No se espere que el historiador sea un augur que, examinando las entrañas de los documentos, sea capaz de adivinar el futuro. Tampoco se intente limitarlo a la tarea de analizar un pasado muerto y remoto. Aunque formular vaticinios y hacer autopsias no son menesteres de historiador, tampoco lo es permanecer ajeno a su tiempo.
“Si los historiadores no tienen nada que decir acerca de la crisis de este tiempo, acabarán entonces gritando hasta las piedras”, advirtió Pierre Chaunu en 1975, cuando asomaban síntomas de una crisis que le parecía más profunda que las fotos que daban cuenta de convulsiones políticas, la Guerra de Vietnam o el precio del petróleo.
En el trasfondo de esa crisis y en los diagnósticos del Club de Roma, según Chaunu, estaban la pérdida de memoria, la eliminación del pasado y la falta de amarre en el tiempo. Años después, analizando los casos de especulación de los últimos tres siglos, el economista John K. Galbraith advirtió en ellos rasgos comunes y recurrentes.
En esos casos, ¿se comportó la historia como maestra de la vida? No sólo no lo hizo: es que estaba incapacitada para ejercer ese supuesto magisterio clásico por una razón simple: la euforia, que no escucha razones ni atiende las advertencias del pasado, que es desenfrenada e irreflexiva, “forma parte del episodio de especulación” que desata esas crisis.
“Hay dos factores que contribuyen a esa euforia y la sostienen”, añadió Galbraith. El primero, “la extrema fragilidad de la memoria en asuntos financieros. El desastre se olvida rápidamente”. Con arrogancia y temeridad, los datos de la realidad son ignorados. En nuestra época, se piensa, somos más astutos y estamos inmunizados: no se producirán las catástrofes que padecieron nuestros padres o nuestros abuelos.
“Debe haber pocos ámbitos de la actividad humana en los que la historia cuente tan poco como en el campo de las finanzas”. El segundo factor es porque se confunde dinero con inteligencia. De forma automática, el éxito en acumular dinero adjudica certificado de inteligencia, más que de astucia o poco apego a las normas.
Se piensa que el talento o una inteligencia especial es lo que explica que alguien pueda haber hecho rápida fortuna. Esto va unido a una ostentosa confianza en sí mismo “que acostumbra a asumir la persona opulenta”. La mayoría de las personas se postran ante el exitoso amasar fortunas.
“En realidad, semejante reverencialismo por la posesión de dinero indica una vez más cortedad de la memoria, ignorancia de la historia”. Se instala una suerte de locura colectiva. El éxito especulativo es contundente, inapelable. Si la crítica enmudece frente al éxito, la autocrítica es una extraña difunta.
“Sólo tras el colapso especulador surge la verdad”, añade Galbraith. Pero esta reaparición es efímera, como lo es la memoria de la catástrofe. El admirado exitoso de ayer cae en desgracia, cuando no va a dar con sus huesos a la cárcel.
En corto tiempo, Bernard Madoff pasó de las alturas de su poder financiero, construido en décadas como castillo de arena, a la caída en desgracia; de sus mansiones, a la celda, y de la admiración al oprobio. “El genio financiero precede a la caída”, anota el autor de El crac del 29.
En estos días, ordenando una montaña de viejos diarios, encontré un interesante texto del historiador, geógrafo y cientista político francés André Siegfried (1875-1959). Fue publicado en el diario “La Nación” de Buenos Aires, en enero de 1937.
Sin temor puritano a internarse en el campo de la crisis en curso, Siegfried examinaba el trasfondo psicológico del colapso de la economía norteamericana en el año 1929. ¿Cuál fue el estado de ánimo que predominaba antes del estallido de la crisis? “El optimismo integral” dentro de un horizonte sin límites, de un apetito de consumo insaciable y despilfarro financiero, responde.
En aquellos años, ese optimismo estaba referido más a la producción mecanizada y en masa que a la especulación. Las máquinas no sólo no reducirían la demanda laboral, sino que la incrementarían. “Nadie dudaba del porvenir que parecía garantizado”. El ascenso sería creciente e imparable. El ahorro era condenado como inmoral.
Aquel aquella atmósfera, que duró una década, comenzó a cambiar en 1928. Las optimistas previsiones se desvanecieron y, en poco tiempo, “por primera vez los norteamericanos tuvieron la sensación de tocar fondo”. Los equilibrios comenzaron a romperse. La crisis estalló cuando “nadie la esperaba”.
Se pensaba entonces que una inteligencia humana más desarrollada estaba en condiciones de evitar que se repitieran las crisis del pasado. Algunos admitían la posibilidad de crisis cíclicas, que podrían superarse con ajustes mínimos cada cuatro años. “La crisis no está adelante: está atrás”, aseguraron a Siegfried banqueros de Wall Street. Ocho días después estallaba la catástrofe.
La primera reacción instintiva fue negar la existencia de la crisis. “No hay por qué preocuparse: la economía del país es fuerte y sana”, decían gobernantes y magnates. “La prosperidad está a la vuelta de la esquina”, era la frase en boga. El país tardó más de seis años en llegar a esa esquina.
Las campañas propagandísticas no sirvieron de nada. La crisis se instaló sin hacerles caso. Los norteamericanos que se habían creído económicamente inmortales, tuvieron que admitir que también ellos eran mortales. Tuvieron que reconocer que aquella era una crisis económica y, además, moral.
Cuando la crisis empezó a ceder, comenzaron a sacarse conclusiones. Esas lecciones, señaló Siegfried fueron “justamente la negación de todo lo que se había dicho precedentemente”. La cautela tendió a sustituir al ingenuo optimismo. Desmintiendo los deseos de los críticos del capitalismo, la crisis no fue el fin de este sistema.
Cuando San Agustín recibió la noticia del saqueo de Roma por Alarico, no desesperó. Reaccionó “superando el episodio y presintiendo en el mismo el porvenir”. Dice Daniel Rops que el santo intuyó que el drama “no era el fin del mundo, sino el anuncio del fin de un mundo; era una catástrofe más entre muchas otras, análoga a la que había padecido Troya”.
Frente a ese derrumbe, “la verdadera tarea de los hombres no era la de llorar”, sino reflexionar, procurando comprender, ejerciendo una crítica y autocrítica rigurosas. Hoy la tarea no es permanecer anclados en recetas e ideologías del pasado. La obligación es cambiar y trabajar con inteligencia para construir el mañana.
Al menos por esta vez, sería prudente recurrir a la historia para aprender cómo se desataron otras crisis y cómo las afrontaron quienes se atrevieron a mirarlas de frente. No hay recetas sino actitudes a emular, y el deber que se impone es conocerlas.
- Gregorio Caro Figueroa, historiador y periodista.
- Este texto se publicó como carta editorial del número de junio de 2009 de la revista “Todo es Historia”, que dirige Felix Luna.