La presunción sobre el trágico final de los 44 tripulantes del submarino ARA San Juan y en forma previa las jornadas de amargura de sus familiares, acompañados por la solidaridad del pueblo todo, desencadenó, como si se abriera otra Caja de Pandora,aparte de especulaciones de todo tipo y color sobre el accidente, una serie de maliciosos aprovechamientos del mismo destinados a crear en la ciudadanía una suerte de cargo de conciencia colectivo por la situación actual de las Fuerzas Armadas, con la cantinela de que la democracia no supo qué hacer con ellas.
Una forma de reivindicar a la dictadura que las ocupó en la guerra sucia, la guerra demencial contra Gran Bretaña y la casi contienda con Chile.
La prensa “grande” y “seria” -al decir del nacionalista de derecha Ramón Doll-, que hoy se denomina “multimedios”, hace correr como un reguero de pólvora -y nunca mejor empleada la imagen tratándose de cuestiones castrenses-, el lobby militarista, favorable no sólo a elevar el presupuesto de las Fuerzas Armadas, algo que podría considerarse si no fuera porque de acabarse de aprobar la reforma previsional, en detrimento de los haberes de los jubilados y a no ser que se intente otro zarpazo a sus sueldos de hambre, es evidente que no debe haber de dónde conseguir fondos para mejorar el presupuesto militar ni ningún otro.
Pero lo peor es que ya se arrojan ideas sobre cambios de roles de las fuerzas. De allí a que se exija que controlen la seguridad interna violando las leyes 23.554 de Defensa Nacional del año 1988 y 24.059 de Seguridad Interior promulgada en 1992 y actualizada según las leyes 25.520 y 25.443, hay un paso. Lo preocupante es que hacer propaganda de ello hasta que prenda en el inconsciente colectivo, puede ser muy oportuno para un gobierno neoliberal que más temprano que tarde se las verá con la protesta social en ascenso, a la que por cierto no tiene escrúpulos en reprimir como lo prueban las muertes de Santiago Maldonado y de Rafael Nahuel.
El militarismo es a las Fuerzas Armadas y a la Defensa Nacional, lo que el clericalismo a la Iglesia y a la fe católica: una perversión, un desvío interesado y de tinte corporativo.
Por cierto que los partidarios del militarismo han sido y son los mismos del clericalismo con el manido y simplificador recurso de identificar la Cruz y la espada, vinculando la dimensión sobrenatural con la terrena, algo que sin embargo un derechista ultramontano y militarista como el profesor Jordán Bruno Genta, doctrinario de gran predicamento en los años sesenta y setenta del siglo pasado entre los cuadros de la Fuerza Aérea Argentina, diferenció tibiamente: “Las Fuerzas Armadas de la Nación son las únicas instituciones de servicio y jerarquía en el orden humano –la Iglesia Católica es de orden divino- que todavía permanecen en pie” , escribió en su obra “Guerra Contrarrevolucionaria”.
Aunque a renglón seguido citando al fascista español Calvo Sotelo soltó sus afirmaciones militaristas: “Por ser la columna vertebral de la Patria, el armazón que la sostiene y la armadura que la defiende, su resquebrajamiento es también el de la Patria. (…) El destino de la Patria es el de las armas: se salva o se pierde con ellas.”
Si se piensa bien ni los próceres San Martín, ni Manuel Belgrano fueron propiamente militaristas; y más allá de las batallas ganadas contra los españoles y las geniales intuiciones tácticas como el Éxodo de Jujuy, el creador de la bandera merecería por sus concepciones doctrinarias, ser reconocido –también- como un prócer civil a lo José Martí. Y más cerca aún, tampoco lo fueron los generales Enrique Mosconi y Manuel Savio que colaboraron con gobiernos constitucionales.
Ni el legalista general Eduardo Broquen que se negó a reprimir en la Semana Trágica de enero de 1919. Ni el general mártir Juan José Valle, en cuya proclama revolucionaria de junio de 1956 hablaba de restaurar la soberanía popular y el imperio de la libertad y la justicia dentro de un orden legal.
