo sindica como “un indigente”, no como una persona, un señor, un habitante de nuestra Ciudad, o un hombre, o un ser humano. Ni qué pensar que se lo llame ciudadano. No, Ernesto Corbalán es calificado como un indigente. Así, a secas. Uno más entre un grupo de linyeras que deambulaba por Salta, aclara la nota para que no parezca tan solitario su destino.
Analizando el significado de la palabra indigente, conocemos que se trata de quien carece de medios para alimentarse y vestirse. De hecho, Ernesto Corbalán aparece en la foto del periódico sin ropas. No hace falta mucha imaginación para comprender lo evidente: que sin alimentos y sin ropas a Ernesto Corbalán se le ha parado el corazón y ha dejado de respirar.
Pero para llegar a morir a un parque- que para él seguramente habrá sido un lugar más de su deambular sin rumbo, un lugar cualquiera- este hombre, este ser humano, tuvo seguramente que transitar muchos otros días y muchas otras noches sin comer lo suficiente y sin tener algo con que abrigarse, y para que esto ocurriera tuvo que haber sido cruelmente inadvertido por todos los que nos cruzamos en su camino y tuvo que ser ignorado por todos y cada uno de los estamentos oficiales que deberían haber velado para que no muriera.
En definitiva a Ernesto Corbalán no lo encontró la muerte por casualidad; su final es fruto de la causalidad malsana de quienes pudimos hacer algo por él y no lo hicimos. Hoy, 26 de Marzo, un día después de su muerte, los obituarios de los diarios locales no lo mencionan, y no apareció todavía ningún familiar a reclamar sus restos. Ahora sí su abandono será perfecto, ya sin nombre, sin memoria, sin historia, sin nada. Tal vez tenga ahora Ernesto Corbalán más que lo que tuvo hasta ayer. Por lo menos ahora nunca más tendrá hambre ni frío. En cambio, nosotros, todos los que formamos la causalidad de su muerte, seguimos por las mismas calles por las que transitaba él con nuestra deuda a cuestas. La impagable deuda de su muerte. Como toda muerte en estas circunstancias, injusta, absurda, que no asombra y que duele.
A su alrededor y sobre la avenida que cruza ese parque donde Ernesto Corbalán fue a morir transitan constantemente lujosos vehículos de todo tipo y las luces de los restaurantes vecinos iluminan el césped que le servía de lecho. Y a pesar de ese macabro contraste, parece que nos hemos acostumbrado a los hechos, a la barbarie de tolerar y consentir que quien ha descendido hasta el umbral de la indigencia encuentre su final más temprano que tarde, mientras nosotros, el resto de los que miramos a la distancia esa indigencia que lo consume, nos convertimos en más anónimos que el propio indigente. Nos hacemos cargo solamente de nuestra indiferencia y del olvido, del rápido olvido hacia la irresponsabilidad de dejarlo pasar.
A pocas cuadras de allí, en las inmediaciones de la lujosa plaza principal de la Ciudad, los ocasionales ocupantes de las mesas de los bares colindantes reciben minuto a minuto en altas horas de la noche o la madrugada a proyectos de indigentes. A niños de corta edad devenidos en improvisados aprendices del comercio irregular, que venden muñequitos, agujas, pañuelos, postales o estampitas, con más o menos suerte. También ellos son víctimas de nuestra indiferencia y de la de los mismos estamentos oficiales. Hasta existe una denominada División de Protección del Menor y la Familia, que en la madrugada en que esos menores deambulan no atiende el teléfono. Nada, solamente la máscara oficial para simular que el gobierno de turno se ocupa de los menores y de la familia. Una ficción del Estado donde el Estado no está realmente.
¿Y donde esta el Estado entonces? Representado por los sucesivos gobiernos, ese Estado, que debería ser la organización social que nos comprenda a todos, está dedicado a sostener a sus autoridades en primer lugar; a favorecer a los grupos económicos de negocios que les asegurarán ese sostén en segundo lugar y a conformar finalmente, mediante el dictado continuo de leyes y reglamentos a medida, un estatus legal que les asegure esa continuidad. Es un sistema que se recrea a si mismo continuamente y los que entran en ese sistema cuentan para el mismo, los demás, los que no tienen cabida en el reparto de ese sistema –como Ernesto Corbalán- se mueren. Son excluidos.
Y un excluido es un descartado, marginado, tachado. Hemos consentido un sistema donde hay personas incluidas y otras que no lo están, de acuerdo a su potencial económico. Son tenidos en cuenta si son consumidores y sino, no. Increible. Una verdadera crueldad que vemos pasar día tras día, a la que también nos hemos acostumbrado. De la que tenemos que despertar y cuando antes lo hagamos mejor será. Otro mundo es posible.
En ese mundo posible que tenemos que generar no deberá haber constituciones que, cediendo a la estéril acumulación de capital en contra de los seres humanos, se ocupen más en amparar a los consumidores, que están protegidos hasta con reparticiones oficiales que se encargan de los reclamos en vez de ocuparse de que los seres humanos no se mueran de indigencia o de que los niños de las ciudades duerman en hogares decentes en vez de actuar como invisibles vendedores ambulantes en las madrugadas.
En ese mundo posible tenemos que lograr que el Estado, que ante la muerte del indigente envía policías, médicos, enfermeros, camilleros, choferes y guardias, y pone en movimiento el hospital público para la autopsia, haga actuar a esa gente antes, para que no muera. El Estado funcionó para Ernesto Corbalán sólo cuando éste dejó de respirar. Sería más lógico, más humano, más de gente, que hubiera actuado antes. Pero no, el Estado se ocupa antes de atender a quien ha comprado un teléfono celular y no funciona, que en darle qué comer y abrigar a Ernesto Corbalán.
El Estado trabaja entonces de este modo, para que los dueños del insensible sistema del capital sigan teniendo contentos a todos. Y con nuestros impuestos. Después de todo, si Ernesto Corbalán no era consumidor, para qué atenderlo. El estaba excluido no por propia voluntad, sino porque por no consumir no contaba para este mundo. Socialismo o barbarie fue la frase que acuñara Rosa Luxemburgo en 1916. Después de casi cien años, inexplicablemente seguimos eligiendo la barbarie.
- Daniel Tort
Abogado y periodis