El mes de marzo de cada año resulta para los salteños un periodo particular de reflexión, memoria y compromiso. Ello porque con fecha 11 de marzo de 1976 se produjo la desaparición con vida del Dr. Miguel Ragone y porque menos de dos semanas más tarde se hacía presente ya de manera explícita la más horrible dictadura genocida que ha marcado de manera indeleble a varias generaciones de Argentinos. Esa aventura de consecuencias nefastas llevada a cabo por civiles cipayos y traidores -todos ellos muy conocidos-,
que fueron apoyados por la inveterada precariedad intelectual de los estamentos militares que actuaron como idiotas útiles de los planes económicos del establishment, ha consolidado hasta el presente un estado social y económico perverso que nos afecta de tal manera que hemos llegado a perder la capacidad de reacción y hasta lo aceptamos como normal.
Las recetas económicas y financieras dirigidas desde los centros del poder mundial son expuestas así como fenómenos climáticos inevitables, como tsunamis imparables y como la única vía de subsistencia para los pueblos, que son sistemáticamente engañados para aceptar los mecanismos de explotación económica.
Los medios masivos de comunicación sostenidos por esos mismos intereses desinforman convenientemente a la población, que sufre la anestesia de creer que con la participación periódica en elecciones programadas por el mismo sistema dominante lograrán cambiar su realidad. Una y otra vez se demuestra, a poco de andar después de cada ritual electoral, que las promesas de cambio son en realidad la mejor manera de consolidar un sistema para que nada cambie. Y así pasan los años y las décadas una tras otra y solamente nos limitamos a recordar el día preciso de la desaparición del ex gobernador o del golpe militar, sin que a los responsables del actual estado de cosas les preocupe en lo más mínimo la plaqueta que se descubre en el monolito, el nuevo mural que exhibe la figura del desaparecido o la consabida marcha alrededor de la plaza.
En tanto se repite esta escena se relativizan las estadísticas de desnutrición, pobreza e indigencia; se fantasea con índices de inflación ficticios; se celebran acuerdos de cúpulas sindicales con aumentos ya absorbidos de antemano por la escalada de precios; se celebran tratados con empresas extranjeras hasta delegando la jurisdicción del mismo Estado para asegurar el saqueo de los recursos minerales; se mantiene la misma regulación de las entidades financieras que estableciera aquella dictadura; se entrega la plataforma submarina por veinte años para prospección petrolera; se disminuye el fondo previsional de los jubilados colocando letras del tesoro para contar con dinero rápido y barato y así podríamos seguir enumerando las tropelías que día a día se llevan a cabo delante de nuestras adormecidas narices.
Antes de la desaparición forzada de toda una clase dirigente de obreros, estudiantes e intelectuales o la marcha forzada al exilio de los que sobrevivieron al genocidio, nada de esto hubiera sido posible, o por lo menos no lo hubieran puesto en práctica de manera tan fácil. La restauración del orden, bajo el pretexto del llamado patriótico de las fuerzas armadas que venían a salvar a la Nación del caos, no fue otra cosa que preparar el terreno desde aquella época para lograr con impunidad lo que llevan adelante hoy. El vaciamiento de las Universidades del País de una clase pensante y la sustitución de los planes de estudio para generar profesionales aplicaditos a las nuevas doctrinas del economicismo perverso, hicieron el resto.
Para poder cambiar de manera drástica este status quo malsano se torna imprescindible retomar la mística de aquellos luchadores que ofrendaron su vida, su patrimonio, su bienestar y su seguridad personal y familiar, aún a sabiendas de que la lucha era totalmente desigual y que no tenían chances de ganar nada, salvo su inmensa dignidad y solidaridad con los que menos tenían.
Para ello hace falta mucho más que una costumbre electoral reiterada. Las ligaduras con la dependencia son enormes y, por lo tanto, nuestra reacción deberá ser de igual entidad para contrarrestarla. No podemos seguir permitiendo niños desnutridos o mayores desempleados que se suicidan mientras las grandes concentraciones empresarias hacen conocer obscenamente sus balances para determinar quién es el más rico, y hasta tienen una revista para publicarlo. Todo a la vista de menores limpiavidrios en los semáforos, indigentes que encuentran la muerte en las calles del invierno y pueblos originarios que se extinguen por la destrucción de sus hábitats, arrasados por los mismos publicadores de las gigantescas fortunas.
Para honrar verdaderamente la memoria de los que ofrendaron su vida para que todo esto no ocurriera debemos ponernos a trabajar sobre su ejemplo, sin concesiones, sin descanso, sin demora. De lo contrario tendremos que conformarnos con la mediocridad de aceptar que los comedores infantiles de emergencia se consoliden como permanentes y que la dignidad de la gran mayoría de los habitantes de nuestro País y de nuestra Provincia, con territorios inmensamente ricos, sea un aspecto secundario frente a la estadística que difunden los que quieran hacernos creer que no hay otra vía para convivir que el sistema de paciencia y tolerancia que ellos pregonan desde la comodidad de sus exuberantes riquezas individuales, formadas precisamente con el faltante de las mesas de todos los demás, que siguen ingenuamente creyendo en las libertades individuales frente a la evidencia grosera de carencias colectivas elementales.
No se trata de nada difícil, de nada imposible, se trata de aplicar la lección que dejara Ernesto Guevara a sus hijos antes de partir a la muerte: “Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo». Es hora de empezar por nuestra casa y retomar las consignas de quienes sólo veneramos una vez al año, para poner en práctica todos y cada uno de nuestros días aquellas metas. Esa será una manera decorosa de recordarlos y de que sus muertes no hayan sido en vano.
- Daniel Tort
Abogado y periodista