La multiplicación de la injuria gratuita, de la cobardía enmascarada en un nick, de la impunidad, en definitiva, no puede encontrar a los jueces y los tribunales de justicia distraídos y ausentes de la materia por mucho tiempo más.
De vez en cuando resulta estimulante saber que algunas preocupaciones personales, casi muy íntimas, son compartidas por otros semejantes, especialmente cuando estos semejantes son personas a las que uno no conoce y con quienes no ha intercambiado, jamás, una sola palabra sobre el tema. La preocupación a la que me refiero en este caso es aquella que está relacionada con las facilidades que brinda Internet para la propagación de las injurias y el extraordinario nivel de zafiedad y descompostura de las injurias políticas que se vierten a diario en este medio.
Distintas épocas
Esta preocupación no es nueva, por lo menos en lo que a mí concierne. No soy un «ser digital nativo», como -se dice- lo son las personas que hoy tienen menos de dieciocho años, por el hecho de haber nacido ya en pleno auge de la sociedad de la información. Soy un «ser digital» que, en todo caso, opera en «legacy mode», porque nací poco antes de que la Guerra Fría alcanzara un alto nivel de tensión, es decir, en tiempos en que los medios de comunicación de masas -especialmente los occidentales- eran usados intensivamente para la propaganda política.
Quiero decir con esto, que he vivido épocas en que la política no tenía entre sus objetivos -por lo menos, no de un modo explícito- el de eliminar a los adversarios. Así como también épocas de singular virulencia, en las que sin embargo el debate no estaba atravesado por la vulgaridad y dominado por las pasiones más elementales.
Mi primer contacto con los linchamientos mediáticos y las infames descalificaciones (aquellas que no persiguen otro objetivo que nuestro prójimo llegue a desear la muerte del injuriado), se produjo en 1982, cuando el grupo empresario que tomó el poder en la Provincia de Salta en 1983, con objeto de alimentar su propia vanindad, inundó las redacciones de los diarios y los estudios de las radios de «insultadores a sueldo».. Algunos de estos lenguaraces de alquiler -según recuerdo- eran venidos desde la lejana Colombia, en épocas en que aquel hermoso país exportaba, entre otros commodities, sicarios verbales.
No voy a ignorar aquí que poco tiempo antes de que se produjeran aquellos sucesos mediáticos, la dictadura militar ya había impuesto el secuestro, el asesinato y la desaparición forzada de personas como «metodología oficial» de supresión del disidente. Pero aquel grupo empresario, y sus líderes, se sintieron siempre muy cómodos con aquella metodología. Tanto, que decidieron prolongar la estrategia de eliminación del adversario «por otros medios» y la llevaron a la práctica durante muchos años.
Coincidencias con Horacio González (y una sutil discrepancia)
Se conoce que al sociólogo argentino Horacio González, director de la Biblioteca Nacional, nacido una década antes que yo, le preocupa este tema tanto como a mí, a juzgar por la lectura del interesante artículo que publicó en el mes de agosto pasado en el periódico Página 12 y al que tituló «La esctructura de la injuria».
Dejaré para otro momento el repaso de los párrafos de este artículo con los que coincido plenamente. Por ahora quisiera detenerme en un punto en concreto de las ideas expuestas brillantemente el articulista con el que tengo alguna discrepancia. Este punto no es otro que el presunto carácter ineluctable de la «injuria digital».
Si para el señor González la nueva injuria política en formato digital es consecuencia, entre otros factores, de haberse quitado «las membranas protectoras de los diferentes planos del lenguaje» (una operación que, con justa razón, atribuye a los medios de comunicación de masas, como lo hemos comprobado en el caso de Salta), para quien esto suscribe se trata, en primer lugar, de un fenómeno que no es irreversible, y, en segundo lugar, de un fenómeno que no basta con contemplar, comentar o sufrir, según los casos. No estamos frente a algo que nos deja indiferentes, sino frente a algo que nos indigna de una forma muy profunda, aunque no seamos víctimas directas de la injuria.
Los que creemos en la política como forma racional de organizar la convivencia, lo hacemos, entre otros motivos, porque con idéntica energía y convicción descreemos de la violencia como forma de solucionar nuestras disputas. Pero de todo tipo de violencia, incluida la verbal. Quienes así pensamos estamos llamados a salir al paso de quienes utilizan la injuria para enervar todo cuanto pueda significar crítica y reflexión. En palabras del propio González, estamos convocados a restaurar in integrum las membranas protectoras de los diferentes planos del lenguaje.
No es suficiente autoconvencernos de que es posible reconducir el debate político a ciertos cauces de racionalidad, sino que es necesario también ejercer presión suficiente sobre los poderes públicos para que se reconozca el derecho ciudadano a una convivencia pacífica, sin insultos, sin linchamientos, sin muertes civiles.
