El 24 de agosto pasado se cumplieron cien años del nacimiento, en la Lorena francesa, de Fernand Braudel, uno de los historiadores más importantes del siglo XX. El 27 de noviembre se recordaron los veintiséis años de su muerte. La condición de lorenense, de familia campesina, otorgaba a Braudel la condición de “hombre de frontera”.
A ese rasgo se añade el haber nacido en una población francesa vinculada a Francia a partir de 1766, lo que lo convertía en “un francés muy especial”, reticente a la seducción nacionalista, distante del europeo centrismo y abierto al mundo. “Viviendo en el extranjero, me convertí en italiano de corazón y español de pasión”, confesó.
A las experiencias italianas y españolas, Braudel añadió las que, a partir de 1923 y hasta 1932, acumuló como docente en una escuela en Argelia y la que inició en 1935 en Brasil, a donde llegó con el encargo de poner de pie la Facultad de Letras de la Universidad de San Pablo, junto a Lévi-Strauss. “En Brasil me convertí en lo que ahora soy” admitió cuando cumplió 83 años.
Su permanencia en Brasil hasta 1937, años que consideraba los más felices de su vida, lo convirtió “en brasileño ciento por ciento”. Allí conoció y admiró la persona y la obra de Gilberto Freyre. Las vivencias de Braudel, incluyendo breves visitas a Buenos Aires y a otras ciudades de América del Sur, no sólo le produjeron esos gozos sino también estímulos para su empresa de renovación historiográfica.
Una noche, en Bahía, se vio “en medio de una prodigiosa invasión de luciérnagas fosforescentes”. Aparecían en cantidades, en todas partes, volando a diferentes alturas, irradiando luces fugaces que no alcanzaban a iluminar el paisaje con nitidez. Ante ese espectáculo, advirtió que los acontecimientos eran “como esos puntos de luz” que, aunque insuficientes, podían ayudar a reconstruir el paisaje circundante.
Esa visión disparó su idea del tiempo en tres capas o tres velocidades. La larga duración, tiempo lento, estructural, profundo, casi inmóvil y “casi geológico”, de una “historia casi fuera del alcance y de la herida del tiempo” que domina la relación del hombre con la tierra. Ese otro más pausado de la historia estructural y social. Y el de los acontecimientos, superficial, rápido, nervioso. Para Braudel, la historia es una articulación de estos tres tiempos en compleja trama de permanencias y discontinuidades.
Dice que la corta duración es la más engañosa de las duraciones. Pero a veces, “vivimos prisioneros de sus engaños”. No se trata de negar el acontecimiento; tampoco de otorgarle un rango que no tiene. Según la mirada de Keynes, el largo plazo “es una guía confusa para la coyuntura”. Según Braudel, el historiador no debe quedarse en ese corto plazo hacia el que miran y, en el que se apoyan, gobernantes apremiados por otras ambiciones y otras necesidades.
Braudel se abrió a nuevos temas, ensanchó el horizonte de preocupaciones del historiador, extendió los límites espaciales de la investigación histórica, dialogó con otras ciencias del hombre y, sin caer en el determinismo geográfico, valoró la importancia del escenario geográfico. Una civilización, dice, es básicamente un espacio poblado, vivido, habitado y trabajado “por el hombre y por la historia”.
Sus conferencias en París de la posguerra sobre historia de América latina influyeron sobre jóvenes investigadores. Uno de los más destacados, Pierre Chaunu, reconoció que, en los primeros diez minutos de escuchar a Braudel, se sintió “conquistado, subyugado”. De este hechizo da cuenta “Sevilla y el Atlántico” (1954), enorme esfuerzo de Pierre Chaunu y Huguette Chaunu.
La influencia de Braudel cruzó el Atlántico y llegó al Río de la Plata al comenzar la década de los ’50, de la mano de la primera edición de su monumental obra en dos tomos y mil cien páginas, “El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II”, imponente edificio en el que trabajó veinticinco años, y cuyo borrador escribió en uno de los campos que el nazismo destinaba a prisioneros.
Braudel había enviado a José Luis Romero un ejemplar de su libro, ejemplar que éste prestó a Tulio Halperín Donghi quien, atrapado por el tema de esa tesis, comenzó a devorarla en el tren que lo llevaba de Adrogué a la capital. “Recuerdo el deslumbramiento con que empecé a leerla”, escribe Halperín en “Son memorias”.
Poco después, el 29 de junio de 1952, el suplemento de cultura del diario “La Nación”, con el título “Historia y geografía en un libro sobre el Mediterráneo”, incluyó un extenso comentario de Halperín Donghi, ejemplo de una apertura de la Argentina a la cultura universal, poco después sustituida por el predominio de dogmatismos cruzados y de una idealizada cerrazón localista.
Aquel comentario de Halperín Donghi fue el primero y “más bello” de los que luego recibió, dice Ruggiero Romano. Años después Braudel recordó que sólo “un joven historiador argentino de origen judío había entendido entonces lo que había intentado hacer en ella”. En 1953 Halperín conoció a Braudel, de quien admite el peso de “un influjo abrumador”.
En los ’60 Braudel observó: “Argentina, que antes de la última guerra mundial era el país más rico de toda la América del Sur, favorecido por su clima, por la calidad de sus tierras y de sus hombres, evidentemente no es hoy el país más pobre de América –ya que la ventaja que tenía era demasiado grande como para que sea posible-, pero sí es el país de más rápido retroceso económico”.
Braudel negó que pretendiera colonizar las otras disciplinas poniéndolas bajo la tutela de la historia. Lo que quería era “visitar las otras ciencias para tratar de ver con sus propios ojos, pedirles prestado un instante su lenguaje y sus puntos de vista para enriquecer los míos”.
A mediados de1985, añadió: “Lucien Febvre decía ‘la historia es el hombre’. Yo pienso que la historia es el hombre y todo lo demás. Todo es historia, la Tierra, el clima, los movimientos geológicos. La historia es ciencia del hombre sólo si tiene a todas las otras ciencias de hombre junto a ella”.
Según Braudel, “la historia no puede tener más justificación que en la medida que se vincula al humanismo actual. No al humanismo en el sentido clásico de la palabra” sino a un “humanismo esencial que se está elaborando como una inmensa revolución, bajo el influjo repetido de las diversas ciencias sociales”.
Estaba convencido, como Febvre, de que el historiador “no es el que sabe, sino el que busca”. A la información, relato y descripción, el historiador debe añadir esfuerzo para comprender y explicar, despojado de pasiones y prejuicios. Interrogó, cuestionó, cultivó un estilo claro, elegante, riguroso, sin perder de vista que la historia es “una investigación científicamente dirigida”. Fue exigente investigador, pensador y narrador.
Ahora se anticipa la publicación de “Historia Profunda: la arquitectura del pasado y del presente”, donde historiadores y científicos de Harvard vuelven la mirada a la “historia profunda”, anclada en una muy larga duración medida en millones de años. Allí se cruzan, dialogan y cooperan especialistas de historia, arqueología, geología, geografía, antropología, primatología, genética, lingüística.
Aportes como éste, ¿acaso no están hablando de la vigencia de Braudel? Fue él quien insistió en que la historia se reduce a una “pobre pequeña ciencia coyuntural” cuando se limita a estudiar individuos aislados del grupo, cuando se encandila frente al resplandor de los acontecimientos.
Pero también que esa misma historia “es mucho menos coyuntural y más racional, tanto en sus pasos como en sus resultados, cuando se refiere a los grupos y a la repetición de acontecimientos”. En suma, cuando se asoma a la historia profunda.-
- Gregorio Carlo Figueroa
Periodista e Historiador