Cuando Maradona goleó a los ingleses, yo tenía 13 años y veía por primera vez un mundial. Sí, ya sé que era un poquito grande para haberme perdido todo lo anterior, pero en el ‘86 aún vivía en Cuba donde el nacionalismo deportivo pasa por otros juegos como el béisbol, el boxeo y todo lo que dé un plus de dignidad internacional a la isla.
Después que en México ‘86 vi fallar decisivos penales a Platini, al doctor en medicina Sócrates y a Zico, después del segundo gol de Maradona a los ingleses, después que en el ‘90 Goycochea adivinó cada intención de los rematadores y Caniggia convirtió las escasas pelotas que dejaban tocar al Diez a fuerza de golpes y faltas y que aún así siempre lograba un pase genial como si en los pies tuviera manos; después de todo eso no me quedó más remedio que alistarme a la hinchada incondicional de la selección argentina de fútbol
Luego vine a este país, me levanté una madrugada invernal de 2002 en el Valle de Punilla para presenciar la caída del seleccionado y al salir el sol escuché a muchos alegrarse porque así el fútbol no encubría la crisis del “uno al uno”, pero el mundial siguió a través de los improperios contra los jugadores y su técnico Bielsa.
Efecto vuvuzela
Después lamenté la mala fortuna del 2006, cuando merecíamos ganar, pero no fue así. Y ahora en 2010 nos vemos sin tiempo para comprender la derrota, en un mundial que estoy seguro que mi hijo, hoy con dos años, guardará por siempre el efecto vuvuzela: que para mi generación significa mucho ruido y pocas nueces…
Por qué cuento una historia personal con respecto a un espectáculo que conmueve al mundo entero. Una historia de alguien que no puede y aunque pudiera no pagaría 30 mil dólares para presenciar en vivo una copa del mundo. Tal vez porque mi hijo un día se convierta en uno de esos futbolistas a fuerza de verlos tan galantes, con mujeres últimos modelos como sus autos. Tal vez porque heredará la pasión y el júbilo que exterioriza su padre cuando ve un partido de Boca o de la selección argentina.
Pero siento que alguien debe decirle, no a mi hijo de dos años, sino a los futbolistas de ahora, a los periodistas de ahora, a los padres espectadores de ahora que el juego es juego. Y que sería bueno sincerarse y admitir que el fútbol va quedando cada vez más fuera de juego, que vive y hace vivir a la sociedad en “offside”.
Modelos y símbolos
Sí, quizás el fútbol ahorra más problemas de los que da, si aceptamos que en muchos países donde las franjas de desigualdad y de exclusión son abismales; la pelota sirve como objeto de identificación y pertenencia a una sociedad que impone el éxito y la fama como valores, de ahí la desmedida frustración colectiva cuando pierden los que juegan, aunque siempre ganan.
Del otro lado están las propiedades pedagógicas, sicológicas, comunicacionales del deporte. Pero esas nobles competencias no concuerdan con las imágenes que generan los relatos publicitarios de Messi, Cristiano Ronaldo y todo el sistema de cracks que igualan o superan el sistema “joligudense” de estrellas, y que se instauran como símbolos para nuestros hijos y para más de un padre.
Los modelos, sabemos, son difíciles de asimilar cabalmente, conocer profundamente a San Martín, a Sarmiento o a Martí, no lo hacemos hasta que somos adultos y aceptamos cierta frustración sobre nuestra historia. Pero de los cracks sabemos tantas minucias sobre sus gustos y vida personales que terminan siendo de bronces como la incuestionable estatua de Arenales en la Plaza 9 de Julio, o si se quiere como la fuente del niño que hace pis.
El juego es solo eso, un juego
Insisto que escribo desde una historia personal y desde una pregunta personal: ¿Cómo decirle a mi hijo que el juego es juego para que aprenda a aceptar la frustración cuando se pierde, o a festejar sin burlarse de los otros cuando se gana; para que todo quede en el terreno del juego? ¿Cómo explicarle la diferencia entre profesionalidad y profesionalismo si escuchará en el noticioso o se enterará por su compañero que tal jugador gana 70 mil euros al mes? Creo que mi hijo con otras palabras me responderá con el sarcasmo práctico que caracterizaba a mi viejo: “pá –me dirá-, el juego es juego, pero la mano en la billetera no es juego”.
Difícilmente lo podré convencer con argumentos éticos, porque verá que el doctor en Filosofía que nos visita y le habla de “nuestra Grecia” apenas tiene para comprar un vino de diez pesos, o que el escritor a quien llamamos tío anda en un auto modelo México ‘86. Al respecto yo podría argumentarle que es una cábala, que usa ese modelo de auto porque la selección ganó la copa aquel año, pero después de ser eliminados por Alemania todos somos testigos que en el 2010 las cábalas no funcionan.
Mi hijo pensará en su futuro, se pondrá una camiseta de Tévez porque sabe que es el jugador que me gusta, auque no me creo esa historia que es el “pibe del pueblo”, porque el pueblo sigue sin tener éxito y solo sale por la TV para ser protagonista de “infortunios”.
Y además, mi hijo escuchará a un buen escritor como Sacheri, y profesor, o quien esté de moda en ese momento, decir que la única injusticia que perdona en el fútbol es la mano de Maradona en el gol a los ingleses. Una «Mano de Dios» que no permite pensar ya en aquella de Miguel Ángel a punto de insuflar vida a Adán en el fresco de la Capilla Sixtina; porque para ser un artista como Maradona no se necesita ética ni estudiar a los antiguos.
Entonces me quedaré callado, porque creo que no me atrevería decirle a mi hijo que no hallo diferencia entre la mano prohibida a la que los seguidores de Maradona dieron identidad legítima y las manos cortadas del Ché para ser identificado por la CIA, o las manos del General, o el dedo sesgado de Evita para conservar las formalidades de la historia.
Porque llamar a un acto fallido de un deportista la «Mano de Dios», cargar de nacionalismo esa falta, es cercenar del cuerpo del juego esa mano, es profanar el deporte como actividad para que esa mano, como las otras, caiga en estatutos ideológicos o en el discurso de una historia obscena.
Porque una picardía deportiva solo puede ser justificada dentro de la dinámica del juego; sacarla de esa lógica conlleva a consagrar una falta como modelo social, ¿y cómo asimilar ese modelo sin que no proyecte una lectura temeraria, sin que no se comunique con otras historias de injusticia y miedo?
La vuvuzela de la vida
Pero mi hijo nació en una sociedad que ni siquiera se replantea la necesidad de recuperar lo simbólico. Nació en una provincia que compite por una de las tazas más altas de suicidio infanto-juvenil.
Casi a punto de desistir de mis argumentos, pienso que sería mejor incitarlo a que le pregunte un día a la maestra sobre la etimología de la palabra deporte, pero advierto que difícilmente un docente tenga hoy un diccionario de etimología. Entonces miro hacia su estatura de dos años, lo veo correr vestido con la camiseta número 11, revoleando entre sus “manecitas de hombre fuerte” una vuvuzela que suena estrepitosamente a vida. Lo miro, me río, y aunque sé que no obtendré respuesta, le digo: hijo, ¿no te parece un desatino que con tantas voces negras exquisitas, eligieran a Shakira y a David Bisbal para cantar la canción de Sudáfrica 2010?
- Idangel Betancourt
Escritor y periodista
Residente en Salta.