Revalorización del derecho al honor
Cunde la impresión, especialmente entre los injuriados, de que la única ofensa con relevancia penal, es decir, susceptible de ser llevada a conocimiento de los tribunales, es aquella que se escribe con tinta indeleble y permanece sobre el papel escrito desafiando al tiempo. Si ya las injurias difundidas a través de medios audiovisuales requieren del ofendido un esfuerzo especial en cuanto a la recolección de prueba, hoy la volatilidad del medio digital, los anonimatos inducidos, la reticencia de los proveedores de acceso a la hora de identificar a los usuarios de determinadas direcciones IP y la irresponsabilidad editorial de numerosos sitios web, hace aún más difícil la persecución y castigo de estas conductas delictivas.
Difícil, pero no imposible. Los más recientes fallos judiciales pronunciados por jueces europeos y norteamericanos permiten pronosticar que este estado de cosas no durará mucho tiempo. La multiplicación de la injuria gratuita, de la cobardía enmascarada en un nick, de la impunidad, en definitiva, no puede encontrar a los jueces y los tribunales de justicia distraídos y ausentes de la materia por mucho tiempo más.
Hasta ahora hemos vivido bajo la impresión de que el llamado «derecho al honor» de las personas no integra la lista de los «derechos humanos fundamentales», sobre todo cuando entra en colisión con el derecho a la libertad de expresión, en cuya defensa se pone generalmente más ardor que eficacia. Las organizaciones que «defienden» los derechos humanos carecen de un discurso específico para el derecho al honor, no sólo porque identifican el honor con los privilegios de clase, sino porque, de tenerlo, estarían renunciando ellas mismas a una de las armas más efectivas (pero no por ello éticamente más valiosas) en la lid política. En el mejor de los casos, algunas de estas organizaciones consideran que el honor (el derecho al buen nombre, por decirlo de otro modo) es sólo un atributo de ciertas personas (las que coinciden con las ideas propias) pero no de otras (las que disienten con nosotros).
Para quienes no sepan de lo que estoy hablando, me limitaré a transcribir la frase con que Horacio González comienza su artículo y que ha despertado su indignación, sólo comparable con la mía. Esta frase, dirigida a un ex presidente argentino, copiada textualmente de un «comentario» anónimo vertido en un blog o un periódico digital, dice: “TE DESEO DE TODO CORAZON Y DESDE HOY EMPEZARE A REZAR, PARA QUE UN INFARTO TE DEJE SECO !!!POR FAVOR A TODOS LOS QUE ESTEN DE ACUERDO HAGAMOS UNA CADENA DE RESOS (sic), PARA QUE EL HITLER DE ARGENTINA, DESAPAREZCA POR LA MANO DE DIOS!!!!”.
Al final, injuria el que puede, no el que quiere
No todas las injurias de las que pueden leerse a diario por Internet alcanzan semejante grado de zafiedad y grosería. Hay quien se cree que borda ribetes de finura clásica insultando vulgarmente con barrocas e indigeribles citas de filósofos griegos, que predisponen más a la hilaridad que a la reflexión. Son aquellos que no tienen vergüenza en dejar en evidencia su insanable ignorancia o, tal vez, los que han tomado buena nota de una de las reglas de aquel opúsculo de Arthur Schopenhauer que se llamó «Dialéctica erística o el arte de tener razón, expuesta en 38 estratagemas» y que dice: «cuando se advierte que el adversario es superior y se tienen las de perder, se procede ofensiva, grosera y ultrajantemente; es decir, se pasa del objeto de la discusión (puesto que ahí se ha perdido la partida) a la persona del adversario, a la que se ataca de cualquier manera… Esta regla es muy popular; como todo el mundo está capacitado para ponerla en práctica, se utiliza muy a menudo».
Felizmente, Aristóteles aconseja: «No discutir con el primero que salga al paso, sino sólo con aquellos que conocemos y de los cuales sabemos que poseen una inteligencia suficiente como para no comportarse absurdamente y que se avergonzarían si así lo hiciesen».
Todo parece indicar, por lo menos en Salta, que los pioneros de la injuria política y los precoces propiciadores de ejecuciones civiles, son ahora víctimas de las tempestades que sembraron con aquellos tempranos vientos de 1982. A diferencia de ellos, pienso que el derecho al honor -aun el suyo- es innegociable y que nada autoriza a que este derecho les sea negado o pisoteado, por muchas tropelías que hayan cometido. A diferencia de mí, ellos piensan que pueden -sin que nadie les pida cuentas por ello- continuar con su estrategia de suprimir al adversario «por otros medios».
- Luis Caro Figueroa, nota publicada en www.iriuya.com