No se trata de forzar la mano para dibujar sobre el mapa de nuestra historia tres largos ciclos de cien años cada uno marcados, a trazo grueso, por algunos rasgos comunes: esclerosis del sistema político, mayor distancia entre gobierno y sociedad, crisis de confianza y de representación.
No se trata de forzar la mano para dibujar sobre el mapa de nuestra historia tres largos ciclos de cien años cada uno marcados, a trazo grueso, por algunos rasgos comunes: esclerosis del sistema político, mayor distancia entre gobierno y sociedad, crisis de confianza y de representación.
Este movimiento asomó y se desplegó en 1810. Contrastando con el optimismo y el progreso material, de la mano del agotamiento del orden conservador, reapareció en 1910. Ahora parece estar en el trasfondo de 2010. Situaciones coyunturales tienden a ocultar esta persistencia.
En 1810 y 1910, las respectivas crisis alumbraron demandas de reforma política por parte de sectores sociales cada vez más amplios. Quienes debaten en torno al concepto de representación señalan su importancia, su complejidad y su carácter cambiante en el tiempo.
Como consecuencia de la “continua tensión entre el ideal y el logro”, a esas coincidencias se añade el señalamiento de la bifurcación de la representación respecto a la democracia y la libertad. También el reconocimiento de que el derecho al sufragio no agota la representación.
[[Es pertinente recordar que, como dijo el doctor José Luis Roca, que fuera presidente de la Academia Boliviana de Historia, la idea de libertad y la preocupación por conquistarla, ampliarla y sostenerla está en el centro del interés de los hombres de 1810.
La independencia de España era una condición necesaria para conquistar la libertad no sólo de los nuevos países sino de sus hombres y mujeres. La libertad, como concepto, “era mucho más peligrosa que el concepto independencia”.
El Plan de Gobierno de los revolucionarios de La Paz de mayo de 1809 aspiraba a crear un nuevo orden asentado “sobre bases sólidas y fundamentales”: la seguridad de la patria, la libertad y derechos de las personas, la libertad de comercio y la propiedad.
Añade Roca que, de forma explícita, el pronunciamiento de La Paz de 1809, valoraba la libertad “como condición básica de la dignidad humana”. (José Luis Roca “1809. La revolución de la audiencia de Charcas en Chuquisaca y en La Paz”. Editorial Plural. La Paz, 1998. Páginas 92 y 117.]]
Claro que no debemos olvidar que el anacronismo es el mayor pecado del historiador. Pero tampoco que Bernard Manin, aludiendo a la crisis de una forma concreta de representación de nuestro tiempo, señaló una “curiosa simetría entre la situación actual y la de finales del XIX y comienzos del XX”.
A comienzos del siglo XX, la Argentina asistía simultáneamente al agotamiento del orden conservador, a la desaparición de sus principales protagonistas y al comienzo de una transición marcada por la reforma del sistema político, asentado sobre la participación electoral minoritaria construido por aquellos hombres, que poco difería del vigente en casi todo el mundo.
La vinculación del poder económico con el poder político se acentuó hasta llegar a fundir ambos. Esta coincidencia, dice Natalio Botana, justificó el uso de la palabra oligarquía, que resonó a lo largo del siglo XX. Para unos, “como bandera de lucha”. Para otros, como “motivo de explicación”.
Desde el Congreso de la Nación, tres provincianos impulsaron reformas a las prácticas electorales restrictivas: Joaquín V. González, Indalecio Gómez y Victorino de la Plaza. Abierto en 1902, ese proceso coincidió con la Argentina del Centenario y se cerró catorce años después.
Además de este aporte al Centenario, Joaquín V. González publicó en “La Nación” del 25 de mayo de 1910 su libro El juicio del siglo. “Es tiempo ya de empezar el análisis científico que procure arrancar la historia del dominio de las causas accidentales, transitorias o personales”, escribió.
Un siglo a las espaldas de un país joven debía permitir superar las pasiones del ciclo de la revolución y las guerras civiles, pasando a una convivencia apoyada en el respeto a los preceptos constitucionales para “ensayar la deducción de leyes constantes o periódicas”.
