En el diario La Nación de Buenos Aires, “Tribuna de doctrina” que no brinda mucha oportunidad para aclaraciones, apareció hace unos días una carta de lectores suscripta por el dirigente del Partido Demócrata y Diputado Nacional (m.c.), doctor Alberto Allende Iriarte. Sin duda hay varios conceptos para compartir allí respecto de la política de avanzada de los ministros del presidente Roca, Manuel Demetrio Pizarro, Eduardo Wilde y Joaquín V. González,
a los que se refiere el autor sin nombrarlos cuando enumera algunas de sus iniciativas, como la creación del Consejo Nacional de Educación, en 1881, y la promulgación, en 1884, de la ley 1420 de Educación Común, Gratuita, Gradual, Laica y Obligatoria, “para favorecer y dirigir simultáneamente el desarrollo moral como intelectual y físico de todo niño”, como reza su artículo primero.
Aunque es justo subrayar que quizá no en todos los aspectos los miembros de los sucesivos gabinetes de “El Zorro” tuvieron similar orientación progresista –el nombrado cordobés y católico Manuel D. Pizarro, o clerical que no es lo mismo, por ejemplo, defendió el matrimonio religioso y se opuso al matrimonio civil- y que el propio primer mandatario, antes de serlo, era un “acuchillador valiente” en caracterización de La Nación del 10 de enero de 1880, y no fue en nada un modelo a seguir en lo que hace al respeto por los derechos humanos e integración pacífica de las comunidades originarias se trata. Pero ese es otro tema y Ubi dubium, ibi libertas.
El redactor de la carta menciona igualmente como fruto de la visión reformadora y humanitaria del roquismo en materia social –“período eficaz, progresivo y hasta despiadado a partir de 1880”, según lo define David Viñas en su libro “Del apogeo de la oligarquía a la crisis de la ciudad liberal: Laferrére”-, la aprobación del instrumento conocido como “Código Nacional de Trabajo”. Y ello, acotamos por nuestra parte, cuando pocos se preocupaban por la situación de los menos favorecidos y excluidos en el despuntar del capitalismo argentino, en el contexto de la División Internacional del Trabajo. También se promulgó en 1902 la Ley de Residencia propuesta por el senador Miguel Cané y objetada en la Cámara Alta sólo por el legislador correntino Manuel Mantilla. Un medio para expulsar inmigrantes indeseables y disgregadores del orden oligárquico: léase elementos anarquistas y anarcosindicalistas.
Sin embargo cabe aclarar que la antedicha legislación laboral fundada en el programa mínimo del recién nacido Partido Socialista -creado por Juan B. Justo en 1896- y denominada en rigor “Ley Nacional de Trabajo”, quedó en proyecto y no se efectivizó ni entonces ni después, a punto tal que el actual artículo 75, inciso 12 de la Constitución Nacional -antes de la reforma de 1994, artículo 67, inciso 11, según el texto de 1957- enumera entre las atribuciones del Congreso el dictado de un código de trabajo y seguridad social.
En cuanto a esa “Ley de Trabajo”, elogiada por Alfredo L. Palacios en sus libros (publicados por la editorial Claridad): “El nuevo derecho” (1920, 1928, 1934 y 1946) y “La justicia social” (1954), y antes por José Ingenieros que la juzgó “obra de alto alcance político. Como simple proyecto del Poder Ejecutivo, y aunque no pase de tal, esta obra merece unir el nombre de su autor al de los más arriesgados reformadores del siglo (…) No conocemos ministro, de país civilizado, que haya presentado a su Parlamento un proyecto que pueda, en su conjunto, comparársele”. (“La législation du travail dans la République Argentine”), la promovió en 1904 el propio ministro del interior González, un conservador humanista y de mirada amplia, sin duda debido a su origen riojano y a su compenetración cuando menos estética con el país profundo. Junto a él actuó por ejemplo el intelectual socialista Enrique Del Valle Iberlucea en su carácter de Secretario de la Universidad Nacional de la Plata, entidad nacionalizada y presidida por el prosista de “Mis montañas” que hasta vertió al castellano las Rubáiyát de Omar Khayyam de la traducción inglesa de Edward Fitzgerald.
Lo cierto es que de aprobarse entonces la normativa laboral instada por el doctor González -en cuya redacción colaboraron además de Del Valle Iberlucea, Leopoldo Lugones, José Ingenieros y Augusto Bunge-, que en su articulado trató la situación de los extranjeros, el contrato de trabajo, sus intermediarios, accidentes, jornadas laborales y descansos, servicio doméstico, contratos de aprendizaje, trabajo de mujeres, menores e indios, higiene y seguridad, tribunales de conciliación, etcétera; la cual tuvo por antecedente inmediato el monumental informe de Juan Bialet Massé, encomendado por Decreto del Poder Ejecutivo de 21 de enero de 1904 sobre “El estado de las clases obreras argentinas a comienzos del siglo”, habría puesto a la Argentina a la vanguardia por de pronto de Latinoamérica en materia de protección obrera. La terrible explotación y la mucha sangre derramada en las luchas por el reconocimiento de los derechos sociales de la clase trabajadora se hubieran ahorrado de contar con ese instrumento.
Eran tiempos cuando incluso alguien de la lucidez intelectual de Estanislao S. Zeballos, en consonancia con lo planteado por Enrico Ferri en 1908 para escándalo de los socialistas locales, negaba lisa y llanamente la existencia del problema social en el país, o de la “cuestión social” como la denominaba la encíclica de León XIII “Rerum Novarum” de 1891: “Todas las reivindicaciones de las sociedades europeas están resueltas desde la Revolución de Mayo e incorporadas a la Constitución del 53” escribía Zeballos tres lustros después de elevarse el proyecto, en su ensayo “Cuestiones de legislación del trabajo” publicado en Buenos Aires en 1919.
Pero más allá de los principios generales de la Constitución invocados por el jurista y polígrafo, la desprotección social era evidente y una autoridad en la materia como el pensador español Adolfo Posada, una de las figuras de la regeneración peninsular junto con Joaquín Costa, Gumersindo de Azcárate o Rafael Altamira, e impulsor de la legislación obrera en su patria, tuvo en alta estima la frustrada “Ley Nacional de Trabajo”. Así en el volumen de su autoría, “La República Argentina. Impresiones y comentarios” (Madrid, 1912, reeditada por Hyspamérica Ediciones Argentinas en 1986), fruto de las experiencias de su viaje por el país realizado en 1910 a invitación de la Universidad de La Plata, analizó en extenso en el capítulo VII su letra y espíritu.
Cabe anotar que la primera ley integral de trabajo: la Ley de Contrato de Trabajo Nro. 20744 –aprobada y promulgada recién durante el mandato de Isabel Perón– se halla vigente con sus numerosas reformas posteriores. De su anteproyecto fue autor el jurista correntino Norberto Centeno de larga militancia justicialista.
Centeno, secuestrado por un grupo de tareas en Mar del Plata, el 6 de julio de 1977 durante la llamada “Noche de las Corbatas”, fue torturado y apareció asesinado días más tarde.
- Carlos María Romero Sosa es abogado, profesor de derecho del trabajo y escritor.
Su último libro es “Fanales opacados” (Proa Amerian Editores, 2010)
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