En su libro “Fruta podrida”, la narradora y ensayista chilena Lina Meruane construye una ficción ambientada en el espacio rural de su país en la cual vuelve sobre el poder de la institución médica para trabajar sobre ciertos prejuicios naturales y sobre otros culturales para anudar una representación de la enfermedad absolutamente dominada por los expertos y sus intereses.
El libro, publicado por la editora Eterna Cadencia, también es una reflexión sobre el valor de la intrusión de la técnica en las vidas desechas y en las otras. Meruane nació en Santiago de Chile en 1970. En la actualidad está radicada en Nueva York, Estados Unidos. Es autora, entre otros libros, de Sangre en el ojo, Viajes virales, Volverse Palestina y Contra los hijos.
– En Fruta podrida también aparece la enfermedad, o para decirlo de otra manera, un modo de relación singular con el cuerpo. ¿Cómo pensás esa cuestión?
-Me gustaría partir por aclarar que Fruta Podrida (2007) es una novela anterior, en el año de publicación, a Sangre en el Ojo (2012), y corresponde a un tiempo de escritura del que también surge mi ensayo sobre el sida, Viajes Virales (2012): esos tres libros son efecto de diez años de pensar la enfermedad y su representación literaria. Tomándole la línea a Mario Levrero yo los imagino como una suerte de trilogía involuntaria. Leyendo a los escritores de la enfermedad, que son cada vez más, constaté algo que en rigor ya había señalado un filósofo como Emile Cioran: que lejos de la idea racionalista que afirma un pienso, luego existo cartesiano (centrado en la mente como si no fuera un órgano del cuerpo, sino algo ajeno y superior), lo que hay es un siento, luego pienso.
Lo que quiero decir es que nuestro cuerpo produce una visión específica del mundo, nuestras experiencias físicas tiñen nuestras formas de mirar el mundo, nuestras relaciones sociales y laborales, la manera en que nos inscribimos en ese mundo. Es por eso que las novelas de enfermedad no pueden ser iguales entre sí: la escritura de la depresión está movilizada por circunstancias y experiencias que no son las de la ceguera, por ejemplo, o de la diabetes, por ponerte otro. Por lo mismo, estas dos novelas mías son muy distintas, responden a preguntas diferentes y a experiencias corporales específicas.
– Según el dicho, la fruta podrida tendría el poder de pudrir al resto. ¿Cómo funciona, si es que funciona, ese dicho en este texto?
-Ese es siempre el temor, que lo podrida, lo anormal, lo raro o lo monstruoso, incluso lo diferente, contamine lo demás; se parte siempre de la idea de que la salud física y moral existe de manera separada e incluso aislada de la enfermedad, la decadencia y la descomposición. Parte de lo que me interesó en este libro, según lo recuerdo en su tiempo de escritura, fue postular que existe un continuo entre salud y enfermedad, y que los discursos de la salud y de la pureza y de la inmortalidad o la perfección a veces se sustentan en premisas bastante putrefactas. Y me gustaría agregar esto, por darle vuelta al asunto: a mí me parece que hay algo muy potente en la contaminación, algo muy vivo, algo creativo incluso.
– La enfermedad podría leerse como un síntoma. Si fuera así, ¿síntoma de qué?
-Es cierto lo que señalas, la enfermedad puede leerse de manera literal pero en lo literario, porque hay metáfora, también puede leerse como algo más allá del cuerpo. Más allá de los personajes, leído desde la alegoría todo mal apunta a (o puede leerse como) una enfermedad de lo social que excede la trama. Fruta Podrida es entonces por un lado, la novela de una niña diabética que imagina su cuerpo dulce como una fruta inservible, y se opone a los rigores del cuidado, pero por otro, se separa de los personajes y sus dilemas físicos y morales para apuntar a otra cuestión que está en el contexto. No creo que esto sea inmediatamente evidente, y por eso te lo explico: la dictadura chilena fue sostenida económicamente por el auge de exportación de la fruta, la fruta chilena, sometida a parámetros muy exigentes de perfección y belleza, se transformaron en el símbolo del llamado milagro económico chileno bajo dictadura.
Por supuesto, esas empresas usaban temporeras mal pagadas que habían venido a reemplazar el trabajo sindicado y masculino del campo (y a largo plazo, cambiaron la estructura conservadora de la familia rural que la dictadura decía propiciar). La fruta era el objeto preciado de un capitalismo salvaje, salvajemente implementado en el Chile de esos años, pero escondía debajo de su piel grandes abusos. A mí me interesó esta cuestión, pensé que toda esa fruta perfecta (y desabrida, descubrí al comprarla en los Estados Unidos) estaba podrida en su interior: algo muy agrio ocurría al interior.
– ¿Cuál es tu posición respecto a la eutanasia?
-No estoy a favor de la violencia que ha generado y siguen generando tantas muertes y de manera tan atroz, sin que el Estado intervenga para procurar la defensa de la ciudadanía. Me refiero por supuesto a México, pero no solamente. Todas esas personas que están siendo asesinadas de manera impune no han elegido morir y se deben proteger esas vidas y la calidad de esas vidas también. Caso muy contrario -importa insistir en esto porque rara vez se hace la necesaria distinción- es el de la eutanasia: yo estoy a favor de detener el sufrimiento que genera a veces la propia vida y estoy de acuerdo con que alguien que no desee seguir sufriendo (porque eso no es vida) pueda decidir no hacerlo y a la vez pueda tener una muerte asistida, indolora y digna.
Por supuesto, la eutanasia debe ser la última opción pero no una opción largamente retardada: es un equilibrio muy difícil que debería quedar en manos expertas y no moralizantes. Sobre todo esto hablan los personajes al final de la novela, la eutanasia se pone contra la utopía de la inmortalidad propiciada por la medicina como industria de cuerpos en vez de sistema de bienestar.
– La institución médica, ¿pensás que está en vías de desaparición, reemplazada por la bioingeniería o eventualmente por la religión?
-No creo que la institución médica esté en vías de extinción ni que tenga fecha de caducidad; veo más bien que está cambiando: se está dejando de pensar el cuerpo como un sistema dinámico y complejo, se está dispersando a tal punto que pareciera que cada especialista entiende territorios muy acotados, y se está tecnificando (como si el cuerpo no fuera un todo, como si se tratara de una mera máquina llena de teclas y números). Ese proceso está siendo reforzado por la bioingeniería.
En cuanto a la religión y a sus discursos, hay una relación muy poderosa entre estos discursos pero tampoco se puede generalizar (esto de responder preguntas tan enormes en pocas frases tiene este inconveniente): esa relación de fuerzas desiguales o complementarias cambia no solo según la época sino también el contexto.
–Entrevista de la Agencia Télam.