Con plausible decisión -porque más vale que la justicia histórica llegue tarde antes que nunca- se recuerdan, se citan y hasta se reeditan hoy a algunos intelectuales silenciados o tenidos como “malditos” por la cultura oficial.
Sólo que también suele primar el sectarismo entre los rescatistas adscriptos a cierto revisionismo, propensos tal vez por complejos ideológicos no resueltos, a aplicar el “zoom” sobre páginas de autores de la derecha del tipo de Ramón Doll; o pretendidamente -habría que estudiarlo mejor en algunos casos, como los de Scalabrini Ortiz y Manuel Ugarte– alejados y desengañados de juveniles posiciones de izquierda.
En el fondo, el mensaje de los rastreadores de conspiraciones del “establishmend”, permite concluir en que la visión, o la intuición de lo “Nacional”, superan y resuelven cualquier disputa de clase que esos comentaristas entienden teórica o favorable a los centros de poder extranjeros. En realidad pueden sí acallarla por un tiempo; en los hechos el que va desde que algún gobierno proyecta en voz baja ciertas medidas nacionalistas, hasta su puesta en práctica. Porque a partir de allí precisamente, se manifestarán y aflorarán en el cuerpo social -y sobran los antecedentes-, las contradicciones y los conflictos debidos a la reacción de los intereses afectados.
Es riesgoso tratar lo “Nacional” con pensamiento único, convergente o subordinado a un canon estricto. Como el “ser” que Aristóteles estudió en la Metafísica, la Nación se entiende y se expresa de diferentes maneras. Por ejemplo los nacionalistas reaccionarios solían abominar de la política inmigratoria del liberalismo por disgregante de la tradición fundadora del “alma nacional”, así como achacaban a la llamada “partidocracia” tironear de los miembros del cuerpo comunitario. La contradicción Nación-Anarquía aparecía entonces en sus discursos sin términos medios y sin otra resolución posible que la fuerza de alguna dictadura restauradora de imaginarias jerarquías.
Héctor Pablo Agosti (1911-1984) de cuya muerte se han cumplido veinticinco años, tuvo una perspectiva diferente y particular sobre la cuestión nacional. La desarrolló, entre otros ensayos, en el libro “Nación y cultura” (primera edición, 1950) que comienza y epiloga con recuerdos “de un pueblo salteño en un atardecer transparente, cuyo cielo tenso como parche de tambor retumbaba al leve rumor del viento”. Más estructurado que propia y fríamente dogmático, el severo crítico de la telurización de la historia inició a partir de esa vivencia concreta suya, el análisis apuntalado con riguroso método marxista, menos ortodoxo es cierto que gramsciano a partir del empleo de categorías tales como “cristalización social”, “sentido común” y las subyacentes de “inmanentismo” o “sociedad civil y sociedad política”.
Dado a verificar la síntesis de los procesos dialécticos subrayó, en oposición a los detractores del Estado y también a los cavernícolas que baten el parche de su desarticulación en manos de la modernidad: “Las contrariedades de la formación nacional no implican que la nación no exista o que aparezca concebida como un plasma más o menos informe”.
Eso sí, se abstuvo de efectuar en esa primera así como en las sucesivas ediciones (la última del Centro Editor de América Latina, data de 1982) autocríticas partidarias. Aunque precisó otras de sentido historicista en respuesta a los hegelianos locales de izquierda y de derecha embretados en el pesimismo del axioma “no estamos en la historia”, tan caro al novelista Murena. Para todos ellos predicó: “La historia no es un ‘a partir de cero’, fórmula deslumbrante y soberbia válida para la travesura”.
No obstante la actualidad de varias de las cuestiones que trató, Agosti, discípulo de Aníbal Ponce -cuya personalidad e ideario estudió en “Aníbal Ponce memoria y presencia” (1974)- e introductor del pensamiento de Antonio Gramsci en la Argentina y América Latina, es poco leído al presente y no suelen salir a su rescate los especialistas en hallar interlíneas “nacionales y populares” en otros autores.
Quizá haber permanecido en el Partido Comunista subordinándose a prejuicios algo “gorilas” de dirigentes nunca del todo desestalinizados y peor aún a las estrategias suicidas de su conducción local durante el Proceso, es decir lo que para muchos constituyó su pecado intelectual y político, ahora que abundan los pases casi futbolísticos de banderías y de bloques legislativos, probablemente haya que valorársele de manera positiva: como un ejemplo de consecuencia y honestidad llevadas hasta “el gesto autoflagelante” -en caracterización de Nestor Kohan– de eliminar de la tercera edición de su libro “Defensa del realismo”, la carta elogiosa que le enviara en 1955 el filósofo Henri Lefebvre y que había incorporado como prólogo a la segunda edición. Y todo por las críticas de Lefebvre a la invasión de la URSS a Hungría en 1956…
Agosti, admirador del socialismo indigenista de Mariátegui y observador sensible, sin miopía ideológica de porteño, del interior argentino y sus posibilidades de respuesta popular al subdesarrollo económico y al oscurantismo cultural, coincidió con el tucumano Rodolfo Aráoz Alfaro, de vieja militancia reformista, en la común frustración porque se licuaron los principios revolucionarios de la Reforma Universitaria de 1918 que impulsó Deodoro Roca en Córdoba.
