Por definición, la discriminación es el acto que nos permite distinguir y diferenciar una cosa de otra. Esto, claro, mientras no encierre ningún juicio de valor. Al contrario, discriminar lo positivo de lo negativo es de manera cabal lo que exige el más elemental sentido de la realidad. Es más, en cualquier tradición religiosa el acto de “santificar” es el resultante de una discriminación. Santificar representa el evento de discriminar, separar y distinguir lo sagrado de lo profano.
Por ejemplo, y aunque suene duro, un varón cuando “santifica” a una mujer en el acto del matrimonio la “discrimina” del resto de las mujeres. Por supuesto que en determinados contextos lo discriminatorio exige un profundo juicio de valor.
El recordado filósofo italiano Norberto Bobbio sostuvo
la diferencia entre discriminación “positiva” y “negativa”, afirmando
que el derecho prohíbe solamente la “negativa”, a la que él denomina
“desigualdad injusta” o “discriminación arbitraria”, es decir, una
discriminación introducida o no eliminada sin justificación, o sea, una
discriminación no justificada (y en este sentido “injusta”).
Otros filósofos llegan a considerar que basta con diferenciar entre
“distinción” y “discriminación” para que las palabras queden claras: la
primera sería justa; la segunda, siempre injusta, por definición.
Aceptando las convenciones lingüísticas, y para saber de qué estamos
hablando, determinados grupos sociales, por ser tan laxos, postergamos
los problemas y nos entrampamos en el devaneo entre las verdaderas
“distinciones” y “discriminaciones” (no las lingüísticas). Infinitas
veces en aras de la “buena conciencia”, que no resulta ser otra cosa que
un óptimo instrumento de dominio, determinamos “distinciones” que
producen una discriminación negativa de la que conviene no hablar, y
“discriminaciones” que son distinciones positivas.
Lo que quiero destacar, simplemente, es que debemos ser sinceros, y con dignidad y coraje intelectual no disfrazar las “antidiscriminaciones” bajo actos de
buena acción, jugando con supuestas “distinciones” justificadas, ya que
ninguna danza lingüística evita enfrentar los profundos conflictos, las
discriminaciones indominables y que siempre son injustas.
Para ser más claro vaya el ejemplo: horrorizarse por la segregación racial (cosa que
obviamente es válido) pero la convivencia con la implacable segregación
económica y de clase social es lo “honestamente aceptable”, porque
resulta sólo una mísera e indigna “distinción” (obviamente digo esto con
ironía). La antidiscriminación en un sentido profundo debe ser un
proyecto político-social-económico-religioso-cultural.
En definitiva, cualquier política antidiscriminatoria tiene que ser clara, batalladora
y tiene la obligación de incomodar, para no transmutarse en una
herramienta que tranquilice las “santas almas” de los que dicen no
discriminar pero que ejercen la “bobbiana” forma negativa como
instrumento cotidiano, cuando la discriminación de verdad atenta contra
sus propios poderes e intereses.
Vale la pena también volver brevemente a la cuestión de la identidad, pensamiento tan útil en los dorados años ’60. La “identidad” es un concepto muy usado en la lógica, la filosofía, la psicología, que designa el carácter de todo aquello que permanece único e idéntico a sí mismo, pese a que tenga diferentes apariencias o
pueda ser percibido de distinta forma. Lo idéntico se contrapone a lo
distinto y siempre supone un rasgo de permanencia e invariabilidad.
Desde Parménides hasta Heráclito, por tomar algunos filósofos,
trabajaron esta idea de identidad en su vínculo con la variabilidad del
ser. La identidad tiene un carácter universalizador y disciplinario que
exhibe la aceptación de los individuos a valores, sean éticos o morales
o soportes referenciales, para preservar determinado orden como también
para ayudar a orientar nuestra memoria, constituyendo una ideología que
permita proyectar acciones futuras, responsables y creativas.
En este sentido, la función de la ideología, al decir de Paul Ricoeur, es la de
servir como posta a la memoria colectiva, con el fin de que el valor
inaugural de los acontecimientos fundadores se convierta en objeto de la
creencia de todo el grupo. La identidad nos constituye y nos diferencia
de los otros. Y es la propia identidad la que limita, clasifica y
segrega.
La diferencia -sostiene Lacan- la debemos pensar no como una
afirmación ontológica, sino como una variación sobre el mismo sustrato
humano. El “otro” es lo distinto, pero también es lo amenazador, lo que
debe permanecer en el sitio que el “poder” le asigna.
Otras razas, otro género, otras opciones sexuales, otras maneras de mirar el mundo. Cuando la otra identidad parece amenazadora, discriminar (la negativa, por
supuesto) implica la incapacidad de aceptar las formas de ser de otras
personas y la imposibilidad de respetar las culturas, siendo ésta
actitud de discriminación la que puede derivar en genocidio.