El militarismo pretende desviar las específicas, muy técnicas y por ciento patrióticas funciones de los hombres de armas, a áreas ajenas a su competencia e incumbencia: como la política activa. Lo que no implica coartar el derecho a expresarse de aquéllos, ni de tener ideas políticas sean cuales fueren. Pero una cosa es eso y otra muy distinta decidir por el resto de la comunidad a partir del poder de las armas.
El militarismo constituye una lacra del siglo XX y surgió en la Argentina de la mente de civiles como Leopoldo Lugones, quien lo explicitó en su conferencia de Ayacucho de 1924 cuando promovió “La hora de la espada”, un tanto anacrónico lapso detenido en el arquetipo del soldado con conformación mental jerárquica, disciplinada y proveniente de la aristocracia o la alta burguesía, sectores que nutrían mayormente por entonces el Colegio Militar y la Escuela Naval.
Un soldado que representara lo contrario de la igualadora y plebeya democracia consumada en las multitudes de raíz inmigratoria del yrigoyenismo. Lo peor es que el dogma lugoniano no fue pura teoría: la Revolución del 6 de septiembre de 1930 lo puso en acción.
“Cristiana y varonil y ensoñadora,/ Disciplinada en el marcial consenso,/ Tal os llegó del rumbo de la aurora” , cantó en un terceto de su poema “Patria”, publicado en 1943 -año de otra revolución militar- el escritor y académico de letras Carlos Obligado; y se advierte que en estos recios y regios endecasílabos aparece clara la conjunción de religión y disciplina marcial -con el incorporado adjetivo “varonil” por cierto-, apuntando merced a esa añorada simbiosis a una aurora de grandeza de la Nación.
Era el signo de los tiempos y era el espíritu de los autores nacionalistas, convencidos que amar a la Patria implicaba hacerlo con “la espada alerta, porque el mundo es mundo” , como finaliza la rimada epopeya de Obligado.
“Militares en babia” llamó en 1960 a los que posponían el golpe contra el gobierno constitucional de Arturo Frondizi, Juan Carlos Goyeneche, ex Secretario de Prensa y Actividades Culturales de Eduardo Lonardi, en cuyo desempeño trató de “ejemplo” a la Marina de Guerra cuya aviación había masacrado al pueblo en la Plaza de Mayo, el 16 de junio de 1955. No obstante esa suerte de integrismo militarista con resabios franquistas proclamado sin rubores varias décadas atrás, cabe recordar que ya Platón en La República fijó y delimitó la función de los guardianes guerreros de la ciudad pertrechados con la virtud de la fortaleza: “que el guerrero sea guerrero y no comerciante a la vez que guerrero.”
Sólo que hoy sabemos que además de guerrear los militares tienen otras formas de demostrar su valor cívico y su amor a la Causa Nacional, sin quedar embretados únicamente en las hipótesis de conflicto. O mejor, como lo demostró el general Savio y seguramente lo demostrarán tantos otros oficiales, suboficiales y voluntarios en la actualidad, cuando al contar con tales hipótesis de conflicto puedan tener en sus manos seguir desarrollando nuestra industria, garantía de potencialidad, a través de Fabricaciones Militares por ejemplo.
En 1964, Jorge Abelardo Ramos en su libro “Historia política del Ejército Argentino”, destacó la importancia de la institución en lo referente a su influencia en materia de soberanía industrial. Algo que este gobierno no tiene en agenda y más bien ha dado muestras de lo contrario al despedir en 2016 más de un centenar de empleados de Fabricaciones Militares, recortar el plantel y suspender la construcción de vagones para el trasporte de granos, buen heredero ideológico del menemismo que por ley 24.045 de diciembre de 1991, declaró sujetas a privatización las fábricas militares de Azul, Río Tercero, Villa María y Fray Luis Beltrán, paralelamente al desmantelamiento de la industria naval.
Qué va a hablar ni conocer entonces este gobierno de Ceos desindustrializadores y privatistas, del sentimiento castrense y de los roles a corresponder a nuestras Fuerzas Armadas en un contexto de independencia política, justicia social y respeto por los derechos humanos.
–Carlos María Romero Sosa, abogado y escritor
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