Al contrario de otros autores de izquierda, incluido el propio Aníbal Ponce en su etapa pre marxista -signada por un positivismo biologista influenciado por José Ingenieros y con salpicaduras racistas: “No creemos en el genio de las provincias, mitad español, mitad indio”, escribió Ponce en la revista Nosotros en 1923-, se abstuvo siempre de caer en prejuicios elitistas y comenzó por expresar su pensamiento, no siempre sencillo, con claridad. Sabía y lo manifestó en otro de sus libros, “La milicia literaria” (1969), que “Mientras los escritores argentinos no se decidan a ponerse en contacto directo con el público, corren el riesgo de que sus excelentes intenciones permanezcan poco menos que sepultadas en el reposo de algunos cenáculos restringidos”.
Sin embargo esa misma condición suya de hombre de letras le jugaría en contra. Era la persona indicada para ocupar la Secretaría de Cultura del PCA donde sin duda quedó algo aislado de las decisiones políticas y afectado al trabajo sucio de censor, por ejemplo de las pretendidas “debilidades ideológicas” del médico psicoanalista José Bleger, aunque a la vez estaba expuesto a la detracción de afuera, más por lo que representaba que por la que hacía o publicaba. Si embargo la sanción más cruel fue silenciarlo por derecha e izquierda, a excepción de Juan José Hernández Arregui que lo citaba en sus trabajos de igual modo que a menudo lo hizo Agosti con los del autor de “Imperialismo y cultura”.
Pocas experiencias carcelarias padecidas en la Argentina dieron un fruto tan maduro como su obra “El hombre prisionero” publicado por Claridad en 1938. Pero el cautivo desde la dictadura de Uriburu y luego bajo la vigencia de la Ley de Represión de las Actividades Comunistas propiciada en 1936 por los senadores Matías Sánchez Sorondo y el salteño Carlos Serrey -un conservador progresista en otros aspectos, como defender las ocho horas de trabajo y apuntar contra la trata de personas con su ley de profilaxis social- no se impuso a sí mismo las rejas del odio o el resentimiento.
Agosti, que volvió a la prisión durante el peronismo -también estuvo detenido bajo la autodenominada Revolución Libertadora cuando la “Operación Cardenal”-, no opuso objeciones de conciencia para reunirse en varias oportunidades con Perón -en 1973- integrando la delegación comunista. Llegó hasta ahí. Porque más doctrinario teórico que operador táctico rehusó del “entrismo” como instancia del vale todo político.
Disciplinado o contenido por su agrupación -aunque de su reseña incluida en el Diccionario Biográfico de la Izquierda Argentina dirigido por Horacio Tarcus, surge que fue separado por largo tiempo del Comité Central del Partido Comunista Argentino al que reingresó en 1963-, desistió siempre de dar un portazo como Rodolfo Puiggros que al cabo se identificó con el peronismo y lo enriqueció con su pensamiento.
Tampoco se fue haciendo a un lado de las estructuras partidarias como Fernando Nadra o como Ernesto Giudici, llegado desde el socialismo al PCA al que renunció después de denunciar el burocratismo en el libro “Carta a mis camaradas” (1973). Si por caso Agosti tuvo desencantos con sus direcciones políticas, bien pudieron confundirse con su temperamento algo escéptico a lo Anatole France, más propio del intelectual crítico que del militante fanatizado. Realista en una vuelta de tuerca gramsciana al materialismo, a la vista idealizada del bloque socialista, no le costaría demasiado vislumbrar el triunfo final del marxismo-leninismo.
Se ahorró la desilusión de escuchar hablar del fin de la historia y de la globalización, ya que murió durante la Guerra Fría. La implosión de la Unión Soviética, país que Héctor P. Agosti recorrió y admiró, seguramente le habría dolido y sobre todo desconcertado. Sin embargo, es bien seguro que de inmediato, como el “Tántalo recobrado” del título de su libro, presentaría batalla contra el unilateralismo capitalista recapitulando muchas de sus propias tesis e imaginando -e inaugurando- otras, sin modificar jamás la fe en una sociedad más justa.
- Carlos María Romero Sosa es abogado, escritor y periodista.