Bajo un sistema de representación, lo que recubre y encubre al eje de la
diferenciación es una “distinción” que se basa únicamente en prácticas
discriminatorias concretas y articuladas por clases sociales y
políticas. Por eso, si raza, etnia, clase y género son construcciones
sociales centrales para la identificación de la propia identidad y su
diferencia con otras, la cultura es el resultado de la forma en que se
interpreta esa diferencia, siendo lo peligroso y lo que está en juego la
situación de cómo se asume al otro, al diferente, al supuestamente
distinto, al que tiene una piel extraña, al que es más gordo o más
desgarbado, para ahí derivar a otro tipo de diferencias, las sexuales,
las de religión, o las políticas.
Por eso la combinación de identidad y
poder en la cultura, si no es transmitida con amplitud espiritual y de
criterio, puede derivar en un juego letal que conduzca al genocidio. El
rabino Marshall T. Meyer, en un acto organizado por el Movimiento Judío
por los Derechos Humanos en la Plaza de la República en el año 1984,
sostenía que “hemos decidido recurrir a nuestros recuerdos, porque como
argentinos judíos creemos que la memoria colectiva del pueblo judío
puede encerrar una enseñanza inestimable para la Argentina toda, una
acción que puede ser aprendida, que debe ser aprendida.
Nadie puede vivir en libertad o seguridad o comodidad mientras a su semejante les
son prohibidos esos privilegios”. Estas palabras sirven para comprender
cómo la memoria permite que las raíces de la discriminación tengan un
profundo sentido en la práctica real y no la conceptual, ya que
prejuicios arraigados en nuestra sociedad provienen de la falta de una
modificación social, que desde la particularidad judía se sostiene como
valor de cambio a través de la tradición profética y rabínica. Y en toda
memoria colectiva existe un acto de denuncia.
En este sentido la propia Biblia propone una dialéctica esencial, en donde sus fronteras son, precisamente, por un lado el acto de recordar y por otro lado su
opuesto, que no es la amnesia, sino la acción de no olvidar. El
“recuerdo” como práctica activa y el “no olvidar” como actitud pasiva.
La pedagogía bíblica, como ejercicio de transmisión, nos asigna una
misión abarcativa que indica que no se puede vivir todo el tiempo
recordando, pero a su vez resulta obsceno ejercitar el olvido. El
profesor Jaim Iosef Yerushalmi, en su célebre libro Zakhor, realiza un
desarrollo magistral sobre este tópico. Como dato ilustrativo, nos
cuenta Yerushalmi que la palabra “zajor” (recordar, memorizar,
rememorar), en todas sus variantes hebreas, aparece 273 veces en la
Biblia hebrea.
El uso reiterado de este concepto da cuenta de la
insistencia simbólica del mensaje. A su vez, el otro de los ejes
centrales de la Biblia está enraizado en la práctica de la denuncia como
actividad permanente, en oposición al sometimiento del ser humano al
conformismo mediocre y al autoritarismo ejercido por ciertos poderosos
de la historia, quienes a través del autoritario mecanismo de la
corrupción y la instrumentación del prejuicio obstruyeron la capacidad
del pueblo de escandalizarse.
Fue la palabra de los profetas -desde el
ejemplar enfrentamiento de Moisés con el faraón hasta la acusación de
Jeremías al poder terrenal, y desde la tensión ejercida por Samuel ante
el rey hasta el grito de incomodidad de Amos frente a la opulenta
obscenidad material de su época- la que impregnó el desafío de
responsabilidad en períodos de decadencia y en tiempos de crisis para
que se ejerza la dignidad entre los individuos.
En este sentido, soy un
convencido de que la insistencia en una pedagogía del recuerdo, en este
cruce de la particularidad de lo argentino y lo judío como también en
general de cada colectividad, siendo ésta parte de una enseñanza oficial
sobre el origen y el aporte de los de las diversas inmigraciones a este
país, colaboraría de manera extraordinaria a la superación de paradigmas
discriminatorios que tanto daño provocan.
Unido a esto, el tema de la
Shoá debería ser uno de los puntos significativos, ya que la dimensión
que este acontecimiento tuvo en la conciencia universal, sumado al tema
la versión del nazismo nacional y sus implicancias en los aciagos días
de la dictadura militar, debería ocupar un lugar importante en ese
espacio curricular, como ya lo desarrolló el Ministerio de Educación.
Se me ocurre que “un plan general de la memoria lejana y cercana”
permitiría en un presente desarrollar la energía social para que la
denuncia individual y colectiva pueda tener eco en la propia sociedad de
modo tal que los vulnerados por los profundos prejuicios puedan ocupar
el lugar comunitario que les corresponde.
- (*) Rabino de la comunidad Bet-el.
Publicado en el Boletín del Colegio de Psicólogos de Salta.