Aunque no se puede adjudicar a esas palabras el carácter de mandato paterno, tampoco se puede negar su influencia sobre la importante, pero menos conocida, obra de su hijo Julio V. González, quien publicó Filiación histórica del gobierno representativo (1937), aporte fundamental para la comprensión histórica del problema de la representación.
Julio V. González (1899-1955) fue jurisconsulto, profesor universitario, historiador y legislador. A los 21 años fue presidente de la Federación Universitaria de La Plata. En 1927 fundó el Partido Nacional Reformista, distante del marxismo y de los “partidos burgueses” y favorable a un humanismo socialista y liberal abierto a la reforma social, intelectual y moral.
En 1938 ingresó al Partido Socialista por el que fue diputado nacional. A él se deben algunas de las más lúcidas reflexiones sobre la Reforma Universitaria. Influido por Ortega y Gasset, González sostuvo que un “periodo histórico es la obra cumplida por una generación”. Entre 1922 y 1955 escribió catorce libros.
Uno de los más importantes es Filiación histórica… en dos tomos, cuyos ejemplares son raros, aún en bibliotecas especializadas. Es de lamentar que no se haya aprovechado el Bicentenario para reeditar esta obra, conocida por pocos especialistas.
La atención sobre su importancia llegó tarde y de afuera. Fue François-Xavier Guerra quien rescató el valor de este sólido aporte de González al conocimiento de este “hito original, esencial y en gran parte ignorado”. Guerra lo hizo en su libro Modernidad e independencia. (1992).
Allí menciona esta obra de González como una de las pocas “excepciones significativas al silencio general de los historiadores” referido a las elecciones americanas para enviar a España diputados de ciudades del Río de la Plata a la Junta Central.
“Los diputados americanos no llegaron nunca a formar parte de la Junta Central” pues ésta se disolvió en plena invasión francesa a Andalucía en enero de 1810, y las elecciones en el Río de la Plata fueron lentas y engorrosas por conflictos locales, luchas facciosas, corrupción y querellas entre clanes familiares.
Pese a ello, y a ser una tardía respuesta al descontento americano, estas elecciones situadas entre la invasión napoleónica de 1808 y la ocupación de Andalucía, “representan, por un lado, una novedad extraordinaria que apasiona y moviliza durante meses a toda la América hispánica, y por otro, un traumatismo profundo que es un jalón importantísimo en el distanciamiento entre la España peninsular y la España americana”.
González demuestra que la relación de causa a efecto que vincula el movimiento emancipador en el Río de la Plata con la raigambre española “fue algo más estrecha y decisiva de lo que hasta hoy se ha reconocido”. ¿Cuál era la auténtica filiación histórica de las instituciones adoptadas?
De lo que no se tenía noticias era de estas inéditas elecciones generales que representaron “una extraordinaria novedad para América”. Por primera vez, se convocó a los americanos a enviar diputados “al centro de la Monarquía, no sólo para representarla, sino para participar en el mismo poder soberano”.
González concluye: “las instituciones democráticas argentinas son de una profunda raigambre hispánica, desde la forma primera de representación por ciudades del gobierno de juntas, hasta el esquema político con que se organizó el Estado en 1813”.
Lo que descubrió González fueron las raíces del problema que encaró su padre en 1902. Aquellas elecciones truncas de 1810 fueron plataforma y antecedente para aspirar a regímenes representativos modernos.
Aunque con lentitud, en la bisagra de los siglos XIX y XX, se fue manifestando la necesidad de buscar “un perfeccionamiento progresivo de la representación y su evolución hacia formas modernas” y más amplias.
Conmemoramos un acontecimiento histórico pero sin protagonismo histórico. El Bicentenario dejará una deuda con la historia, con nuestros historiadores y con su obra.
Uno de ellos, quizá el menos conocido y aún no reconocido, es Julio V. González, condenado injustamente al ostracismo historiográfico.
- Gregorio Caro Figueroa,
Historiador y periodista
- Este texto se publica como editorial del número dedicado a los acontecimientos de mayo de 1810, de la revista “Todo es Historia”, que aparece en mayo.